Desde los comienzos de la literatura vernácula, los relatos ocuparon un lugar central que se consolidaría, en la centuria pasada, con figuras de la talla de Borges, Cortázar o Bioy Casares. Hoy esa tradición encuentra nuevos autores que apuestan por la originalidad para revitalizar un género en crisis, que se redefine de manera permanente
Ilustración: Max Aguirre. /adncultura.com |
El asombro es la marca de nacimiento del cuento
argentino. Entre las posibilidades ilimitadas de la ciencia, que parecía
poder descubrirlo todo, y el ocultismo que resguardaba el secreto, la
entrada en el siglo XX se pobló de seres fantásticos y de hechos
extraordinarios. Los autómatas de "Horacio Kalibang", de Eduardo
Holmberg; la medicina lindera con la ensoñación en "Fantasía nocturna",
de Martín García Mérou, de allí al mono parlante de Leopoldo Lugones en
"Yzur" a los vampiros huidos del celuloide que soñó Horacio Quiroga.
Sobre esa colección de prodigios se fundó la tradición más sólida de la
narrativa argentina, que construyeron Borges, Bioy Casares, Cortázar,
Manuel Mujica Lainez o Silvina Ocampo.
Aun un relato político como "El matadero", de Esteban
Echeverría, debió romper el verosímil realista para lograr su efecto.
Sólo al morir de manera anómala el unitario que lo protagoniza escapa de
la humillación de sus verdugos y presume su pureza de clase, para que
el lector comprenda en qué consiste la diferencia ideológica. Frente a
la paciente novela que elabora mundos y destinos completos, el cuento
clásico, en su brevedad, sólo cuenta con la fulguración iluminadora de
un instante. Ya sea la resolución de un crimen, la aparición del
fantasma o la trama social que condiciona las vidas individuales, el
relato clásico ofrece la fuerza de un momento en el que lo cotidiano se
revela como extraordinario y muestra su sentido oculto. En "Algunos
aspectos del cuento" (1962) Cortázar comparaba la condensación explosiva
del relato con la fotografía:
El fotógrafo o el cuentista se ven precisados de
escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos,
que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en
el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento
que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho
más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el
cuento [.] al punto que un vulgar episodio doméstico [.] se convierta
en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo
quemante de un orden social o histórico.
En sus "Tesis sobre el cuento", Ricardo Piglia reconoce
la forma de esa iluminación profana en una estructura doble. Todo
cuento clásico narra dos historias, una lineal expresa y una implícita y
de temporalidad aleatoria, sembrada en los detalles, que sólo surge al
final o, en el caso del cuento moderno, permanece oculta pero justifica
el relato. Con cierta malicia resume los cuentos de Borges: la historia
explícita corresponde a un género, el policial, la "ficción científica" o
las narraciones de orilleros; la historia implícita es siempre la
misma: "La condensación de la vida de un hombre en una escena o acto
único que define su destino".
La narrativa argentina de los últimos diez años parece
haber puesto en crisis esta forma que dominó el siglo XX. Si bien hay
autores, incluso muy jóvenes, que retoman con variantes esa estructura,
las nuevas estéticas del cuento abandonan la búsqueda del sentido
revelador. Muerto el humanismo, entre la infinidad de discursos
administrados desde las redes de comunicación que dominan el siglo XXI,
la única universalidad a la que puede aspirar un relato es la del
cliché. El asombro se encuentra en caminos más oblicuos.
