19.2.14

La literatura como testigo para no repetir la violencia en Colombia

Un estudio de la Universidad Nacional revela que en los años 50 un silencio de facto ocultó las heridas y la verdad de los novelistas no se tradujo en justicia y reparación. La investigación de la antropóloga Myriam Jimeno resultan reveladora por las lecciones que hoy no pueden repetirse en aras de la memoria de las víctimas, un tema que está en el centro de las negociaciones de paz con las FARC

Detalle de la portada de  El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón./elpais.com

Ahora que Colombia parece estar más cerca de cerrar un conflicto de 50 años con las guerrillas, los resultados de una investigación realizada por la antropóloga colombiana Myriam Jimeno, que revisó en detalle cómo se narró el conflicto colombiano durante la época conocida como La Violencia –un periodo entre 1946 y 1966 en el que se enfrentaron el partido liberal y el conservador–, resultan reveladores por las lecciones que hoy no pueden repetirse en aras de la memoria de las víctimas, un tema que está en el centro de las negociaciones de paz con las FARC. Una de las conclusiones es que un silencio de facto ocultó las heridas y la verdad de los novelistas no se tradujo en justicia y reparación.
Una de las conclusiones es que un silencio de facto ocultó las heridas y la verdad de los novelistas no se tradujo en justicia y reparación.
Según los inventarios, cerca de 74 novelas contaron la extrema violencia que Colombia vivió en los años 50, una proliferación literaria que para Jimeno deja ver “una gran angustia por dar a conocer esa violencia”. Pero en este caso no se trata de ficción. “Todas las novelas que estudié tienen un alto sello testimonial y se basan en hechos verídicos”, asegura la antropóloga, profesora de la Universidad Nacional en cuyo periódico, UN, dio a conocer su estudio bajo el título de Novelas de la violencia y la verdad que no se asumió.
Jimeno eligió cuatro novelas y una crónica cuyo punto en común es que fueron escritas en ese momento de la historia de Colombia y que además reflejan lo vivido en distintas regiones del país donde se ensañó la violencia bipartidista. En la lista hay desde consumados escritores como Eduardo Caballero Calderón (El Cristo de Espaldas, 1952, la historia de un cura que pretendía que liberales y conservadores no se mataran), pasando por Daniel Caicedo (Viento Seco, 1953, un médico destacado pero sin entrenamiento literario que cuenta los sufrimientos a los que se enfrentó una familia campesina atacada por la policía del gobierno, masacrada y desplazada).
Otra de las novelas, Lo que el cielo no perdona (1954), la escribe el cura Fidel Blandón. “Es una especie de híbrido donde por un lado el autor intenta tener la estructura de novela, pero por otro, inserta pedazos testimoniales, cartas y fotos de masacres. Blandón denuncia la manera como la policía y las autoridades locales impulsaron la violencia contra los campesinos liberales de esa época. Sobresale en este listado, La guerrilla del Llano (1955), una crónica larga que no es otra cosa que las memorias de Eduardo Franco Isaza, integrante de las guerrillas del oriente el país.
Muchos de estos libros fueron editados fuera de Colombia y empezaron a circular en el país casi de una manera clandestina. Lo curioso es que con el tiempo, algunos de esos textos fueron incorporados a la literatura escolar.
Entre los hallazgos de Jimeno está que el 85% por ciento de las novelas escritas durante La Violencia, adoptaron el punto de vista de los perseguidos, que en ese momento tenían la connotación de ser partidistas, esto quiere decir, liberales.
Entre los hallazgos de Jimeno está que el 85% por ciento de las novelas escritas durante La Violencia, adoptaron el punto de vista de los perseguidos, que en ese momento tenían la connotación de ser partidistas, esto quiere decir, liberales. “Esas novelas no ahorraron ningún recurso en su narrativa en hacer descripciones extraordinariamente detalladas y crueles, para mostrar la relación de lo que ocurría con las autoridades del momento”, dice Jimeno, cuyo análisis tiene una mirada antropológica y social, no literaria.
Para la investigadora, fue precisamente esa descripción tan cruel la que logró una altísima eficacia moral y simbólica entre los lectores, ya que produjo repudio frente a los agresores. “Desde el punto literario puede parecer un exceso de sangre pero es un recurso muy importante para que los lectores se identifiquen con el dolor de esas víctimas. Estas novelas crearon para la posteridad una narrativa de censura de las autoridades”.
La gran pregunta es por qué estos colombianos usaron la novela para narrar la violencia. Hay dos razones. Primero hubo una cesura oficial en la prensa y la radio durante todos esos años. La televisión llegó tardíamente y también fue censurada. Y segundo, porque este género literario era muy usado en América Latina como medio de denuncia de condiciones sociales opresivas o excesivas.
Pero este esfuerzo por contar la verdad de la violencia no se dio de una manera suficientemente pública y contundente, ya que no se tradujo en justicia y reparación. “Eso es lo que estamos tratando de que no se repita hoy”, dice Jimeno. Es cierto que la literatura se convirtió en el canal de expresión de lo que estaba ocurriendo, sin embargo, estas novelas circularon de mano en mano “sin que hubiera nunca un proceso público y claro de ventilar lo ocurrido y de sanar las heridas”.
En Colombia, entre 1958 y 1974 se dio un pacto entre liberales y conservadores que le ayudó al país, desde el punto de vista político, a salir de la violencia. Pero ese pacto –dice Jimeno– también implicó un gran rechazo a que se hablara públicamente de lo que ocurrió. Y esa es precisamente una de las grandes lecciones que quedan de ese pasado. “Es necesario discutir, escuchar, abrir canales en que las propias víctimas expresen lo ocurrido y que en esa expresión se pueda encontrar la reconciliación de toda la sociedad colombiana”.
Esto es algo que viene sucediendo, en parte, a través de organizaciones de víctimas y del Centro Nacional de Memoria Histórica, que es una iniciativa del gobierno. “Pero todos los colombianos tienen que acompañar esas expresiones porque es la manera de reconocer que ha habido graves errores que no pueden repetirse”.

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