Los asesinatos cometidos por los yihadistas en Francia en el semanario satírico Charlie Hebdo y en un supermercado kosher
han tenido sorprendentes consecuencias políticas. Han reactivado las
raíces democráticas de la sociedad francesa y movilizado a inmensos
sectores a manifestar su protesta por aquella barbarie y su defensa de
la tolerancia, la libertad, la igualdad, el derecho de crítica y la
legalidad, valores que se han visto amenazados con aquellos crímenes.
De otra parte, han devuelto la confianza de la opinión pública en el
Gobierno (que parecía desfalleciente) del presidente, François Hollande,
y de su primer ministro, Manuel Valls, por su enérgico manejo de la
crisis provocada por el desafío terrorista, y renovado los consensos de
la clase política francesa a favor de los “principios republicanos”, es
decir, la coexistencia en la diversidad de creencias, costumbres y
culturas diferentes. En vez de dejarse intimidar por el chantaje
sangriento de los extremistas islámicos, Francia, que los ha combatido
ya en el África y lo sigue haciendo en Oriente Próximo, reafirma su
decisión de seguir enfrentándolos. En prueba de ello, ha despachado a
esa región a su principal porta-aviones, el Charles de Gaulle, a
fin de apoyar los bombardeos aliados contra el califato islámico
instaurado en territorios de Siria e Irak. Vale la pena recordar que
Francia propuso una intervención militar en Siria a favor de los
rebeldes laicos y demócratas que se alzaron contra la dictadura de
Bachar el Asad y que su propuesta se frustró por culpa de Estados Unidos
y otros aliados, intimidados por Vladímir Putin, proveedor de armas al
Gobierno sirio. Ahora que aquellas fuerzas rebeldes han sido barridas
por los fanáticos islamistas que quieren derrocar al régimen de El Asad
para instalar una dictadura todavía más despótica (en el califato
islámico, además de las decapitaciones, los latigazos y la esclavización
de la mujer, acaba de estrenarse la política de lanzar al vacío a los
homosexuales), muchos Gobiernos occidentales lamentarán no haber
adoptado la firmeza de Francia en defensa de la civilización, que es, a
todas luces, lo que el extremismo islamista se propone exterminar.
Pero, acaso la más importante deriva de los asesinatos cometidos por
los yihadistas en París sea el regreso de las ideas a la política
francesa. Ellas fueron las grandes protagonistas de su vida pública a lo
largo de buena parte de su historia, pero, en los últimos tiempos, en
parte por el desinterés —para no decir el desprecio— que a su intelligentsia
inspiraba la política, y, en parte, por el sesgo puramente pragmático,
de mera gestión de lo existente, sin vuelo, ni horizonte, ni ideales,
que había adquirido aquella, el debate de ideas, en la que Francia
siempre descolló, parecía haberse extinguido en la tierra de Voltaire,
Diderot, Sartre, Malraux, Camus. En estas últimas semanas ha vuelto, de
manera plural y torrentosa.
El fanatismo irracional y asesino no es monopolio del islam; florece también en otras religiones
Hace mucho que no se veía a tantos escritores, profesores, eruditos,
investigadores, volcarse de manera tan intensa en la vida pública,
opinando a través de artículos, manifiestos, entrevistas en la radio, la
televisión y los periódicos, sobre el crecimiento del antisemitismo, la
islamofobia, los guetos de inmigrantes desprovistos de educación, de
trabajo y de oportunidades que se multiplican en las ciudades europeas y
sirven de caldo de cultivo del extremismo antioccidental, de donde
están partiendo millares de jóvenes a integrar los batallones fanáticos
de Al Qaeda, el califato islámico y otras sectas terroristas.
