20.1.15

Cuando el arte es peligroso (o no)

Informe especial
Todos somos Charlie

Tim Kreider Terrorismo. El atentado al semanario satírico Charlie Hebdo es un recordatorio aleccionador de que todavía hay culturas en las que el arte es vivido como “una amenaza potencial”, afirma el autor
Cuando el arte es peligroso (o no).

George W. Bush, según las caricaturas de Steve Bell, en las que se representa al ex presidente de los Estados Unidos como un chimpancé./revista Ñ.

La única vez que el arte parece ser noticia en Occidente es cuando un Pollock o un Warhol se venden por una suma equivalente al presupuesto de una película de Transformers . Parece extraño entonces que estemos hablando de crisis internacionales en las que el tema central es el arte.
Me desconcertó el embrollo que generó la película de Sony La entrevista y luego me horrorizó la masacre de Charlie Hebdo en París. La incomprensión, ya sea que estemos desconcertados u horrorizados, que sentimos por quienes toman las armas contra los creadores de caricaturas o comedias es un recordatorio aleccionador de que todavía hay culturas en las que el arte no es una diversión ni un producto inofensivo sino algo real y volátil, una amenaza potencial que debe eliminarse violentamente. Estos ataques son, de algún modo, una muestra salvaje y atávica de respeto.
Fui caricaturista de The Baltimore City Paper de 1997 a 2009, por lo que sé bien qué influencia tiene un caricaturista político en los Estados Unidos. La última vez que el arte tuvo algún efecto real en la política estadounidense fue hace unos 140 años, cuando Boss Tweed no sólo fue expulsado del poder por las caricaturas que hizo de él Thomas Nast sino que también fue detenido tras haber huido a España, donde fue reconocido gracias a esas mismas caricaturas.
Por mucho que admire las caricaturas de George W. Bush creadas por Steve Bell, en las que lo representa como un chimpancé que arroja estiércol, es difícil imaginar que por ellas el ex presidente acabara en La Haya. Me pregunto si alguno de mis colegas fue presa de la misma mezcla de sentimientos que se apoderó de mí al enterarme de los asesinatos de París: por debajo de la indignación, la pena y la solidaridad, sentí una pequeña punzada irracional de vergüenza de que nosotros no estuviéramos haciendo nada que mereciera que nos balearan. Kurt Vonnegut Jr. comparó el poder de fuego acumulado del arte y la literatura dirigidos contra la Guerra de Vietnam con “la fuerza explosiva de una gran torta de crema y banana –una torta de 2 metros de diámetro y veinte centímetros de espesor– lanzada desde 10 metros de altura o más”. Muchos artistas de los EE.UU. tienden a ser personas autocríticas que piensan que todo empeño humano es inútil porque hemos crecido en una cultura en la que el arte no importa salvo, ocasionalmente, como inversión de alta gama. Cuando el arte fue polémico, las más de las veces lo fue porque se lo consideró obsceno. (El sexo es nuestro escabroso Mahoma, aquello que no puede ser representado). Pero es difícil pensar en un momento de nuestra historia en que el arte haya sido motivo de alarma para alguien en el poder.
Es testimonio de la fragilidad de ideologías como el prepotente culto de Corea del Norte y las sectas más homicidamente literalistas del islam el hecho de que reaccionen ante el arte que la mayoría de los occidentales consideramos tonto y trivial: comedias bobas, caricaturas groseras. Corea del Norte vio en La entrevista una especie de ataque envidioso patrocinado por el Estado a su venerado líder, el equivalente cinematográfico de una bomba sucia. Era casi conmovedor; uno quería explicarles: No, es que en nuestro país esto es arte estúpido. Ni siquiera pensábamos ir a verla al cine hasta que ustedes amenazaron con volarlos; habríamos esperado a verla en streaming . Cierta parte de la reacción internacional a la masacre de Charlie Hebdo fue de esta misma clase de incredulidad: Esperen, ¿esto fue por unas caricaturas?
Habla bien de nuestro sistema relativamente flexible que pueda aceptar la crítica y el disenso sin cortarle las manos a nadie. Pero también es un testimonio indirecto de la exitosa desnaturalización de la sátira en nuestra sociedad y la impotencia del arte en nuestra cultura. Los autócratas de Platón en adelante propugnan el control y la censura de las artes para garantizar la estabilidad de los estados y manipular la vida interior de la gente. En las democracias maduras de Occidente, ya no hay necesidad de purgas o fatwas o quemas de libros. ¿Por qué malgastar balas disparándoles a los artistas cuando simplemente se puede dejar de pagarles? ¿Por qué molestarse en prohibir libros cuando de todos modos nadie los lee y la literatura nacional es tan provinciana, insular y narcisista que no plantea preguntas conflictivas?
El verdadero genio maquiavélico de la Primera Enmienda es que la libertad de expresión en su mayor parte resulta inocua: mucha crítica estúpida en Internet, tontas teorías conspirativas, tediosas páginas libertarias e insultos.
El capitalismo estadounidense tiene un ingenioso sistema para neutralizar o absorber el disenso: todo arte que cuestione sus supuestos fundamentales, su inevitabilidad y corrección se pasa por alto (obligando al artista a terminar atendiendo un bar o aprendiendo diseño gráfico) o, si tiene éxito, es recompensado tan generosamente que se lo recibe de forma indolora en el sistema que criticó. De todos los sistemas de opresión, el último es decididamente el que uno preferiría sufrir. Me siento aliviado de vivir en un lugar donde lo más grave de que me tengo que preocupar es que me insulten en Internet. Que me pagaran sólo 20 dólares por semana por mis caricaturas políticas era un poco insultante pero al menos no me obligaban a comérmelas a punta de pistola.
No pretendo idealizar lo que ocurrió en París: fue obsceno, estúpido y triste. Y, sin embargo, también hay motivo de orgullo en ello, la clase de orgullo sombrío que todo soldado tiene derecho a sentir ante el sacrificio de un camarada. Es un recordatorio de que el arte no es una diversión frívola, ni sólo un producto o un “contenido”. Todavía está vivo y es peligroso, y todavía es odiado y temido por aquellos que más merecen nuestro desprecio y nuestra burla.
Muchos llaman “héroes” a los caricaturistas de Charlie Hebdo, algo que es difícil imaginar que ocurriera mientras estaban vivos. (¿Seth Rogen lo sería si los norcoreanos lo envenenaran?) Pero si los adultos van a usar una palabra tan infantil como “héroe”, me temo que podríamos tener que aplicarla de vez en cuando no sólo a los pocos uniformados que controlan los drones desde Langley o Las Vegas o detienen a los adolescentes que venden marihuana en la calle sino también a personas tontas e irrelevantes como los caricaturistas.
La semana pasada silenciosamente agregamos algunos nombres a la lista. Y esta noche, en la verdadera ceremonia, mis colegas y yo los saludaremos con los instrumentos tradicionales de nuestro oficio: copas en alto en torno a mesas de bares, cafés y casas de té del mundo civilizado. Y, después de algunos tragos, haremos lo que hacen los caricaturistas: burlarnos alegre y cruelmente de los atacantes, de los islámicos chiflados y de los fanáticos de derecha, los políticos oportunistas y los caricaturistas inútiles. No se salvará nadie.
© 2015 The New York Times. Traducción de Elisa Carnelli.

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