Julio Ramón Ribeyro
Sólo para fumadores
Sin haber sido un fumador precoz, a partir de
cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De
mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer
cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca
Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy
asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me
sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la
experiencia.
Juramento inútil, como otros tantos que lo
siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era
indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros
antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el
pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora
en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo
tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas.
Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi
hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de
una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía
lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración
de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean
un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.
Al subir de precio, los Chesterfield se
volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y
nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su
envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se
encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes
o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar
del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en
la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así los Inca eran un
lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis
necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos:
un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas
como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de
corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada,
y se fumaban.
No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá
era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta
de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche
en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco,
cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas
y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era
horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores y es conocida la
importancia que tienen los tíos en la transmisión de hábitos familiares y
modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo en los
labios y encendía el siguiente con la colilla del anterior. Cuando no tenía un
cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de cáncer al pulmón. Mis cuatro
tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer a
la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto. El cuarto
estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal perforada, pero se
recuperó y sigue de pie y fumando.
De uno de estos tíos maternos, el mayor, guardo el
primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el tabaco. Estábamos de
vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de Santiago de Chuco,
en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino el arriero que
traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores quedaron sin
cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado por las
arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el camino de
Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para que no
ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se lanzó a
pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció al día
siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había encontrado a
medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado, calado de
frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando entre los
dedos.
Cuando ingresé a la facultad de Derecho conseguí un
trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios
para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue al diablo, lo condené
a muerte como un vil conquistador y me puse al servicio de una potencia
extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla blanca con un
círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer. Miles de estos
paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus cigarrillos están
envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros ejercicios literarios.
Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando
evoco esas altas noches de estudio en las que me amanecía con amigos la víspera
de un examen. Por suerte no faltaba nunca una botella, aparecida no se sabía
cómo, y que le daba al fumar su complemento y al estudio su contrapeso. Y esos
paréntesis en los que, olvidándonos de códigos y legajos, dábamos libre curso a
nuestros sueños de escritores. Todo ello naturalmente en un perfume de Lucky.
El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida.
Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una película, cuando
jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba solo por el
malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así
recorridos por un tren de cigarrillos, que iba sucesivamente encendiendo y
apagando y que tenían cada cual su propia significación y su propio valor. Todos
me eran preciosos, pero algunos de ellos se distinguían de los otros por su
carácter sacramental, pues su presencia era indispensable para el
perfeccionamiento de un acto: el primero del día después del desayuno, el que
encendía al terminar de almorzar y el que sellaba la paz y el descanso luego
del combate amoroso.
¡Ay mísero de mí, ay infeliz! Yo pensaba que mi
relación con el tabaco estaba definitivamente concertada y que en adelante mi
vida transcurriría en la amable, fácil, fidelísima y hasta entonces inocua
compañía del Lucky. No sabía que me iba a ir del Perú y que me esperaba una
existencia errante en la cual el cigarrillo, su privación o su abundancia,
jalonarían mis días de gratificaciones y desastres.
Mi viaje en barco a Europa fue un verdadero sueño
para un tabaquista como yo, no solo porque podía comprar en puertos libres o a
marineros contrabandistas cigarrillos a precios regalados, sino porque nuevos
escenarios dotaron al hecho de fumar de un marco privilegiado. Verdaderos
cromos, por decirlo así: fumar apoyado en la borda del trasatlántico mirando
los peces voladores del Caribe o hacerlo de noche en el bar de segunda jugando
una encarnizada partida de dados con una banda de pasajeros mafiosos. Era
lindo, lo reconozco. Pero al llegar a España las cosas cambiaron. La beca que
tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la comida y el trolebús no me
quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que adaptarme al rubio español,
algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el nombre de Bisonte. Por fortuna
estábamos en tierra ibérica y la pobre España franquista se las había arreglado
para hacerle la vida menos dura a los fumadores menesterosos. En cada esquina
había un viejo o una vieja que vendían en canastillas cigarrillos al detalle. A
la vuelta de mi pensión montaba guardia un mutilado de la guerra civil al que
le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La
primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para
pedirle un cigarrillo fiado. “No faltaba más, vamos, los que quiera. Me los
pagará cuando pueda”. Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único
lugar del mundo donde fumé al fiado.
Los escritores, por lo general, han sido y son
grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio
del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol.
¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo?
Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco… Quien vive
sin tabaco, no merece vivir”. Ignoro si Moliere era fumador —si bien en esa
época el tabaco se aspiraba La primera referencia literaria al tabaco que
conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca
con esta frase: “Diga lo que diga por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me
ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por
los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi—
ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de
personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para
encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La
montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas
palabras: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me despierto me
alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo
presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar… Un día sin tabaco sería el
colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y
si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el
valor para levantarme”. La observación me parece muy penetrante y revela que
Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta
los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo
extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le
dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después
de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide,
que también murió octogenario y fumando: “Escribir es para mí un acto
complementario al placer de fumar”.
El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un
santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya
entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al
comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi
vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron
explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada,
con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el
cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos
fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con
el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los
paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi
caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado
en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno —salvo el dormir— podía
cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos
maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y
dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me
permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el
cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el
orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del
sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro
ya para peores concesiones y bajezas.
Ocurrió que un día no pude ya comprar ni
cigarrillos franceses —y en consecuencia leer mis cartas—, y tuve que cometer
un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran
los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y
pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda.
Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero
de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas,
subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y,
en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un
día me dije: “Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos”, en lo
que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué
comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían
automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me
decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría
dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí
de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me
permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor
humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez
ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había
tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en
español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza.
“Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso”. Fue lo
que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí
un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente
humo.
Días más tarde erraba desesperadamente por los
cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo. Había comenzado el verano,
cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por pobres que fuesen, habían
abandonado la ciudad en auto—stop, en bicicleta o como sea rumbo a la campiña o
a las playas del sur. París me parecía poblado de marcianos. Al llegar la
noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la
paranoia. Una vez más recorrí el boulevard Saint—Germain, empezando por el
Museo Cluny, en dirección ala Plazadela Concordia. Peroen lugar de inspeccionar
las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a barrer el suelo. ¡Quién
sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una moneda. O una colilla.
Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba en ese momento gente y
un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de media noche estaba enla
Plazadela Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada figura no tenía para mí
otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba entre seguir mi ronda
hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi hotelito de la rue
Dela Harpe. Meaventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi salir a un caballero
elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y despachaba al portero en
busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi francés más correcto le
dije: “¿Sería usted tan amable de invitarme un cigarrillo?”. El caballero dio
un paso atrás horrorizado, como si algún execrable monstruo nocturno irrumpiera
en el orden de su existencia y pidiendo auxilio al portero me esquivó y
desapareció en el taxi que llegaba.
Un flujo de sangre me remontó a la cabeza, al punto
que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre mis pasos, crucé la
plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado en la baranda miré
las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente, de rabia, de
vergüenza, como una mujer cualquiera.
Este incidente me marcó tan profundamente, que a
raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme nunca más, pero nunca
más, en esa situación de indigencia que me forzara a pedirle cigarrillos a un
desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi
frente. Sabía que estaba viviendo un período de prueba y que vendrían mejores
tiempos, pero por el momento me lancé como un lobo sobre la menor ocasión de
trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado que fuese y al día siguiente
estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage de vieux jorneaux y me
convertí en un recolector de papel de periódico.
Fue el primer trabajo físico que realicé y uno de
los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes, pues me permitió
conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino aquellos más
secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un triciclo y una calle
y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de edificio en edificio, de
piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos viejos para los “pobres
estudiantes”, hasta llenar el triciclo y regresar a la oficina, con sol o con
lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí barrios lujosos y barrios
populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas
que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me
regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices,
solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas
en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas
de salvación espiritual.
Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo
lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y
cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté echando el
bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más peligroso que
encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado con
trescientos kilos de periódicos en el triciclo.
Por desgracia, este trabajo duró solo unos meses.
Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no mendigar más un
cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un hotelucho, cargador de
estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches y finalmente
cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.
Fue en esa época que conocí a Panchito y pude
disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que había visto en mi
vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era un enano y
fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado, pues siempre
tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto es que lo
conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un amigo me
invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta entreabierta y
en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi amigo que se
había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de un tirón
gritando “¡Pólice!”. Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue un cholo
calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de pie y
quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar la
vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el que
me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve peligroso
si se arma de un punzón. “¡Soy amigo de Carlos!”, exclamé. A buena hora. El
hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo cuando
llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a un
viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel.
Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una
desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de
una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me
estiró el primer paquete de los primeros king size que veía me di cuenta de que
Panchito era menos pequeño de lo que suponía.
A partir de ese día Panchito, yo y los Pall Mall
formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su acompañante, lo que
equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que asumí con una
responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él. Caminábamos
por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés,
comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez entrábamos
a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte de la
noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos
billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall.
A pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía
realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas conversaciones
con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como para adquirir
una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de joven dejó el
Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba vestirse bien,
con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo cual la
primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño estirón);
que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus gemelos,
su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que odiaba a
las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente cada vez
que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de su
pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche desaparecía en las
sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde se albergaba.
Con el tiempo algunos de mis amigos lo conocieron y
formaron en torno de él un cortejo de artistas mendicantes que habían
encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A Panchito le encantaba estar
rodeado por estos cinco o seis blanquitos miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana
que lo había menospreciado, y a los que daba de comer, de beber y de vivir,
como si encontrara un placer aberrante en devolver con dádivas lo que había
recibido en humillaciones. A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le
consiguió un taller para que pintara, y a Pedro le financió la edición de una
plaqueta de poemas invendible. Panchito era así, entre otras cosas un mecenas,
pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias.
Uno de los últimos recuerdos que guardo de él,
antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal, eléctrica y
viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo tomando el
vino del estribo en el mostrador del Relais de l’Odeon. Cerraban el bar, éramos
los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y barrían las
baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la calzada:
tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó entonces
que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a una
francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino,
salió en su defensa y se lió a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga
luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los
westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film
policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la
calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora
estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces,
esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago
era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un
peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de
Alá, armados posiblemente de corvas navajas?
“Salgamos tranquilamente”, dijo Panchito. Fue lo
que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista desierta y lóbrega
hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la cabeza y vimos que los
tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus abrigos peludos, aceleraban
el paso y se acercaban. “Sigan no más ustedes”, dijo Panchito, “yo les doy el
alcance después”. Santiago y yo continuamos nuestro camino y un trecho más allá
nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos entonces que Panchito, de espaldas a
nosotros, parlamentaba con los tres musulmanes que, a su lado, parecían tres
sombrías montañas. En la mano de uno de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos
de amedrentarse, Panchito avanzó y sus contrincantes dieron un paso atrás y
luego otro y otro, a medida que se iban empequeñeciendo y Panchito agrandando,
hasta que al fin se esfumaron en la oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió
calmadamente hacia nosotros, encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos
Pall Mall. “Asunto arreglado”, dijo echándose a reír. “Pero, ¿qué has hecho?”,
le preguntó Santiago. “Nada”, dijo Panchito y al poco rato añadió: “Toca”, y se
señaló el abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y
sentimos bajo la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante.
Días más tarde Panchito desapareció, sin preaviso.
Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde diariamente nos dábamos cita
antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo y emprender una de nuestras
largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo Carlos, quien me dijo ignorar
dónde estaba. “Ya lo sabrás por los periódicos”, agregó sibilinamente. Y lo
supe, pero años después, cuando trabajaba en una agencia de prensa, encargado
de seleccionar y traducir las noticias de Francia destinadas a América Latina.
De Niza llegó un télex con la mención “Especial Perú. Para transmitir a los
periódicos de Lima”. El télex decía que un delincuente peruano, Panchito,
fichado desde hacía años porla Interpol, había sido capturado en los pasillos
de un gran hotel dela Costa Azulcuando se aprestaba a penetrar en una suite.
Recordé que para su mamá y hermanos, a quienes enviaba regularmente dinero a
Lima, Panchito era un destacado ingeniero con un importante puesto en Europa.
Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera.
Los vaivenes de la vida continuaron llevándome de
un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra de cigarrillos. Amsterdam y
los Muratti ovalados con fina boquilla dorada; Amberes y los Belga de paquete
rojo con un círculo amarillo; Londres, donde intenté fumar pipa, a lo que
renuncié porque me pareció muy complicado y porque me di cuenta de que no era ni
Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés… Munich, finalmente, donde a falta
de sacar mi doctorado en filología románica, me gradué como experto en
cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me parecieron mediocres y
sin estilo. Pero si menciono Munich no es por la bondad de su tabaco sino
porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una situación de
carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época parisina.
Gozaba entonces de una módica beca, pero que me
permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un kiosko
callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se
trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del
kiosko yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo
comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté
la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una
novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con
música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior.
La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los
pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como
“escribir es un acto complementario al placer de fumar”, me encontré en la
situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más
natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi
condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos.
Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día
siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré
cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que
retirarla, puesla Fraucerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó
mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese
momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España
cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y
sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas
en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Parala
Fraudel kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que
un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado
el caso.
Me encontré pues en una situación terrible —sin
poder fumar y en consecuencia escribir— y sin solución a la vista, pues en
Munich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató un invierno
atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un encierro
forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar, tirarme en la
cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo, como los siete
volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas pedagógicas de
Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.
Yo estaba alojado en casa de este obrero
metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el
departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana
entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y
hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de
inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo
comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un
kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.
Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las
dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi siguiente mesada.
Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de cigarrillos que
apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los peores y mejores
cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los más oportunos. El
tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado artesanal, tosco y
execrable a la vista, pero qué importaba, ellos me permitieron capear el
temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se debe en
gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la afrenta que
recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.
Este servicio se lo pagué con creces, lo que me
obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el
cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a
mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de
manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para
sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una
ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado
aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de
que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una
pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí
al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que
era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con
llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y
le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme.
Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto
piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque
la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no
podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un
fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas
manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré
a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo
y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró,
apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era
un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de
agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al
punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco
rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber
evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor
del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en
el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al
baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer
el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau
Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida
salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un
incendio y de una inundación.
En muchas ocasiones —es tiempo de decirlo— traté de
luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más
daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito,
palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me
forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables
gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo
y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más
inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano
algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí
boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo
de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé
agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de
que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o
menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el
temple de mi carácter. Conocía gente —poca es cierto y que siempre me inspiró
desconfianza— que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había
conseguido.
Solo una vez tomé una determinación semejante. Me
encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de
reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada
ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su
aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes,
casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y
estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al
mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana.
Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo,
podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había
adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las
llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y
fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí
repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para
respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la
cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó:
el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di
cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando
al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.
Era necesario tomar una decisión radical. Pero no
solo tomarla —no fumar más— sino consagrarla con un acto simbólico que sellara
su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de
Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca
más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente
en mi cama y me quedé al instante dormido.
Pasada la medianoche me desperté, recordé mi
determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino
físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en
líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida
longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y
prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a
medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba
para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda
concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese
momento era encender un cigarrillo.
Durante una hora al menos luché contra este
llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir,
levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y
vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del
hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora
no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de
todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de
maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo
por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi
deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que
había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más
abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni
siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de
tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi
encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un
pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo
espléndido de Huamanga.
Este percance fue un anuncio que no supe escuchar
ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y
ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas,
hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde
pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista,
sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había
adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que
las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba
asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro?
Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví
invencible en este juego, que impuse entre mis colegas dela Agencia
France—Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no
solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas
sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo
verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche,
eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en
sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de
todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me
pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para
fumar.
Fue precisamente durante la era del Marlboro y de
mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer una
relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo que me ocurrió.
Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir, con gran alarma de
mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo).
Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba
evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de estridente sirena me
llevó al hospital en estado comatoso y gracias a transfusiones de sangre
masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo en detalles para no caer
en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de
tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa —aparte de medicinas
y régimen alimenticio— de no fumar más.
¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con
qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado
nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de rabiosos
fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de cajetillas de Marlboro
vacías. M—a—r—l—b—o—r—o. Mi juego gramatical se enriqueció: broma, robar, rabo,
ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia, pero así como nuevas palabras
encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al
hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos
horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en cierta forma en mi
medio normal de locomoción. El doctor Dupont me devolvía siempre a casa
reencauchado, después de jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a
la próxima renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones.
Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es que a la cuarta o
quinta entrada al hospital, me di cuenta de que para fumar no era necesario que
me dieran de alta: bastaba sobornar a una enfermera menor para que me comprara
un paquete. De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc.
Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o tres veces al
día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le daba varias pitadas
frenéticas y pasaba sus restos por el water—closet.
Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar
por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue una
visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor Dupont, por
buen especialista que fuese, ocupaba sólo un rango intermedio entre los
gastroenterólogos del local. En la cúspide se encontraba el patrón doctor
Bismuto, que había llegado a esa situación posiblemente gracias a su apellido
profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente
importantes. Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el
buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita. Me la anunció
con gran solemnidad y minutos antes de la hora prevista vino una enfermera
mayor para verificar que todo estuviera en orden. Poco después la puerta se
entreabrió y en fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y
canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se quitaba un
cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su zapato y guardaba la colilla
en el bolsillo de su mandil. Creí que estaba soñando. Pero cuando el mandarín
se acercó a mi cama, rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en
sus bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la marca infamante
del fumador.
¿Qué tipo de recompensa obtenía del cigarrillo para
haber sucumbido a su imperio y haberme convertido en un siervo rampante de sus
caprichos? Se trataba sin duda de un vicio, si entendemos por vicio un acto
repetitivo, progresivo y pernicioso que nos produce placer. Pero examinando el
asunto de más cerca me daba cuenta de que el placer estaba excluido del fumar.