La divisoria de aguas fue trazada por una serie de
escritores de la segunda mitad del siglo XX, de quienes en tiempos
recientes se editaron sus cuentos completos o grandes colecciones de
relatos, dando forma a lo que podría leerse como un canon ampliado del
cuento argentino. Del lado de las formas clásicas pueden contarse los
cuentos de Abelardo Castillo (Cuentos completos, Alfaguara, 2012),
maestro a su vez de muchos jóvenes narradores, y en cuya obra la
tradición argentina se revitaliza con lo mejor de la cuentística
estadounidense y las huellas del existencialismo. Apareció también
Cuentos completos (Alfaguara, 2013) de Héctor Tizón, el autor jujeño
fallecido en 2012, el narrador argentino que más conexiones sostuvo con
la literatura latinoamericana del llamado boom. Un caso más complejo
representan los relatos escritos por Rodolfo Walsh entre 1950 y 1968
(Cuentos completos, Ediciones de la Flor, 2013). De sus muy
convencionales historias policiales a los últimos "cuentos de
irlandeses" se puede ver una transformación fundamental, en la que las
tramas fragmentarias narran un conflicto cuyo sentido sólo puede
comprenderse cabalmente tomando una posición política frente a lo que se
lee. Un caso intermedio es el de los cuentos de Fogwill (Cuentos
completos, Alfaguara, 2009). Aunque muchos de ellos se ciñen a
estructuras clásicas, otros construyen en la escritura una atmósfera que
prescinde de cualquier golpe de efecto, como su famoso "Muchacha punk" o
el sugestivo "Camino, campo, lo que sucede, gente". Del modelo clásico a
la disgregación formal, el libro suma "media docena de autores muy
distintos que tiene un solo nombre marca: Fogwill", como lo describe en
el prólogo Elvio Gandolfo, uno de los más fieles practicantes del
género, al que aborda también con gran amplitud, del fantástico al
terror o el absurdo (Ferrocarriles argentinos, Cada vez más cerca). Pura
lengua son ya los cuentos de Hebe Uhart (Relatos reunidos, Alfaguara,
2010), observadora privilegiada que sondea las anécdotas más triviales
en busca de un giro del habla que vale más que una trama elaborada. El
realismo delirante de Alberto Laiseca también es una referencia esencial
para la narrativa del presente. Cuentos completos (Simurg, 2011)
muestra cómo en su narrativa todo puede suceder, y de hecho sucede. Pero
quizá su mayor legado es el desparpajo con el que maneja los materiales
de su escritura: ninguna jerarquía que separe géneros, obras de arte
refinadas de productos cinematográficos de la más gozosa clase Z, el
Amadís de Gaula junto a Las minas del Rey Salomón. En sus relatos toda
cultura es popular. En el otro extremo, la obra de Juan José Saer
(1937-2005) sigue representando uno de los principales quiebres de la
literatura argentina. No es allí una estructura narrativa lo que se
fractura sino la posibilidad misma de aprehender la realidad. Aunque lo
central de su obra está en sus novelas, su Cuentos completos (Seix
Barral, 2001) muestra también un momento de pasaje y maduración de su
proyecto, en el que "La mayor" funciona como una suerte de "arte
poética". Parodia trágica de la anécdota proustiana, el sabor de la
madalena embebida en té que desata el recuerdo involuntario y, con él,
el relato de toda una vida, Saer ofrece en cambio un desierto de
sentido. Nada hay más allá de la percepción y el pensamiento inmediatos,
el recuerdo no es más que un error que no toca ninguna realidad.
Continuar la vieja tradición o asumir estas líneas de ruptura son los
caminos que disputa la nueva narrativa argentina.
En los últimos diez años el trabajo del cuentista no
fue fácil. La edición de libros de relatos perdía terreno ante la
preferencia editorial por la novela. Las antologías se convirtieron en
la puerta de entrada a la publicación para muchos escritores nacidos a
partir de la década de 1970. Con criterios generacionales, como La joven
guardia (Norma, 2005) o Una terraza propia (Norma, 2006); o temáticos y
a pedido, como En celo (Mondadori, 2007) e In fraganti (Mondadori,
2008), las colecciones dieron a conocer nuevas voces, aunque muchas
veces se perdiesen en un magma indiferenciado bajo la sospecha de
"juventud". Poco a poco, quienes sobrevivieron a ese primer intento,
elaboraron estéticas personales en las que se dirime la encrucijada
mencionada.
