3.11.11

Una lenta muerte en el desierto

La prosa de Daniel Sada es eminentemente sensorial y mexicana. Luego de Casi nunca, ganadora del Premio Herralde, A la vista confirma la maestría del autor en una obra sobre la soledad, la derrota y el azar

Daniel Sada. Poeta, cuentista y novelista. foto.fuente: Revista Ñ

Es difícil encontrar un asesino que genere tanta empatía en los lectores como Ponciano Palma, el protagonista de A la vista , la nueva novela del mexicano Daniel Sada.

Ponciano podría no haber matado a nadie y haber continuado su vida gris, pero en el primer capítulo de esta tragicomedia ágil cumple una fantasía extendida y se carga al déspota de su jefe. Lo hace a instancias de su colega Sixto Araiza y, como dijo el autor en una entrevista con Ñ a propósito de la novela Casi nunca (que le valió el Premio Herralde 2008 y le abrió la puerta de nuevos lectores, sobre todo en la Argentina) "Ni el mal ni el bien existen en abstracto. Todo requiere de una acción". Pues bien, ese axioma, que revaloriza la acción ante todo, aquí se repite, pero la acción de Ponciano, aunque es un asesinato con saña y a sangre fría, no alcanza para juzgarlo moralmente. Esa acción es la que provoca todo el relato, es la que condena a Ponciano y la que lo redime. Si no se hubiese convertido en un asesino, no habría historia que contar más que la vida gris y monótona que Ponciano tenía antes junto a Irma Belén, su esposa. Sin embargo, esta novela es una tragedia, porque Ponciano es un hombre "bondadoso, sensible, pero derrotado". Lo es en todo momento, antes y después del homicidio. O tal vez no, porque la sospecha gobierna el relato. Todas las afirmaciones son puestas en duda y todas las explicaciones son posibles, justificadas y hasta comprensibles, incluso el asesinato. Para eso, Sada se sirve del humor, y de su narrador.

Casi nunca le llevó al autor veinticinco años de trabajo y reescritura. Cuando corregía los últimos detalles, ya trabajaba en esta novela, que quizá por eso se le parece tanto, en su geografía y también en su prosa eminentemente sensorial y mexicana. Tiene el polvo y la aridez del desierto, los olores y los excesos de sus comidas. Tiene esa musicalidad de los modismos y es tan natural que parece oral aunque está construida hasta el mínimo detalle. Es barroca y coloquial y cada palabra encaja, porque Sada borra otra vez todas sus marcas de autor.

En los dos libros hay una fuga. Es barroca pero simple, porque intercambia oraciones largas, de diez líneas y llenas de subordinadas con otras brevísimas de apenas una palabra. Hay también afirmaciones, interrogaciones y negaciones; todas en el mismo párrafo. Por eso exige, como en sus libros anteriores, una buena dosis de compromiso al lector. Sin embargo ese primer esfuerzo es sólo para contarle una historia sencilla, una fábula, que como tal indaga sobre temas trascendentes y universales: la muerte, el azar, el hastío y la pereza. Son las cavilaciones que gobiernan la vida del protagonista.

El motor que mueve a Ponciano hace de ésta, una novela contemporánea. El gran drama del dudoso héroe atraviesa la cultura de hoy. Ponciano le teme al tedio. Cabría suponer que a lo que más le teme es al aburrimiento, pero como no posee un deseo que lo impulse a concretar sus acciones provoca al destino como si tirara los dados para ver si así es capaz de torcer su realidad. Y aunque tiene esperanza, intuye su final, que bien podría ser otro .

Es también una novela sobre la muerte. Es difícil abstraerse del hecho de que por estos días el propio Sada está librando su propia batalla. Pero lo único seguro es que Ponciano fantasea con su propio deceso y hasta con el de otros personajes. La muerte ajena es un catalizador para doblar la apuesta, la propia, el final abrupto. "Ponciano debía entender que él, como cualquier persona, es prescindible", dice el narrador en tono fatalista. Ponciano es prescindible, como todos. Nadie lo extraña demasiado, está solo y por eso los personajes secundarios carecen de entidad.

Ponciano actúa así "por purificación. Por hartazgo. Por resarcimiento. Por conceptos tan impensados como deseo, antojo, desdén, moralismo, confusión". Así lo sugiere el narrador de Sada y la mujer de Ponciano, que al principio resulta poco querible porque Ponciano y el narrador así lo quieren, y luego –el azar, Ponciano o ambos– cambian la apreciación del lector.

Es difícil enumerar demasiados detalles en la obra de Sada. Lo que persiste, lo que queda es el tono, el ruido de fondo, cercano al de un cuentacuentos, a un chisme pueblerino. Queda ese ambiente rural y lejano –el desierto– que para quien haya leído a Sada se vuelve tan familiar y reconocible. En ese espacio, en la idiosincrasia de sus personajes se explica buena parte del goce que significa la experiencia de leerlo. También en el hecho insoslayable de que este discípulo de Juan Rulfo, no leyó más que obras clásicas hasta sus 25 años.

A la vista, como la Divina Comedia, está dividida en tres partes, pero su Infierno, Purgatorio y Paraíso se parecen demasiado.

A la vista es también una metáfora del oficio del narrador y de su imposibilidad para ser siempre original y provocar una escalada de suspenso interminable. Así es el derrotero de Ponciano, como el de un escritor que pretende evitar la repetición a toda costa pateando el tablero para crear puntos de inflexión in aeternum , una empresa a todas luces imposible. "Narrar retrae, repetir más". Sada repite su fórmula de barroco en el desierto, lo bien que hace.

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