A treinta años de la muerte del autor de Rayuela, el recuerdo de un bello texto sobre uno de los cuentos, escrito por la poeta argentina, y un fresco de la bohemia que animaba la vida cultural porteña en la década de 1960
Alejandra Pizarnik, poeta argentina./adncultura.com |
A Nathalie Sarraute se le colaba la nostalgia de un
París de entreguerras, que afloraba en precisiones en apariencia
banales: "Nos reuníamos en La Coupole?" En esa clave, invocar a Cortázar
a treinta años de su partida me precipita, inevitablemente, a reavivar
encuentros sesentistas en el humo del Bar Moderno, entre cervezas y
maníes, con fondo sonoro de Manal. O, ya tirando a medianoche, en
locales como Caño 14 o Jamaica, en los que Piazzolla y Goyeneche (¡y
alguna vez Gillespie!) hacían sonar lo suyo. O la calma, más sagrada, de
Galatea, a metros de Filosofía y Letras (hoy Rectorado de la UBA), en
la calle Viamonte, donde leíamos de contrabando ediciones originales de
Paul Éluard o de Michel Butor con la complicidad de Pierre Goldschmidt,
uno de los dueños franceses de aquella emblemática librería (el otro,
más severo, era Félix Gattegno), mientras Gérard Philipe, mordiendo un
libro y con expresión alucinada, miraba a los clientes desde un afiche,
en lo alto de la pared.
En los intersticios de ese lejano deambular por una
geografía urbana que ya no existe se filtraba, omnipresente, la personal
entonación, cómplice y sagaz, de Cortázar. Su impronta se vivía en
simultáneo con el auge del Di Tella, los dramas de Bergman y las
comedias de Dino Risi, o los ecos tardíos del impacto de La dolce vita ; con los inicios de Antín y -más tarde- de Fischerman; con La traición de Rita Hayworth
y la fascinación por Mónica Vitti y Jeanne Moreau, pero también con la
vergüenza por aquel comisario del onganiato que le cortó el pelo "largo"
al pintor Ernesto Deira. En contraste con esa represión inútil, la
pareja Cage-Cunningham aterrizaba, desafiante, en Buenos Aires. En esta
recorrida se mencionó el cine de Manuel Antín; habría que puntualizar
que a la narrativa de Cortázar Antín le debe toda su primera etapa:
debutó con esa impecable adaptación de "Cartas de mamá" que fue La cifra impar (1962); dos años después, Circe y, en 1965, Intimidad de los parques .
Lejos de aquí, los narradores y poetas del boom
parecían certificar que, para legitimar la literatura latinoamericana
en el mercado internacional, el exilio era condición casi de rigor. En
esos dominios tallaba con visos protagónicos nuestro Julio, aunque su
partida a París era un salto a ese "otro lado" anterior al de sus pares;
la irrupción de Rayuela , en 1963, se instauraba como un hito
desafiante en la literatura castellana. (Casi tanto como el original
impactaron entonces la versión francesa de Laure Guille en Gallimard - Marelle , en 1966- y la inglesa, de Gregory Rabassa - Hopscotch , del mismo año-, esta última mencionada por el propio autor en su hipotética carta a Glenda Jackson en Deshoras , su libro final.)
De esos mismos roaring sixties data también la aventura parisina de Alejandra Pizarnik, un séjour
de varios años que la vinculó a lo mejor de lo que circulaba por ahí,
aunque ella eligió "nutrirse de Paz", esto es, de la poesía de Octavio
Paz (el poeta que le había prologado su Árbol de Diana ), así
como de las voces -acaso más secretas- de Mallarmé y Rimbaud, mientras
Cortázar le aseguraba el refugio de la amistad. Fue poco después de su
regreso de Europa cuando conocí a Alejandra; me conecté con ella porque
había empezado a cartearme con Julio (con quien no tenía relación
previa) ante la posibilidad de editar un compendio de estudios sobre su
narrativa.
Era una iniciativa que, como síntoma de esa misma Weltanschauung
, se originó en calle Corrientes, el otro polo de la movida de la
bohemia porteña. Juan José Sebreli tiene razón cuando asegura que ni
Viamonte ni Corrientes eran el Quartier Latin, ni el Village ni
Bloomsbury, es decir, no eran barrios bohemios en sentido estricto, pero
vamos, en sus rincones anidaba un fervor por la lectura y las artes que
los asimilaban a aquellos guetos de las capitales culturales. La cosa
es que -volvemos a calle Corrientes- una tarde David Viñas cae a La Paz
con un reading de ensayos sobre narradores estadounidenses.
Tira el libro sobre la mesa y, a boca de jarro, me propone ese modelo
para abordar en términos de crítica la producción insoslayable, ya para
entonces, de Julio Cortázar.