Me refiero a un placer sensorial, ligado a un sentido particular, como el
placer de la gula o la lujuria. Quizás en mis primeros años de fumador sentí un
agradable sabor o aroma en el tabaco, pero con el tiempo esta sensación se
había mellado y podría decir incluso que fumar me era desagradable, pues me
dejaba amarga la boca, ardiente la garganta y ácido el estómago. Si placer
había, me dije, debía ser mental, como el que se obtiene del alcohol o de
drogas como el opio, la cocaína o la morfina. Pero tampoco era el caso, pues el
fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni estados de éxtasis, ni visiones
sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la fatiga. ¿Qué me daba el tabaco
entonces, a falta de placeres, sensoriales o espirituales? Quizás placeres más
difusos y sutiles, difíciles de localizar, definir y mensurar, ligados a los
efectos de la nicotina en nuestro organismo: serenidad, concentración, sociabilidad,
adaptación a nuestro medio. Podía decir en consecuencia que fumaba porque
necesitaba de la nicotina para sentirme anímicamente bien. Pero si lo que
necesitaba era la nicotina contenida en el cigarrillo, ¿por qué diablos no
recurría a los puros o al tabaco de pipa que tenía a mano cuando carecía de
cigarrillos? Y eso nunca lo hice, ni en mis peores momentos, pues lo que
necesitaba era ese fino, largo y cilíndrico objeto cuyo envoltorio de papel
contenía hebras de tabaco. Era el objeto en sí el que me subyugaba, el
cigarrillo, su forma tanto como su contenido, su manipulación, su inserción en
la red de mis gestos, ocupaciones y costumbres cotidianas.
Esta reflexión me llevó a considerar que el
cigarrillo, aparte de una droga, era para mí un hábito y un rito. Como todo
hábito se había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de ella, de modo
que quitármelo equivalía a una mutilación; y como todo rito estaba sometido a
la observación de un protocolo riguroso, sancionado por la ejecución de actos precisos
y el empleo de objetos de culto irremplazables. Podía así llegar a la
conclusión de que fumar era un vicio que me procuraba, a falta de placer
sensorial, un sentimiento de calma y de bienestar difuso, fruto de la nicotina
que contenía el tabaco y que se manifestaba en mi comportamiento social
mediante actos rituales. Todo esto está muy bien, me dije, era coherente y
hasta bonito, pero no me satisfacía, pues no explicaba por qué fumaba cuando
estaba solo y no tenía nada que pensar, ni nada que decir, ni nada que
escribir, ni nada que ocultar, ni nada que aparentar, ni nada que representar.
La tiranía del cigarrillo debía tener en consecuencia causas más profundas,
probablemente subconscientes. Lejos de mí, sin embargo, el ampararme en Freud,
no tanto por él sino por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos,
anos y Edipos por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la adicción al
cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o
por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas
idioteces comprendí por qué Nabokov —exagerando, sin duda— se refería a Freud
como al “charlatán de Viena”.
No me quedó más remedio que inventar mi propia
teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad.
Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la
naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están
vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el
aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo
acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la
gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues
caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con
el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro
elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos
hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y
este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el
fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y
nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en
que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a
este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los
cuatro elementos originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos
la sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y,
en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque
encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y
descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo.
El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una
forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De
ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una
abjuración.
El cuchillo del doctor Dupont fue mi espada de
Damocles, con la diferencia de que a mí sí me cayó. Eso ocurrió años más tarde,
cuando el Marlboro y su estúpido juego de palabras —bar, lar, loma, ralo, rabo,
etc.— había sido remplazado por el Dunhill en su lindo estuche burdeos con
guardilla dorada. Me encontraba entonces en Cannes siguiendo un nuevo
tratamiento para librarme del tabaco, luego de una última estada en el
hospital. Dupont había decretado distracción, deportes y reposo, receta que mi
mujer, convertida en la más celosa guardiana de mi salud y extirpadora de mi
vicio, se encargó de aplicar y controlar escrupulosamente. Ocupaba mis jornadas
en jogging matinal, baños de sol y de mar, larga siesta, remo en bote de goma y
bicicleta crepuscular. Ello alternado con comidas sanas y actividades
espirituales pero de bajo perfil, como hacer solitarios, leer novelas de
espionaje y ver folletones de televisión. Este calendario no dejaba ninguna
fisura por donde pudiese colar un cigarrillo, tanto más cuanto que mi mujer no
me abandonaba ni a sol ni a sombra. Al mes estaba tostado, fornido, saludable y
diría hasta hermoso. Pero en el fondo, pero en el fondo, me sentía
insatisfecho, desasosegado, por momentos increíblemente triste. De nada me servía
percibir mejor la pureza del aire marino, el aroma de las flores y el sabor de
las comidas, si era la existencia misma la que se había vuelto para mí
insípida.
Un día no pude más. Convencí a mi mujer de que en
adelante iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para aprovechar más
los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el trayecto compré un
paquete de Dunhill y como era arriesgado conservarlo conmigo o esconderlo en
casa encontré en la playa un rincón apartado, donde hice un hueco, lo guardé,
lo cubrí con arena y dejé encima como seña una piedra ovalada. Es así que muy
de mañana partía de casa a paso gimnástico, ante la mirada asombrada de mi
mujer que me observaba desde el balcón orgullosa de mis disposiciones
atléticas, sin sospechar que el objetivo de esa carrera no era mejorar mi forma
ni batir ningún récord sino llegar cuanto antes al hueco en la arena.
Desenterraba mi paquete y fumaba un par de pitillos, lenta, concentrada y hasta
angustiosamente, pues sabía que serían los únicos del día. Esta estratagema, lo
reconozco, pudo servir mis gustos y halagar mi ingenio, pero me rebajó ante mi
propia consideración, ya que tenía conciencia de estar violando mis promesas y
traicionando la confianza de mi mujer. Aparte de que mi plan no estuvo exento
de imprevistos, como esa mañana que llegué a mi reducto y no encontré la piedra
ovalada. El empleado que se encargaba de rastrillar y limpiar la playa había
sido remplazado por otro más diligente, que no dejó un solo pedruzco en la
arena. Por más que escarbé por un lado y otro no di con mi cajetilla. Decidí
entonces comprar cinco paquetes y hacer cinco huecos y poner cinco señas y
dejar cinco probabilidades abiertas a mi pasión.
