12.2.14

Museo de la vida eterna

 Queremos tanto a Julio

En el comienzo del Año Cortázar, donde se recordarán los 30 años de su muerte y el centenario de su nacimiento, se publica un álbum biográfico que recorre una vida signada por la literatura


Cicilismo metafísico. Bajo la mirada de Carol Dunlop detrás de la cámera, Julio Cortázar posa en bicicleta en La Habana, Cuba, en 1980/revista Ñ
Todo indica que la obra inédita de Julio Cortázar es más vasta que su obra publicada, parte de la cual él dejó preparada para su edición; pero hay otra que todavía sigue siendo recuperada,  Aurora Bernárdez, su viuda y albacea, ha venido descubriendo las cajas chinas de un taller que, sin prisa y sin pausa, ocupaban otros pisos de su trabajo, tan casual como puntual.  Si Borges, por su lado, parece haber decidido anotar todos los libros de la Biblioteca Nacional para dejar una huella deliberada de su lectura; si Bioy Casares, por el suyo, editó su vasto Diario literal como una loza capaz de culminar su parricidio de Borges; Cortázar, en cambio, parece haber escrito en los varios pisos de su torre de Piranesi. Sólo que, asombrosamente, con la gratuidad fervorosa que define su relación con la escritura, no parece haber escrito para publicar otro libro pero tampoco para que nadie lea esos papeles. Hizo muy bien Aurora en llamar a la primera compilación de esos escritos Papeles inesperados . El titulo tiene la inmediata precisión suya, ese ligero sobresalto de estirpe cortazariana: anuncia que esos textos son papeles sueltos pero que su publicación es impuesta por los mismos. No se los podría haber llamado “Libro inesperado”, porque eso son la mayoría de los que se publican. Quizá César Aira podría haber escrito una brevísima novela sobre este Narrador que se imagina como Lector de su obra para ser su Personaje y poder escribirla.
Mi hipótesis, en efecto, es que la literatura de Julio Cortázar no es causal, pero tampoco casual. Tiene otra lógica de producción: no conoce principio ni final, es un acto completo, no un proceso. Es, en fin, un evento: no tiene linaje (autoridad) y no propone ni demanda (des-autorizada). Aurora Bernárdez me ha explicado que Julio dejó inéditos algunos libros que ella ha ido publicando porque entendió que no eran borradores (o sea, documentos de su obra en proceso) sino libros que él no había logrado publicar.  Recuerdo bien los dilemas de Galaxia-Gutemberg con la edición de las Obras reunidas de Cortázar. Fuera de dos tomos de Novelas y uno de Cuentos, ¿cómo ordenar ese material que resiste los imperativos de la clasificación editorial? La biografía de Keats, por ejemplo, es una caja de papeles sueltos, todo hecho a mano, y está en la biblioteca de raros de Harvard.  Es imposible imprimirlo, salvo como “libro de arte”, pero eso pertenecería ya al museo, mientras que este objeto, “ejemplar único,” es una suerte de libre animal de la escritura.  ¿Quién hubiera imaginado que su correspondencia ocuparía cinco tomos? Cada carta es más que una carta: es casi un diario, una biografía de la escritura y postula una tribu de interlocutores.  ¿Bastaría llamar miscelánea a los dos escenarios de escritura que organizó?
La vuelta al día en ochenta mundos y Ultimo round son gabinetes de la escritura, hechos de partidas y arribos, si bien el trayecto es el libro mismo, el primer mapa de un territorio imaginario. Una vez le pregunté a Julio Silva qué hicieron con la muñeca que desmembraron para fotografiar. La tiramos a un contenedor de basura, respondió, pero a poco Cortázar le dijo: “No podemos dejarla allí.” Y volvieron y la recuperaron. Ya no era una muñeca rota: era su relato.
El libro de dos autores
Mi primera conversación con Cortázar, en 1972, anticipaba estas notas. Me sorprendió la gravedad con que me asignaba tareas en la revista Libre , que él y Juan Goytisolo iban a dirigir en París. En esa época sus lectores se dividían en dos tribus distintas y ajenas: una prefería los cuentos, otra Rayuela . Cortázar estaba intrigado por la enemistad entre ambas tribus, y le gustó mi idea de que Rayuela no era una novela sino muchas. Pero había una que era la novela de Morelli. Yo quería reunir las Morellianas más otros textos suyos sobre el cuento en un tomito pretencioso, que fuese el manual secreto de la narrativa por venir. Julio, todo sea dicho, se entusiasmaba con esta clase de juegos de variables y variaciones; y sorprendentemente me dijo: Pero esa casilla de Morelli es tuya, es un libro del que eres autor, tendrás que firmarlo. ¡Pero, Julio, le dije, decepcionándolo, cómo voy a firmar un libro que tú has escrito! Me miró en silencio, y replicó: Entonces lo firmamos los dos.
