Pocos meses antes de su muerte, Kurt Cobain logró conocer en persona a su ídolo. Un ensayo recrea la visita del músico al escritor beat en su casa de Kansas en 1993
Kurt Cobain visita a William Burroughs en su casa de Lawrence (Kansas). Octubre, de 1993. / Cobain Estate./elpais.com |
Resulta extraño hablar de William S. Burroughs y Kurt Cobain
la misma semana en que la heroína ha vuelto a asomar su daga en forma
de muerte por sobredosis del actor Philip Seymour Hoffman. La misma
semana, también, en que la alarma social por el espectacular repunte de
su consumo en EE UU ha saltado a primera plana. La heroína formó parte
de la oscura identidad de William S. Burroughs —cuyo nacimiento en San
Luis (Misuri) hace hoy 100 años supuso la llegada del mesías moderno de
esta devastadora droga— y de Cobain, cuyo suicidio en abril de 1994
estuvo provocado no solo por su incapacidad para digerir el fétido
futuro mercantil que le estaba reservado a su famoso grupo, Nirvana,
sino también por los estragos de la letal sustancia, en la que el bello
ángel del grunge había refugiado su dolorida alma de eterno niño varado. Yonqui, primera y descarnada novela de Burroughs, era el libro de cabecera de Cobain.
La historia del encuentro, en octubre de 1993, entre el viejo gurú de
la contracultura y el joven músico la recoge ahora un ensayo, Nada es verdad, todo está permitido
(Alpha Decay), de Servando Rocha, que encierra las claves de cómo
Cobain, en busca de la sagrada voz de su icono literario, solo encontró a
un hombre que desde finales de 1981 vivía en la tranquila Lawrence, en
Kansas, a base de dosis diarias de rutina, amor de su gato y metadona.
Burroughs cursó la invitación al líder de Nirvana después de haber
rechazado protagonizar el vídeo de Heart-Shaped Box, tema de In utero
para el que Cobain soñaba con la figura del escritor como un viejo
Cristo yonqui crucificado. Además, un año antes, en una grabación
titulada Le llaman El Cura, una pequeña casa de discos había
mezclado la voz del escritor con un fondo de la guitarra del músico.
Definitivamente, el chico merecía un poco de su tiempo.
“Fue Courtney Love quien después de la muerte de su marido empezó a
filtrar la documentación de su archivo. Es ahí donde están las cuatro
fotos que me movieron a empezar este libro”, rememora Rocha. “Pese a que
Burroughs conoció a mucha gente del rock&roll durante toda
su vida, aquellas fotos eran reveladoras”. Quizá porque en ellas se
concentra toda la mística de un tiempo sediento de respuestas.
Cuando Cobain murió,
Burroughs fue parco: “Lo que recuerdo es la expresión moribunda de sus
mejillas. Él no tenía intención de suicidarse. Por lo que yo sé, ya
estaba muerto”. Como recuerda en su libro Rocha, Burroughs reparó en el
tormento del líder de Nirvana: “Poco después, cuando Cobain se hubo
marchado, Burroughs le confesó a su ayudante que había ‘algo raro en
aquel chico’, advirtiendo que su invitado ‘fruncía el ceño continuamente
y sin razón aparente’, como si estuviese librando una batalla secreta,
una feroz y despiadada guerra interna”.
Burroughs sabía de lo que hablaba. La muerte y sus fantasmas llevaban
décadas acechándole. En 1951, en Ciudad de México, con 37 años, una
pistola (otra de sus pasiones, las armas) y el cuerpo bien cargado de
alcohol y drogas, quiso jugar a Guillermo Tell con Joan Vollmer, su
mujer y madre de su hijo. Erró en el tiro y Joan murió. Sin el peso por
la culpa de este estúpido incidente es imposible entender su figura
literaria. En el prólogo de su novela Queer, publicada en 1985 y recientemente reeditada en una versión definitiva por Anagrama,
Burroughs habla abiertamente de cómo sin aquella muerte jamás hubiese
nacido su voz. “Todo me lleva a la atroz conclusión de que jamás habría
sido escritor sin la muerte de Joan, y a comprender hasta qué punto ese
acontecimiento ha motivado y formulado mi escritura”.
El autor recibió a Cobain por la mañana, rodeado de su gato y de sus
publicaciones sobre “armas, supervivencia y artes marciales”. Cobain
llegó junto a su mánager, Alex McLeod, y un disco de Leadbelly, viejo
cantante de blues que había descubierto gracias a una entrevista del
escritor y que se había convertido, a sus ojos, en “el primer punk rocker”. “Estos nuevos chicos del rock&roll
deberían dejar a un lado todas esas guitarras y escuchar algo que tenga
realmente alma, como Leadbelly”, había dicho Burroughs. El ensayo nos
recuerda que a través de Leadbelly, Burroughs y Cobain se puede trazar
la otra historia del siglo XX.
El primer contacto de Cobain con el autor de El almuerzo desnudo
había sido en la biblioteca de Aberdeen, cuando el primero era un
adolescente marcado por la separación de sus padres, la mala relación
con su madre y la desolación de su propia incomunicación. Burroughs, a
diferencia de otros escritores, había resistido todas las pruebas del
idealismo de Cobain, estaba a la altura de la misantropía y el nihilismo
que marcaban su personalidad. Al referirse a los diarios de Kurt
Cobain, Rocha apunta: “En última instancia, su autor perseguía cumplir
la frase que Nietszche dejó escrita para que centenares de poetas, punks y enfants terribles la hicieran suya y se movieran al dictado de su ritmo: ‘El que ha perdido el mundo quiere ganar su propio mundo”.
En el encuentro Cobain-Burroughs nadie bebió, fumó o se drogó. Unos
años antes, Burroughs había participado en una de las películas de la era grunge, Drugstore cowboy
(1989), de Gus van Sant, interpretando a un personaje, apodado El Cura,
a cuyo encuentro acude Matt Dillon, el protagonista, en busca de una
respuesta sobre su destino. Hay cierto paralelismo entre ambos momentos.
En la ficción, Burroughs responde: “Mi predicción para un futuro
próximo es que los derechistas usarán la histeria de las drogas como
pretexto para crear un aparato policial internacional, pero ya soy un
hombre viejo y puede que no viva lo suficiente para ver la solución
final al problema de la droga”.
Pocos días antes de morir, en 1997,
escribió la última entrada en su diario. “No hay nada. No hay sabiduría
final ni experiencia reveladora; ninguna jodida cosa. No hay Santo
Grial. No hay Satori definitivo ni solución final. Solo conflicto. La
única cosa que puede resolver este conflicto es el amor. Amor puro. Lo
que yo siento ahora y sentí siempre por mis gatos. ¿Amor? ¿Qué es eso?
El calmante más natural para el dolor que existe. Amor”. Su editor,
James Grauerholz, aseguró que había muerto tranquilo y sereno. Al
parecer, quería ser incinerado en Tánger y que luego esparcieran sus
cenizas en Gibraltar. No hay Santo Grial. Solo un gato. Quizá Kurt
Cobain no soportó la respuesta.
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