"Esa tarde de Lisboa estaba escrita. Y no hubo manera de reescribirla. Terminó pasadas las cinco de la tarde con el mismo cielo pálido y el mismo tema que había empezado, aunque con una ligera variación en la despedida de Héctor Abad Faciolince, autorretratado y resumido en las 17 palabras de su adiós: "Soy un exiliado español. La próxima vez nos veremos en la frontera o allí donde murió Machado, en Collioure".
Lo dice saliendo de una inmensa nube de humo de castañas asadas que envuelve la esquina de las rúas de Garrett con António Maria Cardoso. El periodista y escritor colombiano está vestido de negro y gris, potenciando su aspecto de profesor de física con gafas y pelo blanco acaracolado, aunque en este instante parece un científico loco con el cabello revuelto. Desde que publicó hace cuatro años El olvido que seremos (Seix Barral), su nombre asciende lento en una espiral. Una novela-crónica en la cual reconstruye la impunidad sobre el asesinato de su padre a manos de los paramilitares en 1987, que deriva en una de las más hermosas manifestaciones de amor de un hijo por su papá; al tiempo que desanda los caminos que recorrió su familia hasta ese momento, que los llevó a toparse con el cadáver del doctor Héctor Abad Gómez 99 días antes de que cumpliera 66 años, en la calle de Argentina, de Medellín, donde el hijo encontró en un bolsillo un poema premonitorio y desconocido de Jorge Luis Borges.
Ahora, el nombre de Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) estará más en boca de todos por sus dos nuevos libros: Traiciones de la memoria (Alfaguara) y El amanecer de un marido (Seix Barral). El primero reúne tres relatos, del cual destaca el primero, donde la realidad parece predestinada a la ficción al rastrear policiaca y literariamente el origen y la autoría del poema que llevaba su padre el día de su asesinato y que termina revelando la noticia de que cinco poemas de Borges considerados apócrifos son auténticos. "Una prueba de que si se investiga se puede llegar a la verdad". Mientras que en El amanecer de un marido sus cuentos se asoman en los vericuetos del desamor y el desencuentro. El penúltimo en elogiar al autor colombiano ha sido Mario Vargas Llosa en su artículo del 7 de febrero pasado publicado en EL PAÍS y reproducido en medios de medio mundo.
La de Héctor Abad es una vida personal, periodística y literaria de apurados trazos dramáticos y borgeanos donde la realidad parece ficción y la ficción suplanta a la realidad. Un territorio fronterizo cuyas claves revelará más tarde: "Cada vez me interesa más la realidad y menos la ficción, pero cada vez me parece más que todo, todo, es ficción". Una idea de la que no escapa la identidad, "es una ficción, no es una realidad, es una cosa que uno se inventa y se pone, como un sombrero". Lo dice un hombre que considera que "el escritor tiene que tener una personalidad disociada, ser capaz de salirse de sí mismo". Y así transcurrirá una tarde sobre búsquedas de la verdad, de falsificaciones, de azares, de determinismos, de ex futuros, de bifurcaciones y con, como si estuviera escrito, un fotógrafo de apellido Socías, que lo retratará.
Tres horas antes de aquella despedida entre la nube de humo olorosa a castañas asadas, Abad Faciolince empieza a recapitular su vida en el suave y coqueto, e incluso embaucador, acento paisa, propio de su montañoso departamento de Antioquia. La cita es en Lisboa aprovechando que él participa en unas jornadas literarias, pero, sobre todo, porque cumple su palabra de no volver a España. Una promesa que hizo en 2001 cuando firmó una carta muy sonada de escritores y artistas colombianos en protesta por la exigencia de visado a sus compatriotas para entrar en este país. De ahí su despedida de: "Soy un exiliado español".