Con Sara Vinocur nos repartimos tareas para reclutar artículos ya publicados y para encargar otros, ad hoc
, a los que se agregaría un prólogo y la bibliografía existente hasta
ese momento, esto es, fines de 1967. Así se armó aquella compilación de
diez ensayos, a la que en el camino se le cayó uno, de Anita Barrenechea
(que, más tarde, fue publicado en otro sello). El editor con mejor
disposición fue Carlos Pérez, un muchacho de calle Corrientes que tenía
su oficina en el mismo local de Talcahuano en el que Jorge Álvarez
cimentaba su leyenda de editor outsider . (Pocos años después,
cuando la Triple A empezó a dejar rastros de sangre en los domicilios de
los que se llevaba gente, Carlos Pérez fue secuestrado en un operativo
simultáneo al que hizo desaparecer al recordado periodista Enrique
Raab.)
Los cielos de Pizarnik
La vuelta a Cortázar en nueve ensayos , tal
vez el primer volumen de crítica íntegramente dedicado al escritor, se
publicó en octubre de 1968; en la portada del libro, la muy difundida
foto de Sara Facio (cedida generosamente por la prestigiosa fotógrafa)
había sido virada al amarillo, lo cual movió al escritor a afirmar, en
una carta: "Proféticamente tengo en la tapa la misma cara que esta
noche, es decir, amarilla". Ocurría que cuando el libro llegó a París,
en pleno invierno, en su departamento de la Place du Général Beuret
Julio sufría los efectos de la entonces temida "gripe de Hong-Kong", así
llamada porque -entre otras cosas- el virus amarilleaba los rostros:
"Escribo con 38.5 de fiebre?; el teclado de la máquina oscila
cadenciosamente, y una mano nada cariñosa me aprieta la nuca".
Dividido en tres secciones, el índice consignaba trabajos de Noé Jitrik (sobre "la zona sagrada" y "el mundo de los otros" en Bestiario
, escrito en Besançon y enviado desde allá), Manuel Durand ("El pequeño
mundo de cronopios y de famas"), Alain Bosquet ("Las realidades
secretas de Cortázar", originalmente publicado en Le Monde), Antonio
Pagés Larraya (a propósito de Los premios ), Graciela de Sola (más tarde Graciela Maturo, sobre Rayuela ), Guillermo Ara (sobre La vuelta al día en ochenta mundos
, por entonces recién publicado), Luis Gregorich ("Cortázar y la
posibilidad de la literatura") y uno mío, "El perseguidor perseguido"
(en la sección "Todo Cortázar"), que cerraba la compilación. Y, por
supuesto, el de Alejandra Pizarnik.
Ese lúcido ensayo, que se convirtió en highlight
de la compilación y que ahora rescatamos a casi medio siglo de su
redacción (fue reproducido por Lumen, con reconocimiento de fuente, en Prosa completa , de 2001), analiza "El otro cielo" -del volumen Todos los fuegos el fuego -, esa aventura narrativa entre París y Buenos Aires, el mismo trayecto aller-retour
que había marcado a Alejandra en esa etapa de su vida. El cuento
plantea un vínculo profundo (y también íntimo, en tanto lo articula la
subjetividad de un narrador) entre dos ciudades. En dos estratos de
tiempo, además, lo cual promueve la escisión del sujeto. Pero en todo
caso el factor urbano es importante: demanda la invención de un corredor
secreto que conecte los dos espacios.
La lectura recreadora de Pizarnik focaliza en su centro
vital el universo fantasmático de Cortázar: "la fantasma" Josiane (la
prostituta de 1880) es, para el narrador, más vivaz y más persuasiva que
la insípida -aunque real- Irma, la novia porteña de 1940. La poeta era
una sagaz devoradora de Lautréamont:
"El otro cielo" consta de dos partes regidas cada una por epígrafes originarios de Les chants de Maldoror
. El contexto del primero alude a la despersonalización, al temor de
perder la memoria o la identidad, y al doble. Cortázar transcribe la
"terrible acusación" de Lautréamont a una sombra intrusa en su cuarto:
Esos ojos no te pertenecen? ¿De dónde los has tomado?
Para entonces Pizarnik había descubierto, después de un
prolongado trayecto de inestabilidad emocional, terapias y desencantos,
las afinidades entre las resonancias freudianas del deseo y las
proyecciones míticas de lo imposible.
Al evocar el Pasaje Güemes de su adolescencia, el
narrador presenta una mixtura que alía un interés por los caramelos de
menta con amores a precio fijo, con voces que anuncian las ediciones
vespertinas con crímenes a toda página. Las correspondencias extremas
que incluye su enumeración no bastan para volver visibles los prestigios
y ese poder de hechizo que el tierno paseante atribuía a pasajes y
galerías. Pienso, entonces, en virtudes más secretas: galerías y pasajes
serían recintos donde encarna lo imposible. [?] Y puesto que lo
imposible es sinónimo de lo vedado, el Pasaje Güemes se manifiesta como
el lugar prohibido que se desea y a la vez se teme franquear.