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es quien con más
decisión se abocó a la caza del cuento redondo, cerrado y efectivo. Así
lo demuestra su primer libro, El núcleo del disturbio (2001), en el que
aún exploraba diversos estilos que se definieron con mejor precisión en
el segundo, Pájaros en la boca (Emecé, 2012). Notable exploración del
género fantástico, sus cuentos recorren gradualmente todas las
posibilidades de aparición de lo sobrenatural en lo cotidiano, desde lo
maravilloso puro, al borde del realismo mágico, hasta la mera sugestión
de que "algo" amenazante ocurre: en "Mariposas", el padre que espera a
una niña en la puerta del jardín de infantes se entretiene cazando una
mariposa para enseñársela, pero su torpeza hace que el insecto se
quiebre en las manos, pierda sus colores y muera; al abrirse la puerta
de la escuela, los padres esperan infructuosamente la salida de sus
hijos cuando los sorprende la gran bandada de mariposas en que se han
convertido. En el otro extremo, "Bajo tierra" construye un enigma sin
resolución. En un viaje por la ruta un hombre se detiene en un bar y
escucha el relato de un viejo parroquiano: campo adentro, los hijos de
los mineros descubren un montículo de tierra y comienzan, por
curiosidad, a cavar. Pronto forman un pozo profundo que absorbe todo su
interés. Pasados los días los chicos desaparecen; en el lugar del pozo
hay un nuevo montículo. Los mineros cavan en busca de sus hijos, pero
nada hay bajo el cúmulo de tierra. También Guillermo Martínez, en Una
felicidad repulsiva (Planeta, 2013), se propone renovar lo mejor de la
tradición cuentística argentina. Lo siniestro que surge inesperadamente
es la clave en el relato que da título al libro, donde el protagonista
se obsesiona con una familia perfecta, descollante en el tenis e inmune
al paso del tiempo; un relato que recuerda las singulares formas del
fantástico y las notas de humor social de los cuentos de Adolfo Bioy
Casares.
Siempre es difícil hablar de realismo a secas cuando se
trata de Gustavo Nielsen, pero si en sus novelas el desborde
hiperbólico de la violencia define el tono, en sus relatos breves la
rareza, su marca principal, se alcanza con notas más sutiles. Un caso es
el brillante relato "El café de los micros", de su libro La fe ciega
(La Compañía de los Libros, 2011). Un padre viaja con su hijo pequeño en
un Valiant por rutas secundarias rumbo a Necochea. La dureza del padre
con el infante crece a lo largo del relato como la tensión en la
escritura, hasta que una confrontación en el camino lleva al hijo a
enfrentarse solo a un grupo de agresores violentos y, a la vez, a vivir
un momento esencial de maduración. De cerca nadie es normal, parece
decir Nielsen con su estilo de hiperrealismo grotesco. Un efecto más
extremo de extrañamiento en cuentos de estructura clásica es el que
construyó Oliverio Coelho en su libro Parte doméstico (Emecé, 2009).
Relatos asfixiantes sobre personas sometidas sexual y emocionalmente,
que apenas logran intuir las normas excéntricas del mundo en que se ven
atrapados. Como en "Vigilia", donde un joven contratado por un anciano
para acompañar a su mujer ciega pronto descubre que está atrapado en la
casa, y que la pareja de paranoicos intenta destruirse mutuamente.
Coelho ensaya un modo de salir de la convención por la extrañeza de la
atmósfera y la textura de su pluma, que convoca el mundo excéntrico de
los uruguayos Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti.
Hernán Ronsino es quien más claramente retoma las
pautas marcadas por Saer. La existencia de una "zona" similar a su
Chivilcoy natal; la reaparición de personajes en distintos textos y,
sobre todo, la disolución del sentido totalizador de una trama liberan
el impulso del puro "contar" de la obligación de arribar a un punto
determinado. Su libro de relatos Te vomitaré de mi boca (Libris, 2003)
es ilustrativo de su búsqueda, en la que confluyen también otras
influencias centrales para Ronsino, como puede leerse en los epígrafes
de Haroldo Conti y Miguel Briante. El primer relato cuenta la iniciación
sexual de Manu, un preadolescente de ese pueblo de provincia, que
comienza a relacionarse con Juan Rivera, un viajante que vive en el
burdel local y que tramará una perversa forma de ayudar al joven.
Escritos en espejo, "Pie sucio" y "Febrero" despliegan la interioridad
de una pareja sumida en la rutina matrimonial. Cada relato recoge las
sensaciones, estados de ánimo, fantasías y pensamientos de uno de los
dos esposos. Aquí sí aparece el influjo saeriano: Ronsino escribe todo
lo que puede decirse sobre un momento de la vida de esos personajes, sin
que las conclusiones sean posibles o necesarias. Un poco más allá va
"Secuelas de un viaje sin partida", un texto en donde ya no hay
recuperación de sentido más que el abandonarse al juego verbal vacío de
inspiración beckettiana. Como en Te vomitaré de mi boca, una de las
características centrales del género en los últimos años es que la
unidad de lectura no es el relato individual, sino el libro completo.
Los cuentos pueden leerse independientemente pero la lectura se
enriquece en una mejor comprensión si se consideran el equilibrio y las
resonancias de cada uno en el conjunto.