Dos semanas antes de aquel martes 2 de marzo pasado, él ya había dicho que quería tener la entrevista en alguno de los cafés que frecuentaba Fernando Pessoa. Pero ahora, de repente, está sentado al lado de un ventanal del restaurante Tapas Bar & Esplanada donde ve cómo se descuelga Lisboa hasta la mansa y ancha desembocadura del río Tajo en el Atlántico. El fotógrafo le propone alterar los planes y cruzar en ferry el río e ir hasta la otra orilla para tomarle fotos con la ciudad al fondo. El escritor duda un pestañeo, pero accede cordial. Al final caerá un aguacero y la entrevista continuará en A Brasileira, uno de los cafés preferidos del poeta portugués.
Una vez dentro, el rumor de la lluvia es reemplazado por el del rugido de la máquina de café y el barullo de la gente. Es una especie de zaguán muy ancho y largo con la barra a la derecha y las mesas a la izquierda junto a una pared cubierta de espejos. Al fondo, en el rincón, hay una mesa disponible. Héctor Abad se sienta y todo el bar queda delante de él y a su espalda, también, gracias a los espejos. En la línea entre la realidad y su reflejo.
Pide un oporto. Saca del bolsillo de la chaqueta un cuaderno de cubiertas negras y hojas amarillas y un bolígrafo. La grabadora se enciende. La mira, y confiesa entre risas y casi disculpándose: "No soy capaz de pensar hablando. Por eso tengo este cuaderno para contestarte por escrito. Porque con otras entrevistas cuando las leía me veía muy mal, me parecía que yo no había dicho lo que me ponían a decir, aunque no podía demostrarlo. Entonces opté por nunca más leerlas para no enfadarme".
Tras este prólogo improvisado sobre su experimento, piensa un segundo una pregunta sobre si acaso lo que acaba de decir no es más que su alto grado de autoconciencia sobre lo que quiere proyectar. Levanta la mirada que parece irse hasta la entrada del café, agacha la cabeza y empieza a escribir muy juicioso en su cuaderno con su bolígrafo azul.
El silencio del rincón lo rellena el rumor de las siete mesas del café y la larga barra, esparcido por el tintineo de las cucharillas que remueven los vasos. Unos minutos después empieza a leer como en el colegio: "Cuando yo hablo me distraigo mucho. Me distrae la cara de la otra persona, la mirada. Hay demasiadas variables que tengo que controlar: mi voz, lo que pasa a mi alrededor, mientras que cuando escribo por encanto el mundo desaparece y lo único que hay es tres dedos apretando un bolígrafo que escribe sobre un papel, o una pantalla del computador. Porque en los cuadernos tomo nota, pero siempre he pensado, y las personas que me conocen lo saben, que tengo una personalidad por escrito y una personalidad hablada; y hablado tiendo a ser muy condescendiente, a darle la razón a la otra persona".
Al terminar la frase bromea sorprendido al descubrir que es la primera vez que ve a dos personas hablando a la vez que escriben. Luego aclara que la costumbre de dar la razón al otro está enraizada en su educación. "Fuimos educados en el Manual de urbanidad y buenas costumbres de Carreño. Y ahí dice que contradecir es parte de mala educación. Aunque eso hace que uno se vuelva un interlocutor idiota porque siempre le da la razón al otro". Entonces improvisa: "¿Que por qué no lo remedio? Me viene lo más ancestral, que es ser una persona cordial. Nosotros los latinoamericanos estamos llenos de cortesía, siempre envolvemos el pensamiento en buenas maneras".
Afuera la gente sigue guareciéndose de la lluvia en los marcos de las dos puertas del A Brasileira. Ante las teorías antropológicas y sociológicas de que buena parte de esa cortesía hispanoamericana se debe a los rezagos del servilismo de la Conquista, la Colonia y la Independencia, Héctor Abad está de acuerdo. Aprovecha para recordar que él creció en el voseo, en el "vos" como tratamiento entre iguales. Una característica de su tierra y de otras regiones como el Río de la Plata, Chile o Costa Rica. "No sabemos dónde está el límite entre la cortesía y el servilismo. Pero yo no soy servil. No me gusta ni mandar ni obedecer, pero sí tenemos muy inculcadas normas de cortesía demasiado rígidas que son probablemente las que hacen que para mí sea difícil comunicarme verbalmente. Y eso tiene que ver también con un problema audiopersonal, y es que viví rodeado de mujeres que hablaban mucho mejor. Ellas siempre hablan mejor que los hombres. Más rápido, con más gracia, son más ocurrentes".
