Instalado en
París desde los años 60, fue amigo de Julio Cortázar y a lo largo de
los años consolidó una obra ascética y oblicua, un puente tendido entre
culturas, territorios y lenguajes diferentes.Suele
pensarse que la novela tiene mucho que ver con nuestro día a día: su
progresión casi siempre lineal que va revelando misterios escalonados
funcionaría como gran condensador de esa dirección única que significa
vivir, en tanto seguir adelante. Tal vez la sensación provenga de esas
lecturas relativamente largas que se leen de a poco cada noche, como una
sombra diaria que se extraña cuando se termina. La lógica de la
existencia, sin embargo, tiene mucho más que ver con la poesía. Por lo
menos, con la poesía tal como hoy la entendemos: con su marcha
imprevisible y su sentido relampagueante, a destellos, entre el caos y
la confusión. A pesar de que (quizá por eso mismo) se la pretende
mantener siempre relegada –como algo demasiado lejano, abstracto o
fútil–, la comprensión nuestra de cada día acerca de la realidad y
nuestro entorno tiene mucho más que ver con la poesía que con la novela.
La suma de vida y obra de Arnaldo Calveyra –sus encuentros y
desencuentros–, que murió el jueves pasado a los 85 años en una París
convulsionada y rodeada de incertidumbre –donde residía desde 1960, y
cultivó la amistad de Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, entre otros–
es una prueba rotunda.
Al igual que sucedió con el tango, el reconocimiento que en nuestro
país se le asignó a Calveyra fue tardío: más si se tiene en cuenta que,
más allá de las intuitivas excepciones de Carlos Mastronardi o José Luis
Mangieri –quien publicó en Tierra Firme sus dos primeros libros (Carta
para que la alegría e Iguana, Iguana) en una edición conjunta en 1988–,
casi toda su obra se desarrolla y publica en la capital francesa (sobre
todo en la prestigiosa editorial Actes Sud) donde lo condecoraron, ya en
1986, Chevalier des Arts et des Lettres.
Sin embargo, ese reconocimiento tanguero y tardío no debería
atribuirse, como casi siempre se hace, a la desidia de la crítica y los
editores. Es, por el contrario, otro efecto, otra peculiaridad de la
poesía de Calveyra y de su sentido fulgurante. En cierta forma, su
estilo construido a base casi de jirones reproduce la inestabilidad que
significa escuchar una lengua ajena, rodear de a poco la esencia de un
idioma desconocido. A pesar de que la mayoría de sus libros se
publicaron (tradujeron) primero en idioma francés y luego en español,
Calveyra nunca escribió en esa lengua, por una cuestión meteorológica:
“Aun frecuentando durante tanto tiempo el francés, puedo afirmar que hay
palabras cuya temperatura, hasta ahora, me resulta inasible. ¿Cómo
usarlas entonces?”. Sin embargo, hay quienes aseguran que la traducción
al francés potencia sus poemas y hay, por otro lado, en el uso que hace
del español cierto extrañamiento de sentido. Está claro: hay que conocer
muy bien un idioma para poder perderse en él.
De su segundo libro Iguana, Iguana se destaca un extraordinario
capítulo llamado “Guía para un jardín de plantas” que se publicó alguna
vez de manera independiente y empieza diciendo: “Con la fuerza de sus
gritos, los niños están rayando el agua del lago”. Mientras insinúa
ofrecer algo parecido a una visita turística al jardín botánico de
París, Calveyra revela su propia poética, roza la gramática del mundo y
cosquillea los grandes misterios universales.
Más allá de la fuerte y mentada amistad que compartieron durante
años, es interesante la relación literaria que puede establecerse entre
Calveyra y Cortázar. Si el gran tema de Cortázar son los pasajes
continuos que hace fluir en cada una de sus historias –del sueño a la
vigilia, de París a Buenos Aires, de las páginas de un libro al sillón
donde se lo lee–, en Calveyra sucede lo mismo, pero no a nivel de las
tramas sino en las propias palabras: “En este momento, cada paso que das
es una palabra en el poema”.
La palabra poética de Calveyra es eso: un puente permanente entre
“los arrabales de Villa Mantero, provincia de Entre Ríos” y algún
arrondissement parisino; entre la lectura y la vida: un hombre leyendo
una edición del texto sagrado del Ramayana en cuyas páginas acaso “ese
hombre esté acostado leyendo”; entre la infancia y la adultez, como lo
indica una de sus mejores frases que aparece más de una vez en su poesía
con ligeras variantes y distintas personas gramaticales: “Cosas que le
pasaron en la infancia le están sucediendo ahora: una herida en el anca
derecha, una espina en la pata”; y entre el sueño y la vigilia: “Sueño
que me despierto y sigo soñando dormido”.
También hay un pasaje verbal entre sus trabajos y su poesía: su
libro Diario del fumigador de guardia, por ejemplo, es resultado de su
experiencia laboral durante dos años en un insalubre muelle de
fumigación en Ensenada donde convivía, literalmente, con las ratas.
Y la verdad es que hay algo de roedor en Calveyra: una escritura
transitiva, inesperada, angulosa, imprevisible, de fantasmas y espejos
que no se ven sino que se los piensa (espejos simbólicos, no
imaginarios), que se mete por espacios tan estrechos como luminosos y
suele incluir las palabras del silencio a partir de sus continuas
elipsis: “Apagamos la luz porque la luna”, dice un verso de su primer
libro Cartas para que la alegría, cuyo título es también una elipsis.
Más que difícil, resulta casi ingenuo hablar de la muerte de alguien
que, como dice uno de sus poemas, sabía “los dos o tres gestos muy
simples que hay que hacer para dejar de estar donde se está”.
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