El cuento liberado de su clásica estrategia se
convierte en un puro fluir de intensidades. Una idea narrativa, por
banal que sea, se convierte en un impulso de avance que adquiere espesor
en la prosa, hace proliferar las acciones o se detiene en los mínimos
detalles. Así funciona Frío en Alaska (Eterna Cadencia, 2008), de Matías
Capelli. Lekman, el protagonista, narra el modo en el que imagina la
vida de su ex pareja, Fernanda, que reside temporalmente en Leeds con la
beca de su tesis sobre arte. Los tickets que ella le manda
periódicamente para rendir sus gastos son el medio con el que Lekman
trata de reconstruir la vida que ya no comparten. La relación con su
madre y la familia de su nuevo esposo, una noche pasada en vela, el
divagar de las anécdotas en los cuatro relatos va desdibujando
lentamente la causalidad hasta que en el cuento final, "Frío en Alaska",
que narra un viaje a una salina en el altiplano, la realidad, el
recuerdo y el sueño son ya indiscernibles. Las sensaciones reemplazan el
entendimiento y se tiene la impresión de que se ha avanzado sin pausa
desde una historia convencional hasta un espacio en el que nada se
parece a lo que conocemos como real. La misma sensación de extranjería
es la que busca Eduardo Muslip. En los tres relatos incluidos en Plaza
Irlanda (El Cuenco de Plata, 2005) se cuenta la relación mínima y fugaz
que se da entre viajeros en países ajenos. La tensión sexual entre una
turista extranjera y su anfitrión argentino, o la confrontación de
idiosincrasias entre una estadounidense y la novia argentina de su primo
son los breves rasgos que Muslip pone en foco. Pero el tercer cuento,
"La vida perdurable", señala una carencia tras esas experiencias
mínimas. El viaje en avión de Mendoza a Buenos Aires lleva al
protagonista a fantasear sobre posibles accidentes y sobre la catástrofe
en general, "una inmensa ciudad destruida, millones de muertos entre
barro y escombro". El deseo de verlo todo destruido se revela como una
falta: "Me di cuenta de que nunca había estado tan deseoso de
trascendencia. O al menos, de inmortalidad. En realidad creo que estaba,
sobre todo, deseoso de sobrenaturalidad. ¿Era posible que todo fuera
tan simple como que uno dice unas pavadas por ahí y en unos breves
instantes, todo acaba?"
¿Cómo sostener el relato si no hay acontecimiento?
¿Cómo encontrar en el vacío de la experiencia un terreno fértil para la
imaginación? Martín Rejtman es un experto en narrar lo banal. Con
ligereza pop, sus relatos de Velcro y yo (Planeta, 1996) y Literatura y
otros cuentos (Interzona, 2005) siguen el nomadismo acelerado de sus
personajes en decenas de peripecias que no cambian sus estados de ánimo
ni la dirección de la narración. Puro avance contado con gracia,
precisión y sin consecuencias. Ese estilo que inspiró el juicio un tanto
miope de "literatura noventista" sufre una significativa modificación
en su último libro, Tres relatos (Mondadori, 2012). "Este-Oeste" sigue
el derrotero de Esteban, un artista incipiente que recorre Estados
Unidos relacionándose con diversos personajes. En uno de los muchos
episodios, azuzado por el resentimiento, Esteban prende fuego la
habitación de la residencia para artistas que lo alojó durante un
tiempo. Aunque huye del lugar, no hay ninguna marca en el relato de que
ese episodio sea diferente de cualquiera de los otros. Lo mismo sucede
en "El diablo". Dos amigas, una del campo y otra de la ciudad, se
reencuentran y comienzan una rara convivencia que las lleva, luego de
muchas idas y vueltas, a un partido de rugby en un country de Córdoba.