Parece escucharse, entonces, el barullo de diez mujeres de todas las edades que van y vienen por esa casa de la infancia de Antioquia donde un niño se siente arrullado y apabullado por sus voces. Pero gracias a eso el niño habrá de refugiarse en la lectura y la escritura. Por eso le encanta cuando su padre lo lleva a la universidad. El doctor se va a dar clases y el niño, que aún no va a la escuela, se queda en su despacho, sentado en una silla enorme frente a una máquina de escribir enorme, colocando hojas en blanco en el rodillo que aprende a girar rápido, ¡Rrrrrrrrm! Luego empieza a jugar con las teclas, sacando con sus pequeños dedos índices sonidos como en un piano de letras. Tac, tic, toc, tac, tac, toc... Una hoja llena de letras. ¡Rrrrrrrrm! La saca y pone otra. Cuando el padre vuelve de clase el niño se las enseña y recibe una gran felicitación.
De allí procederá este experimento de contestar esta entrevista con su puño y letra y luego leer la respuesta. "Cuando escribo pienso mejor, no oigo mi voz, no vigilo mi voz, es la voz de otro, una voz no interior sino exterior que me dicta aunque no sea el Espíritu Santo, pero sí creo que mi mano se comunica mucho mejor con mi cerebro que mi lengua. La escritura también tiene su ritmo y se parece más a mi pensamiento. Sabes, siempre he fingido que sé hablar", y su burla bordea la carcajada. Hasta que confiesa: "Yo pienso muy despacio". Así es que se llega al acuerdo de que algunas preguntas tendrán una respuesta más amplia o matizada a través del correo electrónico para poder avanzar en la conversación.
Vuelve a escribir. En silencio y sin tachaduras. Con la mano derecha, mientras la izquierda la pone extendida cuidadosamente sobre el pupitre, sobre la mesa.
Acaba. Inclina un poco el cuaderno y lee: "El escritor tiene que tener una personalidad disociada, algo esquizofrénica. Tiene que ser capaz de salirse de sí mismo, de ponerse en el lugar de la otra persona. Siempre, cuando un periodista me pregunta algo, yo soy el periodista, no estoy pensando en su pregunta sino en lo que hay detrás de esa pregunta. Los escritores podemos definirnos así: somos detectores de mentiras, detectores biológicos de mentiras. Cuando tú me preguntas esto, yo pienso ¿qué es lo que me está preguntando realmente? Entonces me desconcentro y no sé qué contestar y digo: usted tiene razón, es una manera de ganar tiempo".
Tiempo. En mayúscula. Ésa es una de las presencias latentes en sus libros. Sobre todo en las tres crónicas o relatos de Traiciones de la memoria. Recuerdo, olvido, memoria, vida, vidas disociadas, sueños, futuro, pasado, reinvención; todo bajo el amparo del Tiempo. Como si apareciera el río de Heráclito citado a su vez por Borges. El último de los textos es una pieza sobre los ex futuros. "Es una idea muy bonita de don Miguel de Unamuno. Los ex futuros son esos yoes que se quedaron en la vera del camino de la vida, lo que nunca llegaron a ser, lo que pudieron haber llegado a ser. Todo el mundo tiene despojos de yoes que se van quedando ante una encrucijada...".
Rrriiinnnggg... rrriiinnnggg...
Ante la sorpresa del móvil, él coge la grabadora con la mano derecha para acercársela a la cara mientras dice: "Tranquilo, yo le voy contestando a la máquina. Cuando uno llega a una encrucijada, a una disyuntiva y toma por un lado de la ye (Y), pues en Colombia decimos una ye, sea la parte izquierda o derecha eso hace que la vida se aleje del tronco; tome por un camino muy distinto. Todos tenemos de alguna manera una cierta nostalgia por el camino que no tomamos, una cierta curiosidad por saber qué hubiéramos llegado a ser si nos hubiéramos ido por otro lado. Eso es de lo que trata el tercer relato de ese libro. Indago en eso que Unamuno dejó esbozado. Como te das cuenta, a mí me gusta más hablar solo o con una máquina o con un papel que con alguien", y sus palabras terminan entre risas que eclipsan el rugido de la máquina de A Brasileira.