Si uno quisiera contar prolijamente las cosas no
terminaría nunca de hacerlo. Todo debe tener un fin. Es por ello que me
propongo concluir esta confesión.
Aquí entramos a la parte más dramática del asunto,
con la reaparición del doctor Dupont, sus sondas y sermones y sobre todo su
premonitorio cuchillo. Mal que bien, a pesar de mis dolencias y problemas
ligados al abuso del tabaco, llegué a convivir con ellos y a tirar para
adelante, como se dice, tirando de paso pitada sobre pitada. Hasta que fui
víctima de una molestia que nunca había conocido: la comida se me quedaba
atracada en la garganta y no podía pasar un bocado. Esto se volvió tan
frecuente que fui a ver al doctor Dupont no en ambulancia esta vez, para
variar. Dupont se alarmó muchísimo, me guardó en el hospital para someterme a
nuevos y complicados exámenes y a los pocos días, sin explicaciones claras,
rodaba en una camilla rumbo a la sala de operaciones. Me desperté siete horas
más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas
y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte
del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago.
Prefiero no recordar las semanas que pasé en el
hospital alimentado por la vena y luego por la boca con papillas que me daban
en cucharitas. Ni tampoco mi segunda operación, pues Dupont se había olvidado
al parecer de cortar algo y me abrió nuevamente por la misma vía, aprovechando
que el dibujo en mi piel estaba ya trazado. Pero algo sí debo decir del
establecimiento donde me enviaron a convalecer, convertido en un guiñapo
humano, luego de tan rudas intervenciones.
Se llamaba “Clínica dietética y de recuperación
pos—operatoria” y quedaba en las afueras de París, en medio de un extenso y
hermosísimo parque. Sus habitaciones eran muy amplias y disponían de baño
propio, terraza, televisión y teléfono. A ella iban a parar los que habían
sufrido graves operaciones de las vías digestivas para que reaprendieran a
comer, digerir y asimilar, hasta recobrar la musculatura y el peso perdidos.
Las dos primeras semanas las pasé sin poder levantarme de la cama. Me seguía
alimentando con líquidos y mazamorras y diariamente venía un fornido terapeuta
que me masajeaba las piernas, me hacía levantar con los brazos pequeñas barras
y con la respiración cojines de arena cada vez más pesados que me colocaban en
el tórax. Gracias a ello pude al fin ponerme de pie y dar algunos pasos por el
cuarto, hasta que un día la enfermera jefa me anunció que ya estaba en
condiciones de someterme al control cotidiano.
De qué control se trataba lo supe al día siguiente,
cuando vinieron a buscarme antes del desayuno. Fue la primera salida de mi
habitación y mi primer contacto con los demás pensionistas de la clínica.
¡Espantosa visión! Me encontré con una legión de seres extenuados, tristes y
macilentos, en pijama y zapatillas como yo, que hacían cola ante una balanza
romana. Una enfermera los pesaba y otra anotaba el resultado en un grueso
registro. Luego se arrastraban penosamente por los pasillos y desaparecían en
sus habitaciones por el resto del día.
Al horror siguió la reflexión: ¿a dónde diablos
había ido a parar? ¿Qué disimulaba ese remedo de albergue campestre poblado de
espectros? En las próximas sesiones creí vislumbrar la realidad. Ello no podía
ser una clínica, sino la antesala de lo irreparable. A ese lugar enviaban a los
desechados de la ciencia para que, entre árboles y flores, vivieran sus
postrimerías en un decorado de vacaciones. La pesada era solamente el último
test que permitía verificar si cabía aún la posibilidad de un milagro. Enfermo
que aumentaba de peso era aquel que, entre cien, mil o más tenía la esperanza
de salir viviente de allí.
Esta sospecha la comprobé cuando dos vecinos de
corredor dejaron de asistir a la pesada y luego me enteré, por una conversación
entre enfermeras, de que se habían “dulcemente extinguido”. Ello redobló mi
zozobra, lo que me impidió comer y en consecuencia aumentar de peso. Los platos
que me traían, insípidos y cremosos, los pasaba por el W.C. o los envolvía en
kleenex que echaba a la papelera. Mi mujer y algunos fieles amigos me visitaban
en las tardes y hacían lo indecible, con un temple admirable, para no mostrarse
alarmados. Pero algunos gestos los traicionaron. Mi mujer me trajo un finísimo
pijama de seda, lo que interpreté por un razonamiento tortuoso como “Si te
tienes que morir que sea al menos en un pijama Pierre Cardin”. Algunos amigos
insistieron en tomarme fotos, dándome cuenta entonces de que se trataba de
fotos póstumas, las que no alcanzaría a ver pegadas en ningún álbum de familia.
Me estaba pues muriendo o más bien “dulcemente
extinguiendo”, como dirían las enfermeras. Cada día perdía unos gramos más de
peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza. El jefe de la
clínica vino a verme y ordenó, como última medida, que me alimentaran a la
fuerza. Me metieron una sonda de caucho por la nariz y a través de la sonda,
con un enorme émbolo, me disparaban alimentos molidos al estómago. La sonda
tenía que conservarla en forma permanente, su extremo visible pegado en la
frente con un esparadrapo. Era algo tan horrible que a los dos días la arranqué
y la tiré por los suelos. El jefe de la clínica regresó para sermonearme y como
me resistí a que me la volvieran a poner se retiró despechado, diciéndome antes
de salir: “Me importa un bledo. Pero de aquí no sale hasta que no aumente de
peso. Usted asume toda la responsabilidad”.
A ese imbécil no lo volví a ver más, pero a quienes
vi fue a unos seres hirsutos, sucios y descamisados que fueron surgiendo detrás
de los arbustos que divisaba desde mi cama, a través de los amplios ventanales.