Luego del partido, los rugbiers se convierten en una horda salvaje que
destruye el lugar, amenaza y hiere a los guardias, quema autos, intenta
asaltar la casa donde las amigas se refugian. El efecto es el mismo, no
importa qué tan brutal o fuera de lo común pueda ser un acontecimiento,
en el avance sin cesar de las acciones no existe la capacidad de
procesarlo como algo significativo. Una idea similar aparece en algunos
cuentos de Los refugios (Edulp, 2010), de Edgardo Scott. La descripción
pormenorizada de un viaje en auto en la ruta apenas se altera porque el
conductor se cruce con un accidente en el camino y no se detenga a
ayudar. Otro relato detalla la pesquisa de un violador en busca de una
víctima con la misma indiferencia del medio tono. En El otro lado
(Edhasa, 2009), Jorge Consiglio invierte ese recurso. Sus relatos
muestran cómo la vida de hombres comunes puede perder su rumbo,
desviarse hacia el camino del crimen o la marginalidad sin ninguna razón
aparente. Un barman puede involucrarse a los tiros en una trifulca
amorosa por puro aburrimiento; un hombre enfermo parece salvarse de la
decadencia al entablar una relación amorosa con una mujer que conoció
por casualidad, sólo para derrumbarse definitivamente poco después. La
causa, el sentido profundo de la descomposición de una vida se mantienen
en la oscuridad, pero en este caso las consecuencias son puestas de
relieve con una escritura que transmite la desazón con virtuosismo.
A la vez que estos narradores reflejan la abulia que
dejó el final del siglo XX, con su neoliberalismo global, otros
aprovecharon la levedad y las libertades ganadas para reinventar la
aventura narrativa por otros medios. En ese sentido, los cuentos de
Fabián Casas se sitúan en el opuesto exacto de los de Rejtman. El
desafío es transformar la experiencia más trivial en un relato
majestuoso. No es extraño entonces que buena parte de sus cuentos
recurran a la infancia y a la épica del barrio. "Se trata de dos chicos
que salen a la vez por las puertas traseras del mismo taxi y que, por
miles de motivos, no se vuelven a ver más." Así comienza "El Bosque
Pulenta", incluido en su libro Los Lemmings y otros (Santiago Arcos,
2005), dejando claro desde el comienzo que hay allí una historia digna
de ser contada. Aunque se ha querido leer populismo en esas anécdotas de
peleas infantiles y reivindicación barrial, nada está más lejos de la
estrategia de Casas. El narrador de sus relatos, como un Kerouac
traicionero de la vida pura, cuenta lo que sus viejos amigos serían
incapaces de escribir, y junto a los discos de Led Zeppelin y los
recuerdos de Titanes en el Ring siempre aparece la cita a Proust o
Shakespeare. Es la literatura la que, a la vez que falsea lo vivido,
pone en perspectiva esa modesta autobiografía barrial para salvarla del
olvido.
En La hora de los monos (Emecé, 2010), su tercer libro
de cuentos, Federico Falco propone aceptar el punto ciego de sentido
como el misterio de lo irracional que acecha y seduce. No es casual que
buena parte de sus relatos giren en torno a la fascinación que producen
los animales o la locura. "Elefantes" narra en su pequeña anécdota el
paso de un chico del circo, semisalvaje en su nomadismo, por la escuela
de un pueblo. La anécdota es simple pero logra su cometido al generar
una máxima inquietud en la escena en la que el niño responde al beso de
una compañera con un gesto que excede las normas sociales. "El pedigrí
de los canarios" es otro punto alto del libro, en el que un hombre logra
recuperar a su mujer atrapada en una demencia que la infantiliza,
cuando encuentra el modo de adaptarse a su locura.
76 (Tamarisco, 2007), de Félix Bruzzone, es un caso
especial que obliga a reordenar la clave política de esta lucha por el
sentido. Bruzzone es hijo de desaparecidos y ha hecho de su historia
personal un tema nuclear de su escritura, resuelto de manera sumamente
original en su novela Los topos (Mondadori, 2008). 76 es un claro
antecedente de su búsqueda por correrse del lugar común del testimonio.
En todos los relatos se repiten episodios de una búsqueda poco activa y
un tanto soslayada de datos de sus padres, o de la huella que marca su
ausencia. En todos se destaca lo infructífero de ese impulso. "2073", el
relato que cierra el libro, cambia radicalmente de dirección. Allí no
hay búsqueda en el pasado sino "corrección" en el futuro. Se trata de un
relato de ciencia ficción "tercermundista" en el que el descendiente de
un miembro del ERP remeda el copamiento del Batallón 141 de
Comunicaciones de Córdoba, en febrero de 1973, en el que participó su
pariente desaparecido. Cien años después, la empresa guerrillera se
transforma en una ficción alucinada, que mezcla el mundo virtual con el
real en una aventura errática y alucinógena a la Philip Dick. Si la
realidad y la historia no ofrecen respuestas suficientemente
satisfactorias, parece decir Bruzzone, entonces la imaginación debe
ofrecer otras respuestas capaces de cambiar el foco de las preguntas y
desafiar lo real. También es un desafío literario, porque replantea qué
temas se pueden tratar a través de qué generos y con qué entonación.
