Barcelona fue la ciudad elegida por Gabriel García Márquez
(1927-2014) para desembrujarse de sí mismo, tras el recién éxito
planetario de Cien años de soledad, en 1967.
Y ayer una procesión de recuerdos sobre él lo trajo a la capital
catalana que le rindió homenaje con la entrega de La Medalla de oro de
la Ciudad, a título póstumo, por parte del Ayuntamiento. La recibió
Gonzalo García Barcha, uno de los dos hijos del Nobel de literatura
colombiano, en el Saló de Cent decorado con tres retratos de García
Márquez sonriendo, durante sus años en la ciudad, y un ramo de rosas
amarillas. Allí estaban muchos de sus amigos de entonces (como Carmen
Balcells y la familia Feduchi) y amigos de después (como Claudio López
de Lamadrid, encargado de glosar al escritor) y unos 200 admiradores.
Entre los asistentes se contaba también Jorge Herralde,
Varios de los presentes hablaron, dando origen a una procesión de
evocaciones sobre el autor en la ciudad y su importancia para la
literatura. La medalla la concede el plenario por unanimidad, algo muy
raro hoy en día, destacó el alcalde Xavier Trías. La recibe el Nobel por
su “contribución a enriquecer el patrimonio literario de Barcelona y
universal”. Se trata de uno de los autores que están en el imaginario
universal y “es parte de la cultura de Cataluña”, dijo Ferran Mascarell,
consejero de Cultura de la Generalitat de Cataluña.
Al final sonaron algunas de las canciones favoritas de García Márquez, como el bolero Franqueza, el vallenato La diosa coronada, y la cumbia Soledad
A esta ciudad llegó García Márquez a comienzos de noviembre de 1967,
cinco meses después de la publicación de su obra maestra en Buenos
Aires, ya en vísperas de que la historia de los Buendía, en Macondo,
echara a andar por el mundo y se convirtiera en el detonante de un
estallido histórico llamado "boom latinoamericano". Aquel otoño llegó,
procedente de México DF, con su mujer, Mercedes Barcha, y sus dos niños,
Rodrigo y Gonzalo, a un piso de alquiler junto a la plaza de Lesseps, y
luego a uno de la calle Caponata, 6, en el barrio de Sarrià.
Allí empezó una nueva vida, se unió a la gran fiesta de la cultura
que vivía la ciudad, hizo grandes amigos, afianzó lazos, guareció del
éxito aturdidor de Cien años de soledad que por momentos parecía amenazar su inspiración, terminó de escribir el libro de relatos de Los funerales de la Mamá grande, y escribió, durante casi siete años, la novela con la cual quiso desembrujarse de sí mismo y de Macondo: El otoño del patriarca.
García Márquez llegó a Barcelona principalmente por el recuerdo del
escritor Ramón Vinyes, más conocido como el “sabio catalán”, de su
novela famosa; y por Carmen Balcells, su agente literaria que lo quería
cerca y en un lugar seguro para que se dedicara a hacer sin problemas lo
que hacía como nadie, escribir; y para crear su novela de los
dictadores latinoamericanos, y qué mejor para ello que un país donde un
dictador vivía su decadencia, en el tardofranquismo.
Esa misma ciudad por la que siempre preguntaba a todas las personas
que lo visitaban y que él sabía que venían de allí. Como fue el caso de
su último editor, durante 15 años, Claudio López de Lamadrid, de Penguin
Random House. El editor recordó que cuando se veía con García Márquez y
su mujer, lo primero que hacían era preguntarle: “¿Qué nos cuentas de
Barcelona?”. El autor colombiano le pregunta por Toni “que fue buen
amigo suyo y de Mercedes en sus años de Barcelona, y a quien yo siempre
les recordaba. Hablar con ellos de Barcelona era hablar de Toni y
Beatriz de Moura, era preguntarme por La Balsa, por sus amigos los
Feduchi y por otros conocidos, era interesarse por la situación
política, por los cambios en la ciudad. Era rememorar un tiempo
privilegiado en un entorno oscuro, una época de felicidad a pesar de las
circunstancias. Pero hablar de Barcelona era sobre todo hablar de
Carmen Balcells”.
Fue ayer un atardecer de muchas estampas de García Márquez, evocadas
por sus amigos: por su entusiasmo, de fiesta, de familia, escribiendo,
pero hay dos que están congeladas en fotografías que lo condensan y lo
trascienden: García Márquez, en 1970, bajo un cielo plomizo delante de
la fuente de la plaza de Catalunya, rodeado de palomas y con el abrigo
colgado del brazo izquierdo. Y la otra es de 1972, en su casa en una
imagen inmortalizada por su hijo Rodrigo: el escritor sentado en una
silla delante de una mesita de madera con los codos apoyados en ella, la
mano derecha tocándose la cabeza de cabellos acaracolados delante de
unos escritos, tal vez El otoño del patriarca, y las piernas cruzadas con los pies descalzos.
Su hijo Gonzalo dio las gracias en nombre de su madre también y quiso
recordar a los amigos. “Un afecto que está documentado y que él mismo
resumió en la frase ‘Escribo para que mis amigos me quieran más’.
Algunos de ellos están aquí. Su obra no habría sido la misma sin su
amor”, dijo Gonzalo García Barcha.
Al final sonaron algunas de las canciones favoritas de García Márquez, como el bolero Franqueza, el vallenato La diosa coronada, y la cumbia Soledad,
a cargo del pianista y acordeonista Maurici Vilavecchia, el guitarrista
Toti Soler y la cantante Gemma Humet. Músca y ritmos que lo acompañaron
también allí, en Barcelona, donde vivió hasta 1975, y donde escribió
una de sus novelas que con el tiempo ganará más prestigio y que empieza:
“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones
de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre
de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el
interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo
de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida
grandeza…”.
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