Queremos tanto a Julio
En el comienzo del Año Cortázar, donde se recordarán los 30 años de su muerte y el centenario de su nacimiento, se publica un álbum biográfico que recorre una vida signada por la literatura
Cicilismo metafísico. Bajo la mirada de Carol Dunlop detrás de la cámera, Julio Cortázar posa en bicicleta en La Habana, Cuba, en 1980/revista Ñ |
Todo indica que la obra inédita de Julio Cortázar es más vasta
que su obra publicada, parte de la cual él dejó preparada para su
edición; pero hay otra que todavía sigue siendo recuperada, Aurora
Bernárdez, su viuda y albacea, ha venido descubriendo las cajas chinas
de un taller que, sin prisa y sin pausa, ocupaban otros pisos de su
trabajo, tan casual como puntual. Si Borges, por su lado, parece haber
decidido anotar todos los libros de la Biblioteca Nacional para dejar
una huella deliberada de su lectura; si Bioy Casares, por el suyo, editó
su vasto Diario literal como una loza capaz de culminar su parricidio
de Borges; Cortázar, en cambio, parece haber escrito en los varios pisos
de su torre de Piranesi. Sólo que, asombrosamente, con la gratuidad
fervorosa que define su relación con la escritura, no parece haber
escrito para publicar otro libro pero tampoco para que nadie lea esos
papeles. Hizo muy bien Aurora en llamar a la primera compilación de esos
escritos Papeles inesperados . El titulo tiene la inmediata
precisión suya, ese ligero sobresalto de estirpe cortazariana: anuncia
que esos textos son papeles sueltos pero que su publicación es impuesta
por los mismos. No se los podría haber llamado “Libro inesperado”,
porque eso son la mayoría de los que se publican. Quizá César Aira
podría haber escrito una brevísima novela sobre este Narrador que se
imagina como Lector de su obra para ser su Personaje y poder escribirla.
Mi hipótesis, en efecto, es que la literatura de Julio Cortázar
no es causal, pero tampoco casual. Tiene otra lógica de producción: no
conoce principio ni final, es un acto completo, no un proceso. Es, en
fin, un evento: no tiene linaje (autoridad) y no propone ni demanda
(des-autorizada). Aurora Bernárdez me ha explicado que Julio dejó
inéditos algunos libros que ella ha ido publicando porque entendió que
no eran borradores (o sea, documentos de su obra en proceso) sino libros
que él no había logrado publicar. Recuerdo bien los dilemas de
Galaxia-Gutemberg con la edición de las Obras reunidas de
Cortázar. Fuera de dos tomos de Novelas y uno de Cuentos, ¿cómo ordenar
ese material que resiste los imperativos de la clasificación editorial?
La biografía de Keats, por ejemplo, es una caja de papeles sueltos, todo
hecho a mano, y está en la biblioteca de raros de Harvard. Es
imposible imprimirlo, salvo como “libro de arte”, pero eso pertenecería
ya al museo, mientras que este objeto, “ejemplar único,” es una suerte
de libre animal de la escritura. ¿Quién hubiera imaginado que su
correspondencia ocuparía cinco tomos? Cada carta es más que una carta:
es casi un diario, una biografía de la escritura y postula una tribu de
interlocutores. ¿Bastaría llamar miscelánea a los dos escenarios de
escritura que organizó?
La vuelta al día en ochenta mundos y Ultimo round
son gabinetes de la escritura, hechos de partidas y arribos, si bien
el trayecto es el libro mismo, el primer mapa de un territorio
imaginario. Una vez le pregunté a Julio Silva qué hicieron con la muñeca
que desmembraron para fotografiar. La tiramos a un contenedor de
basura, respondió, pero a poco Cortázar le dijo: “No podemos dejarla
allí.” Y volvieron y la recuperaron. Ya no era una muñeca rota: era su
relato.
El libro de dos autores
Mi primera conversación con Cortázar, en 1972, anticipaba estas notas. Me sorprendió la gravedad con que me asignaba tareas en la revista Libre , que él y Juan Goytisolo iban a dirigir en París. En esa época sus lectores se dividían en dos tribus distintas y ajenas: una prefería los cuentos, otra Rayuela . Cortázar estaba intrigado por la enemistad entre ambas tribus, y le gustó mi idea de que Rayuela no era una novela sino muchas. Pero había una que era la novela de Morelli. Yo quería reunir las Morellianas más otros textos suyos sobre el cuento en un tomito pretencioso, que fuese el manual secreto de la narrativa por venir. Julio, todo sea dicho, se entusiasmaba con esta clase de juegos de variables y variaciones; y sorprendentemente me dijo: Pero esa casilla de Morelli es tuya, es un libro del que eres autor, tendrás que firmarlo. ¡Pero, Julio, le dije, decepcionándolo, cómo voy a firmar un libro que tú has escrito! Me miró en silencio, y replicó: Entonces lo firmamos los dos.
