La escritora es una de las estrellas emergentes de la literatura Su primera novela, Lejos de Ghana, se publica en España
La escritora Taiye Selasi vive en Roma. /Nancy Crampton./elpais.com |
Taiye Selasi
es el más claro ejemplo de esa realidad bautizada por ella como
“afropolitismo”: nació en Londres hace 35 años, se crió en
Massachusetts, es hija de un cirujano ghanés y una pediatra nigeriana y
estudió en Yale y Oxford. Con el apoyo de Toni Morrison y el empuje del
poderoso agente Andrew Wylie, conocido por su ferocidad como El Chacal, se ha convertido en una estrella emergente de la literatura. Su primera novela, Lejos de Ghana (Salamandra), cuenta la historia de los Sai, una familia afroamericana rota por el abandono del padre.
En el Trastevere, el barrio de Roma donde vive desde hace tres años, la conocen como la scrittrice
y en un elegante local de copas de Piazza Spagna han bautizado con su
nombre un cóctel: “Lleva vodka, jengibre, ingredientes secretos y mucho
amor”. En la terraza de su ático está el estudio acristalado donde
escribe. Rodeado de luz, con vistas espectaculares sobre la ciudad y
entre los chillidos de las gaviotas, bien podría ser un faro. Desde hace
unos meses, Selasi alterna la soledad de su trabajo con el reality televisivo donde participa como jurado, Masterpiece, en el que aspirantes a escritor compiten para publicar un libro y conseguir fama y dinero.
En el reciente Festival del Libro de
Jaipur, en India, calificó de absurdo el concepto de novela africana y
reivindicó otro término: afropolitismo. ¿Qué significa exactamente?
En 2005, escribí un ensayo donde describía el origen de una noción más flexible de identidad. El afropolitismo
define a jóvenes de origen africano con una identidad híbrida, como mi
hermana y yo. Mi padre nació en Costa del Oro, que en 1957 se convirtió
en Ghana, estudió en Escocia y terminó trabajando como cirujano en
Arabia Saudí. Los abuelos de mi madre eran un misionero escocés y una
mujer yoruba, ella se crio entre Londres y Lagos y conoció a mi padre
cuando ambos estudiaban Medicina en Zambia. Mi hermana melliza y yo
nacimos en Londres y crecimos con el sentimiento de ser de todas partes,
no sólo nigerianas o británicas o americanas.
¿Y esa nueva identidad no modifica la definición de ser británico o ser americano?
Sin duda. Los grandes cambios que trajo el
colonialismo son especialmente visibles, no en los jóvenes países que
surgieron a continuación, sino en París, Londres, Bruselas… Cuando sales
al mundo y lo colonizas, a continuación el mundo entra en tu casa. Si
no quieres incluir a escritores indios, nigerianos o jamaicanos en tu
definición de literatura británica, no deberías haber colonizado India,
Nigeria y Jamaica. Hablamos de lo británico como si solo significara té,
la reina o ser blanco, y eso es absurdo. Lo británico se ha vuelto
“marrón”.
¿Marrón?
Me niego a utilizar el término “negro”. Referirse
a alguien por el color de su piel no es algo neutral e inofensivo. Al
contrario: perpetúa el engaño de la existencia de una raza negra. Creo
en el poder de la lengua para cambiar el pensamiento. James Baldwin
decía que uno escribe para cambiar el mundo, aunque el cambio sea
mínimo. Hablar de gente marrón produce cuanto menos extrañeza: ¿por qué
no dice negro?
Usted, una afropolita, estudió en Estados Unidos. ¿Sintió una proximidad especial con la cultura afroamericana?
Desgraciadamente el mito de la raza es una parte
dominante de la vida y de la cultura popular en Estados Unidos. Cuando
llegué a Yale, entré a formar parte de la categoría de estudiantes
negros de la universidad. Sin embargo, en un estudio reciente se
mostraba que alrededor del 70% de esos estudiantes son inmigrantes de
África o de las Indias Occidentales. Asumir que alguien que creció en
Nairobi ha de congeniar con alguien que creció en Brooklyn por el color
de su piel no tiene sentido. Dicho esto, sé que todo lo que han
conseguido los inmigrantes africanos en EE UU ha sido posible gracias a
los afroamericanos. Mi madre estudió en Harvard porque era una mujer
brillante y porque trabajó muy duro, pero también porque, muchos años
antes, otra persona de piel marrón consiguió entrar en esa institución
en circunstancias muy duras.
Ser de todas partes y al mismo tiempo ninguna, ¿no la condena al desarraigo?
Identificar desarraigo con inmigración resulta
engañoso. El arraigo es un sentimiento que nace de lo local y no de un
país en su conjunto. Yo me siento en casa cuando voy a Accra, la capital
de Ghana: el olor, la comida, las calles, mis amigos, mi madre, que
vive allí desde hace 13 años, mi padre, que es ghanés… Pero eso no me
sucede en otra ciudad, como Kumasi. Eso es algo universal. Mi abuela
vive en Málaga desde hace muchos años, es una gran bailaora de flamenco y
hace unas paellas buenísimas. Para ella eso es su España.
Pero para un escritor, ¿la patria no es su lengua?
Yo no hablo ninguna lengua como un nativo del
país. En Ghana, en Italia y hasta en EEUU, la gente me pregunta de dónde
soy. Mi madre tiene un acento británico muy marcado y fue ella quien me
enseñó a hablar. En realidad, mi auténtico país es mi hermana. Lo más
hermoso de tener una melliza es que por extraño que fuese el mundo en el
que nací, no llegué sola.
Entre los estereotipos que existen en torno a
África está la potente sexualidad del hombre africano. Sus personajes
masculinos son amantes asombrosos…
Soy Escorpio, el signo más sexual del zodiaco. El
sexo es una metáfora maravillosa de la experiencia humana: el deseo de
unión, la búsqueda de un hogar, la separación… Explica el resto del
drama humano; me interesa mucho, pero como cuestión humana, no
relacionado con un continente de forma sociológica o antropológica. Eso
no quiere decir que no sea consciente de que existe una inmensa
mitología retorcida acerca de la sexualidad del africano.
Su agente literario, Andrew Wylie, es famoso por su ferocidad y su eficacia. ¿Cómo lleva trabajar con él?
Andrew es un hombre muy dulce. Le envié las cien
primeras páginas de mi novela. Estaba tan nerviosa que escribí mal su
apellido en el sobre, pero lo corregí a tiempo. Él se iba a Londres y
leyó el manuscrito en el avión. Eso fue un jueves y el lunes siguiente
me reuní con él. Me dijo que podía vender la novela sin que yo la
terminara antes y así hizo. Pero las expectativas eran tan altas que no
pude seguir escribiendo. Dejé Nueva York y vine a Roma para acabar la
novela. Debo mi supervivencia como creadora a esta ciudad.
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