La polémica es tan intensa que me ha hecho recordar los años sesenta,
cuando temas como la guerra de Argelia, las denuncias sobre el Gulag,
la fascinación que ejercían entre muchos jóvenes la revolución cubana y
el maoísmo, el compromiso y la militancia de los intelectuales, animaban
un debate efervescente que enriquecía la política y la cultura
francesas. Entre las ideas sobre las que la disparidad de opiniones es
mayor figura la inmigración: ¿constituye ella un peligro potencial, como
cree Marine Le Pen y a la que parecería suscribir el revoltoso Michel
Houellebecq con su última novela, Sumisión, y por tanto ser
restringida y vigilada con rigor? Otros intelectuales, como André
Glucksmann, recuerdan que el mayor número de víctimas del terrorismo
islámico son los propios musulmanes, que han muerto ya y siguen muriendo
por decenas de millares, víctimas de unos fanáticos para los cuales
todo quien descree de su verdad única merece ser exterminado. El
fanatismo irracional y asesino no es monopolio del islam; florece
también en otras religiones, de la que no estuvo excluida la cristiana,
aunque, quién podría negarlo, aquel es mucho más resistente a la
modernización de lo que ésta lo fue, pues no ha experimentado aún ese
largo proceso de laicización que permitió a la Iglesia católica
adaptarse a la democracia, es decir, dejar de identificarse con el
Estado. Todo esto parece indicar que pasará todavía mucho tiempo antes
de que los países árabes —un ejemplo promisor, por desgracia hasta ahora
único, es el de Túnez— adopten la cultura de la libertad.
Me gustaría comentar las opiniones sobre este tema de dos
intelectuales que aprecio mucho: J. M. Le Clézio y Guy Sorman. Ambos
coinciden en señalar que los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo, así como el de los cuatro judíos del supermercado kosher,
son meros delincuentes comunes, pobres diablos nacidos o criados en los
guetos franceses, en condiciones execrables, y educados en el crimen en
los reformatorios y cárceles. Esta sería su verdadera condición, a la
que el fundamentalismo islámico sirve apenas de superficial disfraz. El
entorno social en que nacieron y crecieron sería el mayor responsable
del furor nihilista que los volvió depredadores humanos antes que una
convicción religiosa.
Para algunos, el entorno social de los terroristas sería el responsable de su furor nihilista
Yo creo que este análisis no valora lo suficiente a quienes
canalizan, arman y aprovechan para sus propios fines a esos “lobos
solitarios” productos de la discriminación, la incultura y el ergástulo.
¿Acaso todas las ideologías y religiones no se han servido siempre de
delincuentes comunes y sujetos descerebrados y perversos para cometer
sus fechorías? Los asesinos de Charlie Hebdo y del supermercado
salían de aquellos guetos, pero fueron entrenados en Oriente Próximo o
en África, y formaron parte de organizaciones que, gracias a Estados
petroleros y jeques multimillonarios que las financian, están equipadas
con armas modernísimas y tienen redes de información y enlaces por todo
el mundo, a la vez que imanes y teólogos los proveían de las elementales
verdades para justificar sus crímenes, sentirse héroes y mártires
merecedores de gloria y placeres sin cuento en el más allá. Desde luego
que las condiciones de abandono y marginación de los guetos europeos
contribuyen a crear potencialmente al asesino fanático. Pero quien pone
la bomba o el Kaláshnikov en sus manos, lo incita y le señala el blanco a
liquidar, tiene tanta responsabilidad como él en la sangre derramada.
Que la lucha contra el terrorismo exija a veces ciertos recortes de
la libertad es, por desgracia, inevitable, a condición de que estas
limitaciones no transgredan ciertos límites más allá de los cuales la
propia libertad sucumbe y un país libre deja de serlo y llega a
confundirse con los Estados totalitarios y oscurantistas que alimentan
el terrorismo. Esto parece haberlo entendido muy bien el pueblo francés,
que, en la encuesta sobre intenciones de voto que se publica el mismo
día que escribo este artículo, señala un aumento en la popularidad de
todos los partidos democráticos —de derecha y de izquierda— en tanto que
el Front National no parece haber ganado un solo voto con su demagogia
de pedir el restablecimiento de la pena capital, la salida de Europa y
una agresiva política antiinmigratoria.
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