Un tema perfecto en un café de Pessoa, porque él creó yoes absolutos con sus heterónimos, a los que hizo incluso horóscopos y dotó de una personalidad definida. "Una vez leí esto: 'Los cuatro poetas portugueses del siglo XX son Fernando Pessoa'. Es verdad, y se llaman Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y Fernando Pessoa".
Es el paso a la procesión de ex futuros de Héctor Abad Faciolince. "Pienso en ellos permanentemente. La vida de cada uno está colgada de un hilito. La mayoría de mis ex futuros son muertos. Yo vivo en un mundo de pesadilla donde mis hijos se viven muriendo. Y yo sé que el hecho de que un hijo mío sufra una catástrofe transformaría mi cerebro en una mente loca y desesperada y destrozada".
Echa un vistazo atrás en su vida y ve que varios de sus ex futuros quedaron en la Italia de comienzos de los noventa. Lo esboza ahora, pero dos semanas después lo precisará por Internet fundiendo este tiempo presente con el futuro: "Hubo un momento en que yo quise dejar de ser colombiano y volverme italiano. Dejé incluso de hablar en español. La nacionalidad también es una ficción, un disfraz: algo que uno se pone, como la ropa. Tal vez la única nacionalidad auténtica es la lengua, como pensaba Canetti: uno es lo que habla. Y yo hablo una variedad del castellano que es el antioqueño: una especie de español antiguo que se habla en las montañas centrales y aisladas de Colombia. Pero no soy un nacionalista; en realidad no soy nada, o no sé qué soy. Uno tiene que inventarse cada año lo que quiere ser. La identidad -esa palabra tan antipática- también es una ficción, no es una realidad, es una cosa que uno se inventa y se pone, como un sombrero".
Pide otro oporto en medio de tintineos y el ruido de la máquina registradora por alguien que ha pedido la cuenta. Le llama la atención que la entrevista haya derivado en el tema del relato de los ex futuros, "el que a menos personas le ha interesado". Pero cuya idea del tiempo y el espacio, y concepciones de realidad y ficción, se entrecruzan en las tres piezas de Traiciones de la memoria. Incluso la última frase del tercer relato conecta y complementa al segundo al desmontar de un plumazo la realidad contada hasta ese instante difuminando lo real con lo ficticio y lo imaginado. Mientras el primero es una gran crónica periodística y literaria que se convierte en sí misma en un cuento policiaco donde el hijo quiere saber por qué su padre llevaba el día de su asesinato un poema de Borges que empieza diciendo: "Ya somos el olvido que seremos", y que todos creían apócrifo, pero que tras un largo periplo geográfico y filológico encuentra su paternidad y lo confirma como auténtico junto a otros cuatro en una historia sembrada de pistas, azares y persistencia y que al final parece más un farol del determinismo. El libro alterna muchas imágenes de las pruebas y pistas que Abad Faciolince va encontrando y que invitan a diversificar la lectura, sobre todo porque en Colombia hubo un gran debate sobre la autoría del poema de Borges, puesto como epitafio en la tumba del doctor Héctor Abad Gómez.
La pesquisa sirve para que el hijo plante cara a la justicia colombiana ante la impunidad del asesinato, al encontrar una verdad literaria.
El fotógrafo se acerca a la mesa. Es señal de que fuera ha escampado. El escritor se levanta de la silla y a medida que avanza hacia la puerta su imagen se aleja en el espejo a su espalda. Sale con Jordi Socías a la calle y hace todo lo que él le dice para las fotos. Pasan delante de la estatua de Pessoa, suben por la rúa de Garrett y cruzan la António Maria Cardoso, en cuya esquina acaba de instalarse un puesto de castañas delante de un edificio donde el fotógrafo quiere hacerle unas pruebas. A los pocos minutos vuelven a bajar por la rúa de Garrett y el pelo acaracolado del escritor está más alborotado que nunca al haberle cabestreado a Socías sus peticiones, cuyas imágenes al final han ilustrado esta entrevista.