Mi primera conversación con Cortázar, en 1972, anticipaba estas notas. Me sorprendió la gravedad con que me asignaba tareas en la revista Libre , que él y Juan Goytisolo iban a dirigir en París. En esa época sus lectores se dividían en dos tribus distintas y ajenas: una prefería los cuentos, otra Rayuela . Cortázar estaba intrigado por la enemistad entre ambas tribus, y le gustó mi idea de que Rayuela no era una novela sino muchas. Pero había una que era la novela de Morelli. Yo quería reunir las Morellianas más otros textos suyos sobre el cuento en un tomito pretencioso, que fuese el manual secreto de la narrativa por venir. Julio, todo sea dicho, se entusiasmaba con esta clase de juegos de variables y variaciones; y sorprendentemente me dijo: Pero esa casilla de Morelli es tuya, es un libro del que eres autor, tendrás que firmarlo. ¡Pero, Julio, le dije, decepcionándolo, cómo voy a firmar un libro que tú has escrito! Me miró en silencio, y replicó: Entonces lo firmamos los dos.
Estábamos, claro, en Barcelona,
donde la conversación era dominada por estos temas. Y Beatriz de Moura, a
quien he llamado nuestra musa editorial, porque todos queríamos
publicar con ella, nos invitó a cenar para hablar del librito en
cuestión. De pronto, Beatriz nos dijo: Tenemos que hablar del contrato y
de los derechos de autor. Los dos Julios se miraron en silencio,
demudados. Eramos, claro, incapaces de hablar de dinero. Rápidamente me
excusé: El autor es Julio, protesté. No, exclamó Julio, mi tocayo es el
autor, yo sólo lo he escrito. (Evito las comillas para no presumir de
exactitud y evitar ser citado). Beatriz, como siempre, nos llamó al
orden: dividiremos los derechos, dijo. Diez años después, estando yo de
profesor en la Universidad de Texas, en Austin, fui responsable de la
adquisición de los manuscritos de Cortázar. Preparé allí la edición de Rayuela
para la colección Archivos de París (coeditada con Saúl Yurkievich).
Encontré que Cortázar había ensayado ocho ordenamientos distintos de los
fragmentos: según los personajes, en números arábigos y romanos, a
partir de colores... Buscaba organizar una novela que llamó “Mandala”
Hasta que entendió que la novela era otra: un todo ya escrito, y que
había que restar cada fragmento de esa suma para que la remisión sea su
principio combinatorio; y esa resta cuajó en la metáfora de la Rayuela : en la hipótesis del juego y la libertad del Homo ludens
. Mi signo es buscar, escribe Cortázar. Picasso, en cambio, dijo, como
una amenaza: Yo no busco, encuentro. Es más nuestro el signo de la
intimidad.
La obra visible y la invisible
Por lo demás, este centenario de Julio Cortázar bien podría demostrar que su obra “visible” se hace más joven gracias a su obra “invisible” (o inesperada). Convoca su lectura a una complicidad en la excepción: leer, nos dice, es leernos; dialogar en la intimidad de la inteligencia mutua con ironía y empatía. Esta es una operación delicada, de aprendizaje y atención, que hay que saber compartir; si bien siempre incluye su “tablero de instrucciones” para reencontrarnos en sus páginas. Pero no es prudente llamar a Cortázar “gran cronopio,” lo que lo convierte en un personaje de Astérix. Y tampoco es necesario ir a París para arrojar al Sena un paraguas roto. El hecho es que los jóvenes que lo leen por primera vez descubren que su lectura abre un espacio nuevo, un horizonte hospitalario, donde el juego es una forma de la inteligencia y el lenguaje la materia del mundo.
Por lo demás, este centenario de Julio Cortázar bien podría demostrar que su obra “visible” se hace más joven gracias a su obra “invisible” (o inesperada). Convoca su lectura a una complicidad en la excepción: leer, nos dice, es leernos; dialogar en la intimidad de la inteligencia mutua con ironía y empatía. Esta es una operación delicada, de aprendizaje y atención, que hay que saber compartir; si bien siempre incluye su “tablero de instrucciones” para reencontrarnos en sus páginas. Pero no es prudente llamar a Cortázar “gran cronopio,” lo que lo convierte en un personaje de Astérix. Y tampoco es necesario ir a París para arrojar al Sena un paraguas roto. El hecho es que los jóvenes que lo leen por primera vez descubren que su lectura abre un espacio nuevo, un horizonte hospitalario, donde el juego es una forma de la inteligencia y el lenguaje la materia del mundo.
