Sócrates criticó el fetichismo del libro (Fedro). Dos siglos
después, dijo el Eclesiastés (XII, 12): “Componer muchos libros es
nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras.
Todo está escrito”. En el siglo I, escribe Séneca: “La multitud de
libros disipa el espíritu” (segunda de las Cartas a Lucilio).
En China, en el siglo IX, el poeta Po Chu Yi se burla de Lao-Tsé: “De
sabios es callar, los que hablan nada saben, dicen que dijo Lao-Tsé, en
un librito de ochocientas páginas”. En Argelia, en el siglo XIV, Ibn
Jaldún: “Los demasiados libros sobre un tema hacen más difícil
estudiarlo”. (Al-muqaddimah, VI, 27). En Alemania, en el siglo XVI, Lutero: “La multitud de libros es una calamidad” (Charlas de sobremesa,
4691). Don Quijote, al enterarse de que se había escrito el Quijote:
“Hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fueran
buñuelos” (II, 3). Montaigne: “Se busca más interpretar interpretaciones
que interpretar las cosas. Hay más libros sobre libros que sobre
cualquier otro tema. No hacemos más que glosarnos los unos a los otros.”
(Ensayos III, 13). Samuel Johnson: “Es extraño que se escriba tanto y se lea tan poco” (James Boswell, Life of Johnson,
1° de mayo de 1783). “Para convencerse de la vanidad de las esperanzas
humanas no hay lugar más deprimente que una biblioteca pública: verla
tapizada de imponentes volúmenes, cuidadosamente meditados y
documentados, que no pasaron del catálogo” (The Rambler 106, 23 de marzo de 1751).
Alguna vez propuse un guante de castidad para los autores que no se
puedan contener. Pero también es útil un baño de agua fría: sumergirse
en una gran biblioteca, para desanimarse, como Johnson, ante la multitud
de autores desconocidos.
El progreso ha logrado que todas las personas, no solo los profetas
elegidos, puedan darse el lujo de hablar en el desierto. Y nada puede
detener la multiplicación de libros. Por un momento parecía que iba a
ser la televisión. Marshall McLuhan escribió (¡escribió!) libros
proféticos sobre el fin de los tiempos librescos. Pero la explosión del
libro lo dejó hablando en el desierto.
El despegue comercial de la televisión en los Estados Unidos fue de
1947 a 1960. Pasó de siete a 517 estaciones transmisoras y de 16.000 a
45 millones de aparatos receptores; prácticamente de cero al 88% de los
hogares (Warde B. Ogden, The Television Business). Todo estaba,
pues, listo para acabar con el libro. Sin embargo, el número de títulos
anuales publicados en el mismo período (1947 a 1960) subió al doble: de
7.000 a 15.000. Como si fuera poco, de 1960 a 1968 volvió a doblar, y
en un período menor, mientras que el porcentaje de hogares con
receptores, naturalmente, ya no podía subir más que a la saturación: 98%
(Statistical Abstract of the United States).
Según la Wikipedia (“Books published per country per year”,
consultada el 28 de octubre de 2014), los ocho países que más nuevos
títulos y reediciones publicaron hacia 2011 fueron China (444.000),
Estados Unidos (292.000), Reino Unido (150.000), Rusia (121.000), India
(83.000), Alemania (82.000), Japón (78.000) y España (74.000). O sea 1,3
millones: casi el 60% del total mundial de 2,2 millones para los 124
países de los cuales hay cifras.
A mediados del siglo XV apareció la imprenta de caracteres móviles.
No sustituyó de inmediato a los copistas, ni la impresión con placas de
madera, pero multiplicó los títulos disponibles. Lucien Febvre y
Henri-Jean Martin (La aparición del libro) estiman que los
incunables (los libros impresos entre 1450 y 1500) fueron unos 10.000 o
15.000 títulos en unas 30.000 o 35.000 ediciones (dos o tres ediciones
por título) de unos 500 ejemplares por edición. O sea que se publicaron
unos 250 títulos por año en promedio, lo cual pudo empezar en unos cien.
Robert Escarpit (La revolución del libro) estima que se
publicaron unos 250.000 en 1952. Esto implica mil veces más que los
incunables y un ritmo anual de crecimiento (1,6% anual) cinco veces
mayor que la población (0,3%) a lo largo de cinco siglos.
Se decía que la televisión también iba a acabar con la explosión
demográfica. Pero ambas explosiones continuaron (sobre todo la del
libro), como puede verse en las cifras para el año 2000, estimadas a
partir del Anuario Estadístico de la Unesco 1999 (que ese año
fue descontinuado). En medio siglo (de 1950 a 2000), la población
mundial creció al 1,8% anual y la publicación mundial de libros al 2,8%
anual.
A partir de estas cifras gruesas, pueden hacerse interpolaciones
también gruesas. Se publicaron unos 500 títulos en 1550, unos 2.300 en
1650, unos 11.000 en 1750 y unos 50.000 en 1850. La bibliografía
acumulada desde 1450 hasta 1550 fue de unos 35.000 títulos, hasta 1650
de 150.000, hasta 1750 de 700.000, hasta 1850 de 3,3 millones, hasta
1950 de 16 millones, hasta el año 2000 de 52 millones. En el primer
siglo de la imprenta (1450-1550) se publicaron unos 35.000 títulos; en
la última mitad del siglo (1950-2000) unos 36 millones: mil veces más.
Y la aceleración continúa. En 2011, la humanidad publicaba cuatro
libros por minuto. Suponiendo un precio medio de 30 dólares y un grueso
medio de dos centímetros, harían falta 66 millones de dólares y 44
kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de la biblioteca de
Mallarmé, si hoy quisiera escribir:
Hélas! La carne es triste y he leído todos los libros.
Los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más
incultos. Si alguien lee un libro diario, deja de leer 6.000 publicados
el mismo día. Sus libros no leídos aumentan 6.000 veces más que sus
libros leídos. Su incultura, 6.000 veces más que su cultura.
“Hay mucho que saber, y es poco el vivir”, dijo Gracián (Oráculo
manual y arte de prudencia). El aforismo tiene ese dejo melancólico, más
allá de su verdad cuantitativa, porque remueve los sentimientos de
culpa que nos da nuestra finitud frente a las tareas infinitas que exige
el imperativo de haber leído todo. Sí, hay algo profundamente
melancólico en ir a una biblioteca o librería llena de libros que no
leeremos jamás. Algo que trae a la memoria aquellos versos de Borges:
…hay un espejo que me ha visto por última vez
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay algunos que ya nunca abriré.
¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil,
diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Decir: “Yo solo sé
que no he leído nada”, después de leer miles de libros, no es un acto de
fingida modestia: es rigurosamente exacto, hasta la primera decimal de
cero por ciento. Pero, ¿no es quizás eso, exactamente, socráticamente,
lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a
sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes,
para llegar a ser ignorantes inteligentes.
Quizá la experiencia de la finitud es el único acceso que tenemos a
la totalidad que nos llama, y nos pierde, con desmedidas ambiciones
totalitarias. Quizá toda experiencia de infinitud es ilusoria, si no es,
precisamente, experiencia de finitud. Quizá, por eso, la medida de la
lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que
nos dejan.
¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los
libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa,
después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros
tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales.
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