Tras esos arbustos estaban edificando un nuevo pabellón y como ya habían
levantado el primer piso, los obreros y sus trabajos eran visibles desde mi
cuarto. Por su piel cetrina deduje que venían de lugares cálidos y pobres,
Andalucía, sur del Portugal, África del Norte. Lo que primero me sorprendió fue
la celeridad y la variedad de sus movimientos. Aparecían y desaparecían
subiendo ladrillos, bolsas de cemento, cubos con agua, instrumentos de
albañilería, en un ir y venir continuo, que no conocía tropiezos ni
improvisaciones. Imaginé el esfuerzo que hacían y por una especie de
sustitución mental me sentí terriblemente fatigado, al punto que corrí las
persianas de la ventana. Pero a mediodía volví a abrirlas y comprobé que esos
hombres, que yo suponía doblegados por el cansancio, estaban sentados en
círculo sobre el techo, reían, se interpelaban, se comunicaban con amplios
gestos. Era la pausa del almuerzo y de portaviandas y bolsas de plástico habían
sacado alimentos que engullían con avidez y botellas de vino que bebían al
pico. Esos hombres eran aparentemente felices. Y lo eran al menos por una
razón: porque ellos encarnaban el mundo de los sanos, mientras que nosotros el
mundo de los enfermos. Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia,
y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras,
recluido como estaba entre los moribundos, mientras que esos hombres simples e
iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus
placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al término de su yantar,
los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y encender sus cigarrillos
de sobremesa.
Esa visión me salvó. Fue a partir de ese momento
que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad
para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba otra
cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego ni
ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de las
recompensas de un hombre corriente pero sano. Para ello me era imperioso vencer
la prueba de la balanza, pero como me era imposible comer en ese lugar y esa
comida, recurrí a una estratagema. Cada mañana, antes de la pesada, metía en
los bolsillos de mi pijama algunas monedas de un franco. Progresivamente fui
añadiendo monedas de cinco francos, las más grandes y pesadas, que cambiaba al
repartidor de periódicos. Logré así aumentar algunos cientos de gramos, lo que
no era aún suficiente ni probatorio. Le pedí entonces a mi mujer que me trajera
de casa un juego completo de cubiertos, alegando que con ellos podría tal vez
alimentarme mejor que con los toscos cubiertos de la clínica. Eran los sólidos
y caros cubiertos de plata que mi mujer adquirió en un momento de delirio, a
pesar de mi oposición y que ahora, desviándose de su destino, se volvían
realmente preciosos. Como no podía disimularlos en mis bolsillos, los fui
colocando en mis calcetines, empezando por la cucharita de café hasta llegar a
la cuchara de sopa. A la semana había aumentado dos kilos y más todavía cuando
cosí a mis calzoncillos los cubiertos de pescado. Las enfermeras estaban
asombradas por esa recuperación que no iba con mi apariencia. Un galeno me
visitó, revisó mis boletines de peso, me examinó e interrogó y días más tarde
la dirección me extendió la autorización de partida. Horas antes de que mi
mujer viniera a buscarme en un taxi, estaba ya de pie, vestido, mirando una vez
más por la ventana a los albañiles que ágiles, ingrávidos, aéreos y diría
angelicales terminaban de levantar el segundo piso de ese nuevo pabellón de los
desahuciados.
Demás está decir que a la semana de salir de la
clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito; al mes bebía una copa
de tinto en las comidas; y poco más tarde, al celebrar mi cuadragésimo
aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de mi mujer y el
indulgente aplauso de mis amigos. A ese cigarrillo siguieron otros y otros y
otros, hasta el que ahora fumo, quince años después, mientras me esfuerzo por
concluir esta historia, instalado en la terraza de una casita de vía Tragara,
contemplando a mis pies la ensenada de Marina Picola, protegida por el
escarpado monte Solaro. Hace veinte siglos el emperador Augusto estableció aquí
su residencia de verano y Tiberio vivió diez años y construyó diez palacios. Es
cierto que ambos no fumaban, de modo que no tienen nada que ver con el tema,
pero quien sí fumó fue el Vesubio y con tanta pasión que su humo y cenizas
cubrieron las viñas y viviendas de la isla y Capri entró en un largo período de
decadencia.
Enciendo otro cigarrillo y me digo que ya es hora
de poner punto final a este relato, cuya escritura me ha costado tantas horas
de trabajo y tantos cigarrillos. No es mi intención sacar de él conclusión ni
moraleja. Que se le tome como un elogio o una diatriba contra el tabaco, me da
igual. No soy moralista ni tampoco un desmoralizador, como a Flaubert le
gustaba llamarse. Y ahora que recuerdo, Flaubert fue un fumador tenaz, al punto
que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo. Como lo fue Gorki, quien
vivió además en esta isla. Y como lo fue Hemingway, que si bien no estuvo aquí
residió en una isla del Caribe. Entre escritores y fumadores hay un estrecho vínculo,
como lo dije al comienzo, pero ¿no habrá otro entre fumadores e islas? Renuncio
a esta nueva digresión, por virgen que sea la isla a la que me lleve. Veo
además con aprensión que no me queda sino un cigarrillo, de modo que le digo
adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco.
Julio Ramón Ribeyro Zúñiga. (Barranco, Lima, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994).Escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. Es una figura destacada de la Generación del 50 de su país, a la que también pertenecen narradores como Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains Martin y Carlos Eduardo Zavaleta. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, holandés y polaco. Aunque el mayor volumen de su obra lo constituye su cuentística, también destacó en otros géneros: novela, ensayo, teatro, diario y aforismo. En el año de 1994 (antes de su defunción) ganó el reconocido Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.Nació en Lima, el 31 de agosto de 1929. Hijo de Julio Ramon Ribeyro
Bonello y Mercedes Zúñiga Rabines, fue el primero de cuatro hermanos
(dos varones y dos mujeres). Su familia era de clase media, pero en
generaciones anteriores había pertenecido a la clase alta, pues entre
sus ancestros se contaban personajes ilustres de la cultura y la
política peruana, de tendencia conservadora y civilista.1 En su niñez vivió en Santa Beatriz, un barrio de clase media limeño y luego se mudó a Miraflores, residiendo en el barrio de Santa Cruz, aledaño a la huaca Pucllana. Su educación escolar la recibió en el Colegio Champagnat de Miraflores. La muerte de su padre lo afectó mucho y complicó la situación económica de su familia.
Posteriormente, estudió Letras y Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre los años 1946 y 1952, donde coincidió con Pablo Macera, Alberto Escobar y Luis Felipe Angell "Sofocleto", entre otros jóvenes con intereses intelectuales y artísticos. Inició su carrera como escritor con el cuento La vida gris que publicó en la revista Correo Bolivariano, en 1948. En 1952 ganó una beca de periodismo otorgado por el Instituto de Cultura Hispánica, que le permitió viajar a España.
