La escritora estadounidense de origen indio publica su cuarto libro: La hondonada. Se trata de una aclamada novela sobre la familia y los laberintos de la identidad. Lahiri confirma su prestigio tras los relatos de Tierra desacostumbrada
La escritora Jhumpa Lahiri. /elpais.com |
A sus 46 años, con una sólida y aclamada obra literaria, Jhumpa Lahiri
(Londres, 1967) asegura no leer jamás lo que se escribe sobre ella,
limita sus apariciones en público e intenta viajar siempre con su
familia. La severa melancolía que desprende esta hermosa mujer de ojos
verdes solo se suaviza cuando habla de sus dos hijos o de Roma, la
ciudad donde ahora vive. Hija de universitarios de Calcuta, Lahiri llegó
a Estados Unidos cuando tenía dos años. Aunque las primeras palabras
que escuchó y las primeras que dijo fueron en bengalí, aprendió a leer
en inglés. Atrapada entre el deseo de no dar la espalda al mundo de sus
padres y el anhelo de sentirse una más en Estados Unidos, Lahiri creció
con la desazón de sentirse o una traidora o una intrusa. El desarraigo,
la búsqueda de identidad y la soledad son el trasfondo de su obra, que
ha convertido en best-seller las experiencias de la primera y segunda generación de bengalíes en EEUU. Con los relatos de su primer libro, Intérprete de emociones
(1999), obtuvo el premio Pulitzer, la más alta distinción americana a
una obra en inglés. Pero cuando nació su primer hijo, le habló en
bengalí. El cerebro de Lahiri podía ser estadounidense; su corazón era
indio. De la punzante conciencia de no pertenecer a ningún lugar
nacieron sus siguientes libros: El buen nombre (2003), Tierra desacostumbrada (2008) y su última novela, La hondonada (Salamandra).
Antes de viajar a Calcuta para presentar la edición en bengalí de La hondonada, Lahiri acudió al Festival del Libro de Jaipur. En el jardín del hotel, atenta a los juegos de sus hijos, habló de su novela, nominada al Man Booker y al National Book Award en Estados Unidos, de su relación con el inglés y también de su amor por Roma.
La hondonada se inicia en Calcuta en los años sesenta, cuando nace el movimiento clandestino naxalista, de inspiración maoísta. Narra la historia de dos hermanos inseparables hasta que la política irrumpe de forma dramática en sus vidas. ¿Cómo surgió la idea?
La semilla fue un suceso que ocurrió muy
cerca de la casa donde creció mi padre y donde yo pasé mucho tiempo
cuando era niña. Dos hermanos, estudiantes y militantes naxalitas,
fueron ejecutados por los paramilitares delante de sus padres. Con esa
imagen empecé a trabajar. Me interesaba además el movimiento naxalita,
del que apenas sabía nada. Por primera vez incorporé la realidad - el
lugar, la época y el suceso- a la ficción.
En La hondonada, la turbulenta realidad política se convierte en el trasfondo de una historia personal no menos turbulenta. La relación entre los dos hermanos, Subhash y Udayan, tiene ecos bíblicos, con esa mezcla de tragedia y amor que marcará sus vidas y las de sus hijos.
Decidí que muriera solo Udayan para ver cómo su ausencia afectaba a Subhash, cómo el destino de uno marcaba el del otro. Relaciones así aparecen en la Biblia, pero también en la mitología hindú, en la griega, en la romana: Cástor y Pólux, Rómulo y Remo… Las religiones y los mitos comparten historias parecidas. Primero pensé en los hermanos y luego surgió Gauri, la esposa que comparten.
La novela habla de la identidad y del coste que
supone independizarse de un país y de la familia, como les sucede a
Shubhash y también a Gauri. Todos mis personajes navegan en la tensión
entre pertenecer y no pertenecer. Eso conforma, diluye o complica la
propia identidad. Es un tema muy importante para mí. Mi deseo de
escribir nació del anhelo de poseer algo, de llamar mío algo. Crecí con
cierto sentimiento de vacío, quería pertenecer a algún lugar: al país
del que venían mis padres o a América. La lengua era lo único que podía
controlar.
¿Sentía nostalgia de India? Esa nostalgia que recorre La hondonada desde la cita inicial: “Déjame regresar a mi pueblo natal, sepultado en la hierba como en un mar caliente y denso”.