El taller de Cortázar
El Diario de Andrés Fava (Alfaguara, 1995) es característico: Andrés Fava es protagonista de la novela El examen (escrita en l950 y publicada en l986) y su Diario pudo haber sido una parte de ese libro. Sin embargo, advierte Aurora Bernárdez, “quedó excluido del corpus de la novela” y fue conservado por el autor como un libro independiente y futuro. Tiene, así, el carácter no menos interesante de documentar el taller de Julio Cortázar. Fue escrito también en l950, y transparenta la proximidad del narrador, sus lecturas, proyectos, y en un párrafo (página 105) adelanta lo que será “Continuidad de los parques”. El Diario es un llamado a la fábula, al delicado y audaz trabajo de escribirlo todo de nuevo.
El Diario de Andrés Fava (Alfaguara, 1995) es característico: Andrés Fava es protagonista de la novela El examen (escrita en l950 y publicada en l986) y su Diario pudo haber sido una parte de ese libro. Sin embargo, advierte Aurora Bernárdez, “quedó excluido del corpus de la novela” y fue conservado por el autor como un libro independiente y futuro. Tiene, así, el carácter no menos interesante de documentar el taller de Julio Cortázar. Fue escrito también en l950, y transparenta la proximidad del narrador, sus lecturas, proyectos, y en un párrafo (página 105) adelanta lo que será “Continuidad de los parques”. El Diario es un llamado a la fábula, al delicado y audaz trabajo de escribirlo todo de nuevo.
De allí que el libro empiece con la autoironía: “Diario de vida, vida de diario. Pobre alma, acabarás hablando journalese
. Ya lo hacés a ratos.” El habla coloquial establece las distancias
frente a la tradición sobreescrita del diario; mientras que “un tanguito
alentador” advierte la perspectiva crucial de la escritura: “Sabé
disimular.” Y un verso de Eduardo Lozano (“Mi corazón, copia de musgo”)
sugiere los espacios de la escena: la intimidad, la escritura, la
imagen. Así, hay que reconocer que la literatura es un “sacrificio de la
verdad a la belleza”. La escena original (nombrar) se ha convertido en
el escenario reflexivo donde ensayar la palabra religadora.
Eduardo Lozano fue un poeta argentino que colaboró en Sur
y trabajó de bibliotecario en la Universidad de Pittsburgh, donde lo
conocí. Había desaparecido de la literatura argentina, pero es notable
que reaparezca en una página temprana de un libro póstumo de su amigo de
juventud. Otro escritor argentino que fue amigo y protegido de Cortázar
es Néstor Sánchez, narrador diferente, que frecuenté en Lima y
Barcelona. Se hizo clochard en París, y cuando la policía lo detenía sólo mostraba un documento de identidad: la traducción al francés de su novela Nosotros dos
, que Julio había celebrado. También ha desaparecido de la literatura
argentina. Estaremos más solos si además desaparecen Enrique Molina y
Héctor Libertella.
En esta papelería, la moral del artista joven
va a definirse en tanto estado de “disponibilidad,” perspectiva que
Cortázar desarrollará en una ética de la obediencia favorecida por el
azar. Así, la escritura se define como “rigurosamente transmisible,”
como un acto de comunicación plena. Esa conciencia formal impone la
crítica de la prosodia, en virtud del “ritmo verbal” que desde la
textura de su propia voz forja su prosa propia. Todo lo cual remite a
una crítica del “realismo”, y a la reafirmación del espacio interior
como la fuente de lo objetivo. Reveladoramente, la discusión lo lleva a
plantearse un relato, que “nunca pude escribir bien”, porque requiere
todavía imbricar “la literatura y lo objetivo” para liberar a la fábula.
Ese relato será “Continuidad de los parques”, la semilla de la madurez
creativa, buscada por este libro iniciático, gracias a un tal Fava que
fabula la posible verdad de un escritor que, a sus cien años, sigue
siendo parte del tiempo futuro. Porque con él recomienza, en cada
lectura, la promesa de una fidelidad literaria mayor. No la ha apagado
el gran desaparecedero argentino.
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