Viajó en barco a Barcelona y de ahí pasó a Madrid, donde permaneció un año e hizo estudios en la Universidad Complutense de dicha ciudad. También escribió algunos cuentos y artículos.
Al culminarse su beca en 1953, viajó a París para preparar una tesis sobre literatura francesa en la Universidad La Sorbona. Por entonces escribió su primer libro Los gallinazos sin plumas, una colección de cuentos de temática urbana, considerado como uno de sus más logrados escritos narrativos. Pero abandonó los estudios y permaneció en Europa realizando trabajos eventuales, alternando su estancia en Francia con breves temporadas en Alemania y Bélgica. Fue así que entre 1954 y 1956 estuvo en Múnich, donde escribió su primera novela, Crónica de San Gabriel. Regresó a París y luego viajó a Amberes en 1957, donde trabajó en una fábrica de productos fotográficos. En 1958, regresó a Alemania y permaneció un tiempo en Berlín, Hamburgo y Fráncfort del Meno. Durante su estadía europea tuvo que realizar muchos oficios para sobrevivir, como reciclador de periódicos, conserje, cargador de bultos en el metro, vendedor de productos de imprenta, etc.
Regresó a Lima en 1958. Trabajó como profesor en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, a cuya solicitud se dedicó a la creación de un Instituto de Cultura Popular, en 1959. En 1960 publicó su novela Crónica de San Gabriel, que le hizo merecedor del Premio Nacional de Novela de ese año.
En 1961, volvió a París, donde trabajó como periodista durante diez años, en la Agencia France Press. Asimismo, fue agregado cultural en la embajada peruana en París, desempeñando igualmente como consultor cultural y embajador del Perú ante la Unesco.
Se casó con Alida Cordero y tuvieron un único hijo. En 1973, se operó por primera vez de un cáncer pulmonar, provocado por su adicción al cigarrillo, y a raíz de lo cual recibió un largo tratamiento. Inspirado en esta experiencia, escribió un libro titulado "Sólo para fumadores".
En 1983, recibió el Premio Nacional de Literatura, y diez años después, el Nacional de Cultura.
Generoso con sus amigos y con escritores jóvenes, Ribeyro nunca tuvo enemigos y fue siempre muy valorado por sus contemporáneos. Luego de ser confirmado como embajador ante Unesco a finales de los años 1980, tuvo un intercambio verbal muy áspero con su compatriota y amigo Mario Vargas Llosa, a raíz de la discusión desatada en el Perú en torno a la proyectada estatización de la banca del primer gobierno de Alan García, que dividió a la opinión pública del país. Ribeyro criticó a Mario que apoyara a los sectores conservadores de su país, oponiéndose así, según él, a la irrupción de las clases populares. Vargas Llosa no dejó pasar la oportunidad de responderle en sus memorias El pez en el agua (1993), señalándole su falta de coherencia, que lo llevaba a mostrarse servil con cada gobierno de turno solo con el fin subalterno de mantener su cargo diplomático en la Unesco.2 Sin embargo, al margen de este episodio penoso, Vargas Llosa ha alabado incesantemente la obra literaria de Ribeyro, a quien considera como uno de los grandes narradores de habla hispana. La relación entre ambos autores, que compartieron piso en París, fue por lo demás compleja y llena de misterios.3
Sus últimos años los pasó viajando entre Europa y el Perú. En el último año de su vida había decidido radicar definitivamente en su patria en Perú. Murió el 4 de diciembre de 1994, días después de obtener el Premio de Literatura Juan Rulfo.
El conjunto de sus cuentos se halla reunido en el libro La palabra del mudo, que fue ampliando a lo largo de su carrera y suma cuatro volúmenes. Entre sus cuentos más célebres figuran "Los gallinazos sin plumas", "Al pie del acantilado", "Alienación", "El doblaje" y "Silvio en El Rosedal".
Con sus obras, aparecidas a partir de la década de 1950, el Realismo Urbano llega a su desarrollo pleno en el Perú, y se abre camino para las obras de los autores del boom latinoamericano como Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Ribeyro, sin embargo, prefirió vivir alejado del denominado Boom.
Narrados con un estilo sencillo e irónico, los personajes de sus historias, frecuentemente, pertenecientes a la clase media establecida o la clase baja ascendente, se encuentran ante situaciones de quiebre y fracaso, usualmente ante pequeñas tragedias personales o cotidianas que se articulan con los discursos en constante pugna: el racismo, los rezagos de una Lima colonial anquilosada, la migración campo-ciudad; así como sentimientos personales como la soledad y el fracaso. Cuentos. 1955 Los gallinazos sin plumas. 1958 Cuentos de circunstancias. 1964 Las botellas y los hombres. 1964 Tres historias sublevantes. 1972 Los cautivos. 1972 El próximo mes me nivelo. 1974 La palabra del mudo Compilación de sus cuentos completos. Existen varias ediciones.. 1977 Silvio en El Rosedal. 1977 El carrusel.1977 Alienación. 1987 Sólo para fumadores. 1992 Relatos santacrucinos. Novelas. 1960 Crónica de San Gabriel Premio Nacional de Novela del mismo año. 1965 Los geniecillos dominicales Premio de Novela del diario Expreso.1976 Cambio de guardia. Teatro. 1975 Santiago, el Pajarero Obra de teatro basada en Santiago el Volador, parte de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma. 1981 Atusparia. Otros géneros. 1975 La caza sutil (Ensayos).1975 Prosas apátridas (Sin clasificación). 1989 Dichos de Luder (Sin clasificación).1992-1995 La tentación del fracaso (Diarios).1996-1998 Cartas a Juan Antonio (Correspondencia). Premios. Premio Nacional de Novela (1960). Premio de Novela del Diario Expreso (1963). Premio Nacional de Literatura (1983). Premio Nacional de Cultura (1993).Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1994).
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:estoespurocuento.wordpress.com. Foto:Archivo.