Su aspecto de científico loco es el de un buen momento. Ya era hora. Tras una adolescencia donde el dolor y la muerte se hizo presente con una hermana y empezó sin terminar varias carreras como medicina, filosofía y periodismo. Luego, en la universidad, un artículo contra el Papa hizo que lo expulsaran, y que al final terminara, precisamente, en Italia, donde se graduó en Literaturas Modernas. Al regresar a Colombia en 1987, en agosto los paramilitares asesinaron a su padre, y el día de Navidad estaba volando de nuevo a Italia por amenazas. Después llegarían su esposa e hijos, y un periodo de incertidumbre y penurias (narrado en parte en el segundo relato). A comienzos de los noventa empezó a escribir una columna dominical el diario bogotano El Espectador, y publicó algunos libros hasta que en 2000 ganó en España, con Basura, el I Premio Casa América de Narrativa Innovadora. Un año después firmaría aquella carta de protesta por la exigencia de visado a los colombianos con la promesa de no volver hasta que eso cambie. En 2006, casi 20 años después del asesinato de su padre, se sintió con fuerzas para escribir sobre aquello, lo que le ha valido el reconocimiento de público y crítica. Ahora es miembro del consejo editorial de El Espectador, con una columna de opinión muy leída.
De vuelta en A Brasileira, la conversación va hacia su vida entre la realidad real del periodismo y la ficción literaria. Es la penúltima pregunta. Se entusiasma e improvisa, pero luego la matizará en un correo electrónico: "Yo creo que vivo siempre en la realidad; y al mismo tiempo, como lo que percibe y filtra la realidad es mi cerebro, creo que vivo siempre en la ficción. Nunca sé muy bien si algo que viví lo viví realmente o si mi cerebro se está inventando un recuerdo. Cuando uno se da cuenta de las deformaciones que hace permanentemente la memoria, cuando uno ve los sesgos con que la ideología nos hace percibir la realidad, a veces me da la impresión de que todos vivimos en un mundo ficticio. La ideología es como una lente de color rosa o de color negro y todo depende del cristal con que se mire. Dos periodistas asisten a una misma batalla y parece que nos hablaran de dos batallas distintas cuando la cuentan: un periodista cubano y un periodista español nos hablan de una huelga de hambre en La Habana, y parece que hablaran de dos cosas distintas. Yo como escritor trato de ponerme dentro de la cabeza del hombre que hace la huelga de hambre, y aparece otra historia más, diferente. ¿Cuál de las tres es la historia real? Y si la historia es contada por el mismo protagonista, y él se ve a sí mismo como un mártir o un héroe, también hace de su misma huelga una leyenda. Cada vez me interesa más la realidad y menos la ficción, pero cada vez me parece más que todo, todo, es ficción".
La máquina registradora suena ahora por la mesa del rincón. Un par de minutos después, el barullo y el olor a café de A Brasileira quedan atrás y son reemplazados por el ruido de la calle y el olor a castañas asadas. Ya en la esquina de la humareda, antes del adiós, el escritor colombiano le pregunta al fotógrafo si su apellido es con ese o con ce: "Con ce", responde. "Ya, pero viene de sosias, es decir, de algo doble o que se parece mucho, está en el Anfitrión, de Plauto, cuando Mercurio se hace pasar por Sosias el criado del general Anfitrión". Son casi las cinco y media, y la tarde va a terminar como empezó, el mismo cielo pálido y el mismo tema de tres horas antes cuando Héctor Abad Faciolince se despida, saliendo del humo oloroso a recuerdos, contestando la última pregunta: ¿Cuándo vuelve a España? Y se autorretratará y resumirá en 17 palabras: "Soy un exiliado español. La próxima vez nos veremos en la frontera o allí donde murió Machado, en Collioure...", para perderse andando por la rúa de Garrett arriba en busca de una de sus pasiones, librerías de viejo.