Años después el misterioso adolescente alienta
(palpita) en el interior de un adulto que ejerce la profesión de
corredor de bolsa. Intensificada su atracción por galerías y pasajes,
elige como espacio predilecto a la Galérie Vivienne, pequeño mundo de
hermosura inocente, que se halla en París y en el siglo XIX. Allí conoce
a Josiane, una prostituta encantadora. Poco importa cómo realiza la
mudanza: lo esencial es que un deseo imposible ha sido elevado a un
plano absoluto en el que alguien se conduce con maravillosa soltura.
Me es difícil renunciar a percibir, en esta
revivificación (¿relectura o reescritura?) del relato de Cortázar, la
voz y las inflexiones de la inolvidable poeta. Cuando dialogábamos con
Alejandra, en efecto, me gustaba escuchar su entonación, áspera y dulce a
un tiempo; nunca había escuchado, en cambio, a Cortázar, a quien
trataba sólo a través del correo, así que me llevó tiempo descubrir una
insólita continuidad sonora: la lectura grabada de la carta a Rocamadour
de Rayuela y, después, los diálogos con Julio a través del
teléfono me depararon una sorprendente afinidad: la voz y la enunciación
del narrador y las de su amiga poeta tenían, en común, un inefable dejo
gutural de extranjeridad.
Alguien que anduvo por aquíEn la cotidianidad, en la preparación del reading
y en la proximidad de Alejandra, yo creía entrever un módico (y
presuntuoso) paralelismo con el cuento que ella analizaba: por el
pasadizo o laberinto urbano porteño de aquel 1967 yo transitaba
(saltaba) de los atrapantes diálogos sobre Cortázar en el living de
Alejandra, en su casa de Montes de Oca, al aséptico análisis académico
de obras del mismo escritor que hacíamos en la cátedra de Introducción a
la Literatura, en la vieja Facultad de Letras de la avenida
Independencia. Era como pasar (saltar) de Josiane a Irma.
Mientras se gestaba aquel reading -nunca reeditado-, cada tanto Julio me erigía en go-between epistolar ("Saludos a la querida cronopia Alejandra", decía), en tren de mantener siempre actualizado el vínculo con su amiga.
Cinco años más tarde, a los 36 años y después de
fallidos intentos anteriores, Alejandra se atiborró de somníferos y ya
no despertó. Era septiembre de 1972; fue insoportable, fue abrupto, como
a traición.
Julio, por su parte, viajó un par de veces a su país;
uno de sus países, en realidad, porque -como se sabe- la Argentina no
era su solar natal: lo habían inscripto como Julio Florencio Cortázar
Scott, cuando nació en Ixelles -suburbio de Bruselas-, el 26 de
setiembre de 1914, pero la familia regresó a Buenos Aires (a Banfield,
en rigor) cuando Julio tenía 4 años, y entonces fue argentino; años
después, en 1981 tomó la nacionalidad francesa, en repudio a la
dictadura del Proceso en la Argentina. Uno de los viajes que lo trajeron
de París a Buenos Aires fue poco después de la partida de Alejandra: en
1973 vino a presentar su Libro de Manuel en la CGT de los Argentinos de Paseo Colón.
Pasó por aquí por última vez en diciembre de 1983,
cuando Raúl Alfonsín asumía como presidente y la Argentina se
reencontraba con la democracia. Esa última visita fue deliberadamente
fugaz porque proyectaba volver poco después, con más tiempo disponible
para pasar con los amigos: "Sigo enfermo y nadie sabe de qué. [?] Soy
lacónico a la fuerza. En marzo nos veremos allá, estoy seguro, y
hablaremos largo. Un abrazo de: Julio". Así escribía el 28 de diciembre
del mismo año de su visita, en una carta manuscrita que recibí en enero
de 1984.
No hubo marzo, ya, para Julio; en la carta menciona su
ignota dolencia, de la que esperaba salir pero que en ese momento lo
condenaba al laconismo, rasgo infrecuente en él, tan expansivo en su
correspondencia. No se recuperó; no pudo volver y vaya a saber cuántos
potenciales anfitriones porteños quedaron frustrados. Con la
incuestionable vivencia, eso sí, de haberlo frecuentado durante el que
había sido su último salto, la inapelable evidencia de -parafraseando
uno de sus títulos- alguien que anduvo por aquí. Han pasado treinta años
desde que, en ese imperdonable 12 de febrero y en París, una "visita
inoportuna" frustró aquel rendez-vous en Buenos Aires: no te vamos a apurar, Julio, pero te seguimos esperando en marzo.
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