Es ésta una de las claves del modo en que los
cuentistas del presente resuelven la posibilidad de recrear el asombro,
apelando al cruce y la descomposición de los géneros sin ningún límite.
El libro El loro que podía adivinar el futuro (Nudista, 2012), segunda
colección de relatos de Luciano Lamberti, plantea un recorrido ejemplar
en ese sentido. Los cuentos avanzan paulatinamente hacia el fantástico,
aceptando las dificultades de encontrar todavía un resquicio de asombro
en el presente, y luego sorteándolas. El primer relato, "Perfectos
accidentes ridículos", pertenece todavía al terreno de lo cotidiano.
Accidentes hogareños, catástrofes de pueblo y vidas arruinadas por el
azar. Sólo se vislumbra una rareza cuando el narrador cuenta episodios
de clarividencia que atravesó en algún momento de la infancia. En "La
vida es buena bajo el mar" los alienígenas invaden la Tierra y se
mezclan entre los humanos con su particular don de la ubicuidad, pueden
dislocarse y hacer funcionar su mente en diversos lugares al mismo
tiempo. Pero no hay portento que supere el poder del capitalismo y
pronto esa habilidad los convierte en trabajadores perfectos, incapaces
de fatigarse en tareas repetitivas, y su habilidad para transmitir su
don a otras personas hace de éste un bien de mercado que se vende como
droga a quien desea vivir una experiencia fuera del mundo. Algo similar
sucede en el borgeano "Algunas notas sobre el país de los gigantes", un
fascinante relato sobre las expediciones arqueológicas que exploraron
una dimensión poblada por colosos, y que, agotadas las posibilidades
científicas y espantados los seres en cuestión, hicieron de ese espacio
fantástico un parque temático más. "La canción que cantábamos todos los
días" es ya un cuento de terror efectivo, en el que el ambiente de vida
pueblerina se deforma por completo cuando el hermano del protagonista es
"reemplazado" por "algo", como en la novela The Body Snatchers, de Jack
Finney, llevada al cine, en su versión clásica, por Don Siegel, en
1956. El relato que da título al libro es ya completamente
inclasificable. El loro parlante que lo protagoniza es una especie de
dios lovecraftiano que domina la mente de sus poseedores. No importa que
tan delirante suene el argumento, lo crucial es que Lamberti logra
manejar el ritmo con tal pericia que produce verdadero terror. Con su
referencia a la América de Kafka, ahí está "La feria integral de
Oklahoma" para probar que el costo de alcanzar la maravilla es aceptar
también el desarreglo sin remedio de la realidad.
El retrato de la cotidianidad urbana desdibujado por el
terror, como en Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2011), de
Mariana Enriquez, o el relato social enrarecido por la ciencia ficción,
como en Varadero y Habana maravillosa (Tamarisco, 2009), de Hernán
Vanoli; los cruces temáticos marcan una tendencia al juego con las
convenciones literarias: los géneros se usan por su potencia imaginativa
pero, ya sin la necesidad de asumir las formas del cuento clásico, sus
convenciones son un recurso más que puede tomarse y abandonarse en
cualquier punto. Es un desafío que también debe asumir el lector: si se
abandona la urgencia de llegar a buen puerto, se renueva el placer de
leer sin poder adivinar lo que va a suceder.
A comienzos del nuevo siglo los cuentos vuelven a ser
monstruos de la imaginación, breves muestras de la zona oscura que,
intuimos, respira bajo lo real. Como lo demuestran las inquietantes
instantáneas del radiactivo "Pripiat", o los deseos de "Las siamesas
Benn", del alucinante y decadentista Sueños del hombre elefante
(Gárgola, 2012), de Juan José Burzi. En Los padres de Sherezade (Eterna
Cadencia, 2008), Daniel Guebel vuelve a aquella fantasía desbocada del
siglo XIX. Como cuentas de una joya exótica se amontonan Lenin y la
doctrina jesuita, alquimistas, una cirugía plástica para Stendhal,
tratamientos para alcanzar la inmortalidad. También una hipótesis sobre
el origen de Las mil y una noches: en el siglo XVIII un maronita
"inventa" la traducción de un manuscrito árabe para un funcionario de
Luis XIV; pero no, el origen es anterior: el libro es la suma de los
relatos de los narradores que Alejandro Magno lleva consigo en sus
travesías, capturados en cada una de las tierras conquistadas, para que
entretengan sus noches o paguen con su vida el aburrimiento. El cuento
avanza y retrocede, se corrige, cambia su forma y busca la fascinación.