Nunca he vivido en India, aunque vengo a menudo. Para mí, India son mis padres. Ellos mantenían vivas las raíces en el día a día. Crecí en Rhode Island, pero en mi casa se comía otra comida, se vestía otra ropa, se escuchaba otra música, se celebraban otras fiestas. En los años setenta y en aquel entorno, ser diferente no era cool. Pasábamos las vacaciones en Calcuta y, cuando regresaba al colegio, nadie, ni siquiera el profesor, me preguntaba nada. Más bien me miraban con compasión porque pensaban que India era un sitio terrible. Pero en Calcuta, aunque siempre me he sentido muy querida, también era diferente. Eso me creó mucha inseguridad, tenía la sensación de no estar a la altura de las expectativas de los demás: ni de mis padres inmigrantes, ni de mis parientes indios, ni de mis compañeros americanos, ni, sobre todo, de mí misma. Durante gran parte de mi vida quise ser otra: alguien normal y corriente. Parecerme a los demás, comportarme como ellos. Cuando me convertí en escritora, mi mesa se convirtió en mi hogar; ya no necesité otro.
No, esos dos idiomas hacen referencia a dos
aspectos de mí completamente separados. Mi lengua madre es el bengalí,
era lo que hablaba y oía en casa, pero sólo sé escribir mi nombre y lo
leo con dificultad. Aunque lo lamento, para mí es una lengua oral. Pero,
aunque fui educada en inglés y escribo en él, tampoco me siento
identificada con este. Para mí el inglés es como una madrastra con la
que me llevo muy bien. Cuando nació mi hijo y le tuve en brazos, le
hablé en bengalí porque esa era la lengua para expresarle mi amor, la
lengua que escuché cuando era niña. Más tarde, cuando mi hijo fue al
colegio, los profesores me pidieron que unificáramos el idioma en el
hogar porque su padre, que es de Guatemala, le hablaba en español, yo en
bengalí y el crío no decía una palabra. Así que aprendí a ser madre en
inglés.
¿No siente entonces como propia ninguna lengua?
No, hablo tres con cierto dominio –inglés, bengalí y ahora italiano-, pero no creo que si perdiera alguna sufriera mi identidad. Y con cada una siempre encuentro a personas que asumen que no la hablo. En América, cuando era niña, los profesores preguntaban a mis padres si yo hablaba inglés. En Calcuta, como crecí en América, muchos piensan que no hablo bengalí. Y en Italia asumen que soy extranjera. Eso refuerza mi idea de no pertenecer a ninguna lengua. Me divierte, pero también me frustra.
Esa distancia con el inglés, ¿cómo ha influido en su literatura?
Me ha enseñado a buscar las conexiones a un nivel más profundo. Los libros que leía de niña no hablaban de mí ni de mi familia ni de gente como nosotros, pero eran capaces de llevarme a otro espacio, a otro tiempo y, sobre todo, a otro corazón humano. La literatura es tan poderosa porque conecta a la gente de una forma extraordinaria. Yo escribo a menudo sobre familias que han emigrado, pero hablo de sentirse solo en el mundo y eso no es específico al hecho de emigrar. Hablo de lo que nos puede suceder a todos: la alienación, las tensiones familiares…
El hecho de que sus personajes sean de origen indio, ¿hace que sus libros tengan mejor acogida en India que en EE UU?
No. Para muchos lectores de India, que nunca han abandonado su país, yo hablo de un mundo que desconocen. En Estados Unidos, por el contrario, perciben mi obra como parte de la experiencia americana. Cuando apareció mi primer libro, Intérprete de emociones, la comunidad india, en concreto, tuvo una reacción muy positiva. Los relatos hablaban de ellos y se veían reflejados. Pero también hay opiniones contrarias. Hace unos meses, en el Hay Festival de Holanda, una mujer de origen indio me dijo que no entendía por qué mis libros eran tan populares cuando siempre hablaba de una comunidad tan pequeña, y me preguntó por qué no escribía sobre gente diferente. Esa pregunta implica una comprensión muy superficial de la literatura. ¿Aquella mujer hubiera pedido a los artistas del Rijstmuseum que pintaban naturalezas muertas que retrataran algo más que frutas y flores y pescados? Cada cuadro aporta algo diferente.
Si pudiera escribir todo en forma de relatos, lo
haría. No me gusta desperdiciar palabras y creo que muchas novelas están
llenas de aire. Pero hay historias que necesitan más espacio. En La hondonada necesitaba comprender qué sucedió y por qué. He pasado cinco años inmersa en su mundo y sus personajes.
