También nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja
Dafne y Cloe (1824), obra de Francois Gerard./elpais.com |
Cada que aparece, el amor aparece por primera vez. Tal vez su
astucia, la astucia del amor, consista precisamente en eso: en aparecer
en repetidas ocasiones haciéndose pasar en cada una de ellas, sin
embargo, como un fenómeno a la vez eterno e irrepetible, es decir, como
una experiencia sin historia. Yo no sé si los historiadores que
convergen en La más bella historia del amor, la serie de conversaciones sobre el amor que la periodista Dominique Simonnet
ha transformado en un libro, han repetido las palabras “nunca antes” y
“nunca después” como lo suelen hacer los enamorados justo al dar por
iniciado (o terminado) el trance amoroso, pero lo cierto es que su
exploración de documentos en los archivos más diversos ha puesto de
manifiesto que, en tanto experiencia eminentemente histórica, el amor es
más un activísimo campo de negociación y conflicto que el nirvana
impoluto construido por la memoria selectiva de todos los enamorados.
Así las cosas, todo parece indicar que para poder existir, para
poder seguir adelante, ni los caballeros, ni las damas, ni, sobre todo,
el amor, deben recordar.
Pero memoria, sobre todo una memoria colectiva y polifónica, es lo
que estos historiadores y especialistas franceses tratan de construir en
las conversaciones con Simonnet. Tal vez después de leerlo no nos enamoraremos ya más o tal vez insistamos en enamoraremos aunque sea de otra manera, pero el libro, que va dividido en tres grandes actos —el matrimonio, el sentimiento, el placer—,
nos recuerda que cada gesto, cada ademán, cada epifánico e irrepetible
momento es un momento que ha sido debatido y negociado por hombres y
mujeres que también creyeron, en su día, ser únicos e irrepetibles en su
enunciación del “nunca antes” y el “nunca después”.
También
nos recuerda el libro que, contrario a estereotipos mediáticos del
mundo actual, el amor y la revolución suelen hacer mala pareja—baste
recordar, como lo señala Mona Ozuf, la historiadora y especialista en
mujeres en la época revolucionaria, que los jacobinos desarrollaron una
reticencia bastante marcada ante lo que interpretaban como flaqueza,
cuando no fanatismo, femenino. En su ideal social, más apegado a
nociones de virilidad espartana, había poco espacio para el amor y para
las mujeres, que eran percibidas como sus aliadas naturales. De hecho,
continúa Ozuf, “las mujeres se volvieron hostiles a la
Revolución. ¡Decepcionadas, asqueadas, volvieron a la casa, deseando que
la política no llegase a su hogar!”.
Del siglo XIX heredamos, a decir de Alain Corbin, el miedo hacia la
mujer, algo que se nota en el surgimiento de una separación cada vez más
marcada entre la zorra y el ángel doméstico —los dos lentes a través de
las cuales se interpreta el comportamiento femenino en relación, claro
está, a la ansiedad que provoca entre los bienpensantes la fuerza
particular asociada a los miembros de la Comuna y, en general, de las
crecientes clases menesterosas. La otra gran herencia del siglo
encorsetado fue, por supuesto, el territorio mismo de la sexualidad,
cuya fecha de nacimiento se ubica hacia 1838, fecha en la cual se utilizó por primera vez el término scientia sexualis
para designar aquello que está sexuado y con el que, años más tarde, se
hablará de todo aquello que se refiera a la vida sexual. El
flirteo, producto de la embestida urbana y de la aparición de
oportunidades más variadas de socialización, no sólo les permitió a los
jóvenes conciliar la virginidad, el pudor y el deseo sino que, acaso de
mayor importancia, su énfasis en las miradas oblicuas y las caricias
discretas dictó el inicio de una nueva época: una en que, por
poner atención a las preliminares, se valoriza el placer femenino y en
la que, por consecuencia, se erotiza a la pareja conyugal. La puerta del
placer propiamente dicho, pues, se abrió poco a poco con las miradas
lánguidas y los roces apenas perceptibles sobre la vestimenta. El
flirteo, en apariencia inocuo o ingenuo, resultó ser más peligroso que
cualquier otra proclamación.
La primera gran mutación que ofreció el siglo XX fue, de acuerdo a
Anne Marie Sohn, el fin del matrimonio concertado. Lejos de ser un lujo o
una anomalía, el amor se convirtió de esta manera en un motivo de
orgullo y en la base misma de la felicidad de la pareja. De mano, pues,
del amor, y no en su contra, se desarrolló una sexualidad bucal no
reproductiva que, además de subrayar la necesidad de la higiene, ya no
sólo se concentró en formas de placer masculino. De hecho, la
liberación sexual que muchos ubican, como lo hace Pascal Bruckner, hacia
la década de los sesenta, contribuyó a traer de regreso el ideaL
masculino de la sexualidad a través de la hegemonía, cuando no la
dictadura, del orgasmo. “De pronto”, asegura Bruckner, “el sexo
se volvió terrorista. El placer estaba prohibido. Ahora se vuelve
obligatorio. El ambiente corresponde a la prohibición, no ya por la ley
sino por la norma”. En este contexto pansexual el amor se volvió, en
efecto, obsceno.
La última parte de La más bella historia del amor le
corresponde a la novelista Alice Ferney. El amor, desde su punto de
vista, se ha convertido ahora en un trabajo. Más que una irrupción
divina o una inexplicable y súbita emoción, más que una liberación o una
redención, el amor, que también es definido como aquello que “existe
entre dos individuos que son capaces de vivir juntos sin matarse”, es
“una acción, una voluntad, una atención”. En una época en que todo parece posible, a cada quien le toca volver a inventarlo. Nunca antes; nunca después, en efecto.
No están incluidos en la lista de entrevistados de este libro, pero cabe aquí esta frase que Gilles Deleuze anota en Carta a un crítico severo, una de las secciones del volumen Conversaciones: "Después tuvo lugar mi encuentro con Félix Guattari, y
el modo en que nos entendimos, nos completamos, nos despersonalizamos
el uno al otro y nos singularizamos el uno mediante el otro, en suma, el
modo en que nos quisimos".
Y lo repito: “en suma, el modo en que nos quisimos”.
* Cristina Rivera Garza, su último libro es El mal de la taiga
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