Estábamos, claro, en Barcelona, donde la conversación era dominada por estos temas. Y Beatriz de Moura, a quien he llamado nuestra musa editorial, porque todos queríamos publicar con ella, nos invitó a cenar para hablar del librito en cuestión. De pronto, Beatriz nos dijo: Tenemos que hablar del contrato y de los derechos de autor. Los dos Julios se miraron en silencio, demudados. Eramos, claro, incapaces de hablar de dinero. Rápidamente me excusé: El autor es Julio, protesté. No, exclamó Julio, mi tocayo es el autor, yo sólo lo he escrito. (Evito las comillas para no presumir de exactitud y evitar ser citado). Beatriz, como siempre, nos llamó al orden: dividiremos los derechos, dijo. Diez años después, estando yo de profesor en la Universidad de Texas, en Austin, fui responsable de la adquisición de los manuscritos de Cortázar. Preparé allí la edición de Rayuela para la colección Archivos de París (coeditada con Saúl Yurkievich). Encontré que Cortázar había ensayado ocho ordenamientos distintos de los fragmentos: según los personajes, en números arábigos y romanos, a partir de colores... Buscaba organizar una novela que llamó “Mandala” Hasta que entendió que la novela era otra: un todo ya escrito, y que había que restar cada fragmento de esa suma para que la remisión sea su principio combinatorio; y esa resta cuajó en la metáfora de la Rayuela : en la hipótesis del juego y la libertad del Homo ludens . Mi signo es buscar, escribe Cortázar. Picasso, en cambio, dijo, como una amenaza: Yo no busco, encuentro. Es más nuestro el signo de la intimidad.
La obra visible y la invisible
 Por lo demás, este centenario de Julio Cortázar bien podría demostrar que su obra “visible” se hace más joven gracias a su obra “invisible” (o inesperada). Convoca su lectura a una complicidad en la excepción: leer, nos dice, es leernos; dialogar en la intimidad de la inteligencia mutua con ironía y empatía. Esta es una operación delicada, de aprendizaje y atención, que hay que saber compartir; si bien siempre incluye su “tablero de instrucciones” para reencontrarnos en sus páginas. Pero no es prudente llamar a Cortázar “gran cronopio,” lo que lo convierte en un personaje de Astérix. Y tampoco es necesario ir a París para arrojar al Sena un paraguas roto. El hecho es que los jóvenes que lo leen por primera vez descubren que su lectura abre un espacio nuevo, un horizonte hospitalario, donde el juego es una forma de la inteligencia y el lenguaje la materia del mundo.
El taller de Cortázar
El Diario de Andrés Fava (Alfaguara, 1995) es característico: Andrés Fava es protagonista de la novela El examen (escrita en l950 y publicada en l986) y su Diario pudo haber sido una parte de ese libro. Sin embargo, advierte Aurora Bernárdez, “quedó excluido del corpus de la novela” y fue conservado por el autor como un libro independiente y futuro. Tiene, así, el carácter no menos interesante de documentar el taller de Julio Cortázar. Fue escrito también en l950, y transparenta la proximidad del narrador, sus lecturas, proyectos, y en un párrafo (página 105) adelanta lo que será “Continuidad de los parques”. El Diario es un llamado a la fábula, al delicado y audaz trabajo de escribirlo todo de nuevo.
De allí que el libro empiece con la autoironía: “Diario de vida, vida de diario. Pobre alma, acabarás hablando journalese . Ya lo hacés a ratos.” El habla coloquial establece las distancias frente a la tradición sobreescrita del diario; mientras que “un tanguito alentador” advierte la perspectiva crucial de la escritura: “Sabé disimular.” Y un verso de Eduardo Lozano (“Mi corazón, copia de musgo”) sugiere los espacios de la escena: la intimidad, la escritura, la imagen. Así, hay que reconocer que la literatura es un “sacrificio de la verdad a la belleza”. La escena original (nombrar) se ha convertido en el escenario reflexivo donde ensayar la palabra religadora.
Eduardo Lozano fue un poeta argentino que colaboró en Sur y trabajó de bibliotecario en la Universidad de Pittsburgh, donde lo conocí. Había desaparecido de la literatura argentina, pero es notable que reaparezca en una página temprana de un libro póstumo de su amigo de juventud. Otro escritor argentino que fue amigo y protegido de Cortázar es Néstor Sánchez, narrador diferente, que frecuenté en Lima y Barcelona. Se hizo clochard en París, y cuando la policía lo detenía sólo mostraba un documento de identidad: la traducción al francés de su novela Nosotros dos , que Julio había celebrado. También ha desaparecido de la literatura argentina. Estaremos más solos si además desaparecen Enrique Molina y Héctor Libertella.
En esta papelería, la moral del artista joven va a definirse en tanto estado de “disponibilidad,” perspectiva que Cortázar desarrollará en una ética de la obediencia favorecida por el azar. Así, la escritura se define como “rigurosamente transmisible,” como un acto de comunicación plena. Esa conciencia formal impone la crítica de la prosodia, en virtud del “ritmo verbal” que desde la textura de su propia voz forja su prosa propia. Todo lo cual remite a una crítica del “realismo”, y a la reafirmación del espacio interior como la fuente de lo objetivo. Reveladoramente, la discusión lo lleva a plantearse un relato, que “nunca pude escribir bien”, porque requiere todavía imbricar “la literatura y lo objetivo” para liberar a la fábula. Ese relato será “Continuidad de los parques”, la semilla de la madurez creativa, buscada por este libro iniciático, gracias a un tal Fava que fabula la posible verdad de un escritor que, a sus cien años, sigue siendo parte del tiempo futuro. Porque con él recomienza, en cada lectura, la promesa de una fidelidad literaria mayor. No la ha apagado el gran desaparecedero argentino.

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