Posteriormente, estudió Letras y Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre los años 1946 y 1952, donde coincidió con Pablo Macera, Alberto Escobar y Luis Felipe Angell "Sofocleto", entre otros jóvenes con intereses intelectuales y artísticos. Inició su carrera como escritor con el cuento La vida gris que publicó en la revista Correo Bolivariano, en 1948. En 1952 ganó una beca de periodismo otorgado por el Instituto de Cultura Hispánica, que le permitió viajar a España.
Viajó en barco a Barcelona y de ahí pasó a Madrid, donde permaneció un año e hizo estudios en la Universidad Complutense de dicha ciudad. También escribió algunos cuentos y artículos.
Al culminarse su beca en 1953, viajó a París para preparar una tesis sobre literatura francesa en la Universidad La Sorbona. Por entonces escribió su primer libro Los gallinazos sin plumas, una colección de cuentos de temática urbana, considerado como uno de sus más logrados escritos narrativos. Pero abandonó los estudios y permaneció en Europa realizando trabajos eventuales, alternando su estancia en Francia con breves temporadas en Alemania y Bélgica. Fue así que entre 1954 y 1956 estuvo en Múnich, donde escribió su primera novela, Crónica de San Gabriel. Regresó a París y luego viajó a Amberes en 1957, donde trabajó en una fábrica de productos fotográficos. En 1958, regresó a Alemania y permaneció un tiempo en Berlín, Hamburgo y Fráncfort del Meno. Durante su estadía europea tuvo que realizar muchos oficios para sobrevivir, como reciclador de periódicos, conserje, cargador de bultos en el metro, vendedor de productos de imprenta, etc.
Regresó a Lima en 1958. Trabajó como profesor en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, a cuya solicitud se dedicó a la creación de un Instituto de Cultura Popular, en 1959. En 1960 publicó su novela Crónica de San Gabriel, que le hizo merecedor del Premio Nacional de Novela de ese año.
En 1961, volvió a París, donde trabajó como periodista durante diez años, en la Agencia France Press. Asimismo, fue agregado cultural en la embajada peruana en París, desempeñando igualmente como consultor cultural y embajador del Perú ante la Unesco.
Se casó con Alida Cordero y tuvieron un único hijo. En 1973, se operó por primera vez de un cáncer pulmonar, provocado por su adicción al cigarrillo, y a raíz de lo cual recibió un largo tratamiento. Inspirado en esta experiencia, escribió un libro titulado "Sólo para fumadores".
En 1983, recibió el Premio Nacional de Literatura, y diez años después, el Nacional de Cultura.
Generoso con sus amigos y con escritores jóvenes, Ribeyro nunca tuvo enemigos y fue siempre muy valorado por sus contemporáneos. Luego de ser confirmado como embajador ante Unesco a finales de los años 1980, tuvo un intercambio verbal muy áspero con su compatriota y amigo Mario Vargas Llosa, a raíz de la discusión desatada en el Perú en torno a la proyectada estatización de la banca del primer gobierno de Alan García, que dividió a la opinión pública del país. Ribeyro criticó a Mario que apoyara a los sectores conservadores de su país, oponiéndose así, según él, a la irrupción de las clases populares. Vargas Llosa no dejó pasar la oportunidad de responderle en sus memorias El pez en el agua (1993), señalándole su falta de coherencia, que lo llevaba a mostrarse servil con cada gobierno de turno solo con el fin subalterno de mantener su cargo diplomático en la Unesco.2 Sin embargo, al margen de este episodio penoso, Vargas Llosa ha alabado incesantemente la obra literaria de Ribeyro, a quien considera como uno de los grandes narradores de habla hispana. La relación entre ambos autores, que compartieron piso en París, fue por lo demás compleja y llena de misterios.3
Sus últimos años los pasó viajando entre Europa y el Perú. En el último año de su vida había decidido radicar definitivamente en su patria en Perú. Murió el 4 de diciembre de 1994, días después de obtener el Premio de Literatura Juan Rulfo.
El conjunto de sus cuentos se halla reunido en el libro La palabra del mudo, que fue ampliando a lo largo de su carrera y suma cuatro volúmenes. Entre sus cuentos más célebres figuran "Los gallinazos sin plumas", "Al pie del acantilado", "Alienación", "El doblaje" y "Silvio en El Rosedal".
Con sus obras, aparecidas a partir de la década de 1950, el Realismo Urbano llega a su desarrollo pleno en el Perú, y se abre camino para las obras de los autores del boom latinoamericano como Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Ribeyro, sin embargo, prefirió vivir alejado del denominado Boom.
Narrados con un estilo sencillo e irónico, los personajes de sus historias, frecuentemente, pertenecientes a la clase media establecida o la clase baja ascendente, se encuentran ante situaciones de quiebre y fracaso, usualmente ante pequeñas tragedias personales o cotidianas que se articulan con los discursos en constante pugna: el racismo, los rezagos de una Lima colonial anquilosada, la migración campo-ciudad; así como sentimientos personales como la soledad y el fracaso. Cuentos. 1955 Los gallinazos sin plumas. 1958 Cuentos de circunstancias. 1964 Las botellas y los hombres. 1964 Tres historias sublevantes. 1972 Los cautivos. 1972 El próximo mes me nivelo. 1974 La palabra del mudo Compilación de sus cuentos completos. Existen varias ediciones.. 1977 Silvio en El Rosedal. 1977 El carrusel.1977 Alienación. 1987 Sólo para fumadores. 1992 Relatos santacrucinos. Novelas. 1960 Crónica de San Gabriel Premio Nacional de Novela del mismo año. 1965 Los geniecillos dominicales Premio de Novela del diario Expreso.1976 Cambio de guardia. Teatro. 1975 Santiago, el Pajarero Obra de teatro basada en Santiago el Volador, parte de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma. 1981 Atusparia. Otros géneros. 1975 La caza sutil (Ensayos).1975 Prosas apátridas (Sin clasificación). 1989 Dichos de Luder (Sin clasificación).1992-1995 La tentación del fracaso (Diarios).1996-1998 Cartas a Juan Antonio (Correspondencia). Premios. Premio Nacional de Novela (1960). Premio de Novela del Diario Expreso (1963). Premio Nacional de Literatura (1983). Premio Nacional de Cultura (1993).Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1994).
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:estoespurocuento.wordpress.com. Foto:Archivo.
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