Vive en Roma con su familia desde hace casi dos años. Al mudarse, ¿no ha repetido el exilio de sus padres?
Deseaba darles a mis hijos el mismo regalo que me hicieron mis padres, aunque de niña no los comprendiera: tener una perspectiva diferente sobre las cosas. En Nueva York vivimos en un barrio de Brooklyn casi utópico, donde es posible encontrar la máxima diversidad, todas las formas de experimentación familiar… Pero tanto mi marido como yo pensamos que sería bueno para nuestros hijos sentirse extranjeros. Ser distinto te hace mejor persona, más abierto, más considerado…
¿Se acerca el momento de volver a Estados Unidos?
El verano pasado, tras un año en Italia, regresamos a Brooklyn. ¡Me sentí tan desgraciada! Odiaba hablar en inglés y sólo quería regresar a Roma y hablar en mi nueva lengua, como si el italiano fuera mi amante y el inglés, un matrimonio frío y desapasionado. ¿Qué significa eso? En Italia siento una libertad que no he sentido en ninguna parte. En Estados Unidos siempre he sentido que decepcionaba: a mis padres porque no era suficientemente india y a mí misma porque no era suficientemente americana. Pero en Italia no siento presión para ser italiana. No sé cuánto tiempo nos quedaremos, mis hijos echan mucho de menos Estados Unidos, pero ven que soy feliz.
Antes de viajar a Calcuta para presentar la edición en bengalí de La hondonada, Lahiri acudió al Festival del Libro de Jaipur. En el jardín del hotel, atenta a los juegos de sus hijos, habló de su novela, nominada al Man Booker y al National Book Award en Estados Unidos, de su relación con el inglés y también de su amor por Roma.
La hondonada se inicia en Calcuta en los años sesenta, cuando nace el movimiento clandestino naxalista, de inspiración maoísta. Narra la historia de dos hermanos inseparables hasta que la política irrumpe de forma dramática en sus vidas. ¿Cómo surgió la idea?
En La hondonada, la turbulenta realidad política se convierte en el trasfondo de una historia personal no menos turbulenta. La relación entre los dos hermanos, Subhash y Udayan, tiene ecos bíblicos, con esa mezcla de tragedia y amor que marcará sus vidas y las de sus hijos.
Decidí que muriera solo Udayan para ver cómo su ausencia afectaba a Subhash, cómo el destino de uno marcaba el del otro. Relaciones así aparecen en la Biblia, pero también en la mitología hindú, en la griega, en la romana: Cástor y Pólux, Rómulo y Remo… Las religiones y los mitos comparten historias parecidas. Primero pensé en los hermanos y luego surgió Gauri, la esposa que comparten.
Todos mis personajes navegan en la tensión entre pertenecer y no pertenecer. Eso conforma, diluye o complica la propia identidadDos hermanos y dos escenarios: Rhode Island, en Estados Unidos, adonde emigra Subhash y donde usted creció, y Calcuta, donde permanece Udayan y de donde proviene su propia familia. Esos hermanos parecen las dos caras de una misma moneda, que es usted.
¿Sentía nostalgia de India? Esa nostalgia que recorre La hondonada desde la cita inicial: “Déjame regresar a mi pueblo natal, sepultado en la hierba como en un mar caliente y denso”.
Nunca he vivido en India, aunque vengo a menudo. Para mí, India son mis padres. Ellos mantenían vivas las raíces en el día a día. Crecí en Rhode Island, pero en mi casa se comía otra comida, se vestía otra ropa, se escuchaba otra música, se celebraban otras fiestas. En los años setenta y en aquel entorno, ser diferente no era cool. Pasábamos las vacaciones en Calcuta y, cuando regresaba al colegio, nadie, ni siquiera el profesor, me preguntaba nada. Más bien me miraban con compasión porque pensaban que India era un sitio terrible. Pero en Calcuta, aunque siempre me he sentido muy querida, también era diferente. Eso me creó mucha inseguridad, tenía la sensación de no estar a la altura de las expectativas de los demás: ni de mis padres inmigrantes, ni de mis parientes indios, ni de mis compañeros americanos, ni, sobre todo, de mí misma. Durante gran parte de mi vida quise ser otra: alguien normal y corriente. Parecerme a los demás, comportarme como ellos. Cuando me convertí en escritora, mi mesa se convirtió en mi hogar; ya no necesité otro.
Mi lengua madre es el bengalí. Aunque fui educada en inglés y escribo en él, tampoco me siento identificada con estePuso el foco sobre una realidad que era muy poco conocida: los profesionales bengalíes en EE UU. El escritor Junot Diaz, también ganador de un Pulitzer, ha hecho lo mismo con la comunidad dominicana, utilizando además un lenguaje nuevo que no es ni mal inglés ni mal español. ¿Se ha sentido alguna vez tentada de hacer lo mismo con el bengalí y el inglés?
¿No siente entonces como propia ninguna lengua?
No, hablo tres con cierto dominio –inglés, bengalí y ahora italiano-, pero no creo que si perdiera alguna sufriera mi identidad. Y con cada una siempre encuentro a personas que asumen que no la hablo. En América, cuando era niña, los profesores preguntaban a mis padres si yo hablaba inglés. En Calcuta, como crecí en América, muchos piensan que no hablo bengalí. Y en Italia asumen que soy extranjera. Eso refuerza mi idea de no pertenecer a ninguna lengua. Me divierte, pero también me frustra.
Yo escribo a menudo sobre familias que han emigrado, pero hablo de sentirse solo en el mundo y eso no es específico al hecho de emigrar. Hablo de lo que nos puede suceder a todos: la alienación, las tensiones familiares…
Me ha enseñado a buscar las conexiones a un nivel más profundo. Los libros que leía de niña no hablaban de mí ni de mi familia ni de gente como nosotros, pero eran capaces de llevarme a otro espacio, a otro tiempo y, sobre todo, a otro corazón humano. La literatura es tan poderosa porque conecta a la gente de una forma extraordinaria. Yo escribo a menudo sobre familias que han emigrado, pero hablo de sentirse solo en el mundo y eso no es específico al hecho de emigrar. Hablo de lo que nos puede suceder a todos: la alienación, las tensiones familiares…
El hecho de que sus personajes sean de origen indio, ¿hace que sus libros tengan mejor acogida en India que en EE UU?
No. Para muchos lectores de India, que nunca han abandonado su país, yo hablo de un mundo que desconocen. En Estados Unidos, por el contrario, perciben mi obra como parte de la experiencia americana. Cuando apareció mi primer libro, Intérprete de emociones, la comunidad india, en concreto, tuvo una reacción muy positiva. Los relatos hablaban de ellos y se veían reflejados. Pero también hay opiniones contrarias. Hace unos meses, en el Hay Festival de Holanda, una mujer de origen indio me dijo que no entendía por qué mis libros eran tan populares cuando siempre hablaba de una comunidad tan pequeña, y me preguntó por qué no escribía sobre gente diferente. Esa pregunta implica una comprensión muy superficial de la literatura. ¿Aquella mujer hubiera pedido a los artistas del Rijstmuseum que pintaban naturalezas muertas que retrataran algo más que frutas y flores y pescados? Cada cuadro aporta algo diferente.
Si pudiera escribir todo en forma de relatos, lo haría. No me gusta desperdiciar palabras y creo que muchas novelas están llenas de aireDesde su primer libro ha alternado los relatos con la novela. ¿Qué le lleva a elegir uno u otro género?
Vive en Roma con su familia desde hace casi dos años. Al mudarse, ¿no ha repetido el exilio de sus padres?
Deseaba darles a mis hijos el mismo regalo que me hicieron mis padres, aunque de niña no los comprendiera: tener una perspectiva diferente sobre las cosas. En Nueva York vivimos en un barrio de Brooklyn casi utópico, donde es posible encontrar la máxima diversidad, todas las formas de experimentación familiar… Pero tanto mi marido como yo pensamos que sería bueno para nuestros hijos sentirse extranjeros. Ser distinto te hace mejor persona, más abierto, más considerado…
¿Se acerca el momento de volver a Estados Unidos?
El verano pasado, tras un año en Italia, regresamos a Brooklyn. ¡Me sentí tan desgraciada! Odiaba hablar en inglés y sólo quería regresar a Roma y hablar en mi nueva lengua, como si el italiano fuera mi amante y el inglés, un matrimonio frío y desapasionado. ¿Qué significa eso? En Italia siento una libertad que no he sentido en ninguna parte. En Estados Unidos siempre he sentido que decepcionaba: a mis padres porque no era suficientemente india y a mí misma porque no era suficientemente americana. Pero en Italia no siento presión para ser italiana. No sé cuánto tiempo nos quedaremos, mis hijos echan mucho de menos Estados Unidos, pero ven que soy feliz.
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