El pacto de lectura, nos cuenta Guebel, siempre es el mismo: "Un hombre
que en la oscuridad de los tiempos sueña para que su sueño sea
interpretado por otro insomne. Alguien cuenta o hace contar, alguien lee
o escucha".
El cuento, en la mirada de cuatro autores
- Elvio Gandolfo:
"La forma más libre y variada"
En mi caso, como lector y como autor, lo considero la forma más libre, variada y profunda de la literatura. (La poesía, en cambio, cuando lo logra, canta, o usa en su mayor pureza el lenguaje.) Incluiría la novela corta, otra forma que he leído y ejercido con pasión y asombro por su alcance. En su forma actual, no se le aplican ya al cuento las fórmulas de Poe, Quiroga o Piglia. Basta enfrentarse a la complejidad extraordinaria de los extensos cuentos de Alice Munro, o de David Foster Wallace, o de Hebe Uhart, o de Ted Chiang. Cuando se lo escribe, es como si la propia forma se hiciera cargo, dictaminando la extensión y el camino por seguir, mientras se va construyendo. - Guillermo Martínez:
"Un mundo autónomo"
Lo primero que cuenta para mí al concebir una historia es lo que llamo el momento de torsión, en que el núcleo del relato, como en el giro de un prisma o como en un acto de ilusionismo, se revela de una manera diferente y hasta imprevisible respecto de la puesta en escena inicial. No es necesariamente, como en la teoría de Piglia, una segunda historia que emerge, sino más bien que en el detenimiento que impone la ficción, bajo su lupa de aumento, la historia revela de sí, con sus elementos hasta allí dispuestos, algo inesperado, un segundo orden más íntimo y verdadero. En cuanto a la ejecución, hay algunas elecciones formales que sostuve en el tiempo: el cuento como forma concentrada, como mundo autónomo; la preferencia por la intensidad y la tensión versus la laxitud y la dispersión; el suspenso como inminencia de un segundo mundo que extrema lo real hacia distintos bordes de lo inconcebible. - Jorge Consiglio:
"Ese estallido de sentido"
El cuento que más me interesa es el que se plantea a partir del desborde. Este desborde no tiene tanto que ver con la profusión de tramas sino con una enajenación formal disparada por algún ingrediente del texto. La creación de una atmósfera, por ejemplo. O la persecución de un sentido que no se presenta claro pero al que cada pauta del relato alude. Me encantan esos artefactos narrativos que van creciendo como mordiéndose la cola, esos cuentos que apuestan al serpenteo constante y escapan de las formas estereotipadas del artificio. Un caso clásico de esto son los cuentos de Gente que baila, de Norberto Soares, que se acaba de reeditar. En varios de ellos hay un estallido de sentido. Pero no es un estallido pirotécnico, sino al servicio de la trama. Crean un clima de enrarecimiento único. - Federico Falco:
"La exploración de los bordes"
Suelo pensar en el cuento como en esos dibujos que forma el alumbrado público de los pueblos serranos, cuando se los sobrevuela desde un avión, en la noche. Sobre la superficie oscura de la tierra aparece una desordenada red de luces. Un entramado que se irradia desde un núcleo destellante -la plaza, la iglesia, la comisaría- sube y baja por colinas que no vemos y se va deshaciendo en lo oscuro, siguiendo una organicidad, la de la vida cotidiana. La vitalidad está en la plaza central. El problema es que las plazas centrales son casi idénticas de municipio en municipio. Sobran los cuentos generados con molde. El riesgo del cuento es anquilosarse. Pero si cambiamos el punto de vista, la nada oscura es la que delimita y las casas más alejadas son los lugares donde la mancha de luz se particulariza. Por eso, más que definirlo, trato, cada vez que me siento a escribir, de volver a preguntarme qué es un cuento. La respuesta está en la exploración de los bordes. ¿Hasta dónde se pueden tensar los límites y que el resultado siga siendo un cuento? Un buen cuento es algo que corre el riesgo, todo el tiempo, de dejar de serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario