Grossman: la traducción nos hace mejores porque nos abre la cabeza. foto AP-fuente:adncultura.comLa especialista que llevó al inglés a García Márquez y a Vargas Llosa se queja de la indiferencia de los editores, críticos y lectores anglófonos
Cuando uno es joven y empieza a leer novelas traducidas y se encuentra con expresiones como "fruncir el ceño", "encogerse de hombros" o "entrecerrar los ojos", al principio piensa que son frases sumamente frecuentes y coloquiales del castellano. Después, cuando ve que los escritores latinoamericanos o españoles las usan poco, se da cuenta de que son obra de los traductores, que se pusieron de acuerdo o se imitaron para traducir algunas palabras de la misma manera, transformándolas en muletillas. Y después, cuando aprende un poco más de inglés, uno se da cuenta de que "fruncir el ceño" es frown, "encogerse de hombros" es shrug y "entrecerrar los ojos" es squint. Y se pregunta entonces, viendo que el inglés soluciona con cinco letras lo que al español le cuesta veinte o veinticinco, si el inglés es un idioma más eficaz o más económico que el castellano.
"No, no. Todos los idiomas son igual de eficaces, porque para eso existen y hay gente que los usa." La que responde, tan poco seducida por el argumento, es Edith Grossman, traductora al inglés de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa y de la más reciente y muy premiada versión de Don Quijote de la Mancha, de 2003.
"Lo que sí es cierto es que el inglés tiene un vocabulario enorme: cuatro o cinco veces más grande que el del español, el francés, el italiano o el portugués", explica Grossman a adn en su departamento del Upper West Side, en Manhattan.
¿Cinco veces más grande?, pregunta este cronista, frunciendo el ceño. "Sí. Y esto se debe a que el idioma inglés nunca tuvo una Academia de la Lengua y a que, por la misma razón, tampoco hubo una censura a la importación de palabras de otros idiomas. El inglés está lleno de palabras que vienen de idiomas indígenas, del español, del italiano, del yiddish. Importamos palabras de todo el mundo."
Una de esas palabras, no muy honrosa, viene del Río de la Plata: al gobierno militar de un país exótico se le dice military junta.
La traductora neoyorquina, de quien Harold Bloom ha dicho que es "la Glenn Gould de los traductores", podría pasar horas desmenuzando y saboreando ejemplos concretos y aspectos aparentemente mínimos del arte de la traducción. En los últimos años, sin embargo, ha dedicado buena parte de su energía a una cruzada por la defensa del valor literario y humano de su profesión.
El año pasado publicó Why Translation Matters ("Por qué la traducción importa", todavía -ejem- no traducido al castellano), un librito-panfleto-manifiesto en el cual denuncia la indiferencia de los editores, críticos, académicos y lectores anglófonos ante las novelas publicadas originalmente en idiomas extranjeros.
En el libro, Grossman cita la conocida estadística de que en Estados Unidos, Australia y Gran Bretaña sólo el tres por ciento de los libros publicados son traducciones, mientras que en Europa y América latina ese número oscila entre el 25% y el 40%. "Los angloparlantes no estamos interesados en las traducciones", dice Grossman. (Un entrevistador contagiado de la jerga de los traductores habría comentado que Grossman dijo esto "con un suspiro". O "meneando la cabeza".) "Y no creo que eso vaya a cambiar pronto, porque casi todas las editoriales son parte de grandes corporaciones y toman sus decisiones bajo una presión enorme para hacer negocios."
Este cronista menciona entonces, con algo de timidez, que editoriales pequeñas y medianas de Estados Unidos publicaron en los últimos meses traducciones de libros de César Aira, Alejandro Zambra y Juan José Saer, entre otros. "Las quiero mucho a esas editoriales, en ellas trabaja gente buena -responde Grossman-. Pero son demasiado pequeñas, tienen muchos problemas para obtener una distribución adecuada y conseguir buena publicidad o reseñas en los medios."
A pesar de todo, en el mundo anglosajón las traducciones nuevas de obras clásicas reciben a veces la misma atención que las novelas nuevas. El Quijote de Grossman, en 2003, fue un pequeño gran acontecimiento en el mundo de las letras, igual que la publicación, en 2010, de una nueva versión inglesa de Madame Bovary, traducida por la novelista Lydia Davis. Julian Barnes escribió hace unos meses un larguísimo artículo en que la reseñó y comparó con media docena de traducciones anteriores. Su veredicto fue que, en las últimas décadas, las traducciones se habían hecho más precisas y más fidedignas, pero también más aparatosas y menos fluidas. Por querer reflejar con más detalles la intención original del autor, decía Barnes, los traductores nuevos se estaban olvidando de escribir bien en su propio idioma.
Grossman sonríe un poco nerviosa. "Barnes es un tipo bastante especial", dice en castellano y se niega a opinar, probablemente por cortesía hacia su colega. Pero no esconde que su ideología de traducción tiene poco que ver con la precisión. En un pasaje de Why Translation Matters, escribió: "La fidelidad es un propósito noble, el ideal utópico del traductor literario, pero insisto: la fidelidad tiene poco que ver con eso que se llama el significado literal". (Este fragmento fue traducido por este cronista, que espera haber sido fiel sin haber sido demasiado literal.)
¿Es esta ideología mayoritaria o minoritaria entre los traductores? "La mayoría de nosotros [los traductores] sabemos bien que la traducción literal no existe. Nadie quiere leer un libro que está escrito en un idioma que no existe, y sabes que cuando haces una traducción literal estás inventando un nuevo idioma que nadie habla y nadie lee. Cuando haces una traducción del español al inglés, tienes que escribir la traducción en inglés." En su libro, Grossman, que tradujo La fiesta del Chivo y El amor en los tiempos del cólera y se inició en el oficio en 1973 con un cuento de Macedonio Fernández, cita una anécdota de Gregory Rabassa, otro de los traductores famosos del español al inglés, que ilustra bien este punto. Rabassa estaba siendo entrevistado por un periodista colombiano, después de haber traducido Cien años de soledad, y el periodista le preguntó si su español era lo suficientemente bueno como para traducir a García Márquez. Rabassa hizo una pequeña pausa y respondió: "Lo que es realmente bueno es mi inglés".
Grossman se enamoró del idioma español en Filadelfia, donde nació y creció, gracias a una profesora de castellano "que era muy buena". En Filadelfia leyó por primera vez Don Quijote de la Mancha, en la reconocida traducción de Samuel Putnam, de 1949. La diferencia de medio siglo entre la versión de Putnam y la suya se puede ver desde la primera frase del libro. Putnam traduce el legendario comienzo de Cervantes ("En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme") así: "In a village of La Mancha the name of which I have no desire to recall". Es una frase fiel, pero algo torpe y que no ha envejecido bien. Grossman, más contemporánea, menos obligada a seguir la literalidad de la frase y con el oído más fino para captar la intención de Cervantes, escribe: "Somewhere in La Mancha, in a place whose name I do not care to remember". Este "I do not care", desdeñoso y conversador, refleja mucho mejor el espíritu burlón del narrador del Quijote, que desde la primera frase ya se presenta a sí mismo como un tipo poco confiable.
¿Valen la pena todo ese esfuerzo y toda esa sutileza? Para Grossman, no hay ninguna duda. "La importancia de las traducciones es evidente en sí misma", escribió en su libro. En parte por eso le duele el maltrato que sufren sus colegas, "mal pagos y sin estabilidad laboral", a quienes describe como un grupo de profesionales que "no buscan la fama ni el dinero, sino el amor por la literatura". Para Grossman, la traducción es mucho más que eso: la traducción nos hace mejores, porque nos abre la cabeza y permite que sociedades distintas se entiendan mejor. En un momento clave de Why Translation Matters, dice: "Las traducciones expanden y profundizan nuestro mundo y nuestra conciencia en maneras incontables e indescriptibles". Es imposible saber con qué gesto acompañó Grossman la redacción de este fragmento, pero probablemente lo hizo nodding. O, con menos eficacia de palabras, "asintiendo con la cabeza".
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