La semana pasada, el 6 de marzo, se celebró el primer cumpleaños de García Márquez sin estar él presente
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Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura 1982./elpais.com.co |
En Ciudad de México
un grupo de personas se reunió en la calle Fuego 144, frente a su casa, y
cantaron a todo pulmón las mañanitas. Es la suerte de los mexicanos:
tener un lugar donde recordarlo y homenajearlo, donde recogerse un
momento en silencio, para pensar en él y en sus libros. Lo que tenemos
acá en Colombia, su casa de Cartagena e incluso un apartamento en
Bogotá, en el Parque de las Flores, no tiene ese halo de casa habitada y
vivida por él que sí se respira en la del DF. La casa de Bogotá, desde
que la abandonó a principios de los años ochenta, cuando se exilió para evitar un peligroso arresto en épocas de Turbay Ayala, fue después una
residencia muy ocasional, casi de paso. Y la de Cartagena es muy
posterior. Nos queda la de Aracataca, claro, pero aún estando en el
origen de su obra el propio García Márquez la fue dejando atrás y, salvo
en un par de ocasiones especiales, todos dicen que no iba nunca. Yo lo
comprendo. Debía de ser difícil enfrentarse con la realidad de su más
poderoso fantasma literario. Tampoco Bolaño quiso nunca regresar a
México, a pesar de que fue invitado una y otra vez. Siempre decía: “El
día que vuelva a México ya no tendré de qué escribir”.
Es raro un mundo sin García Márquez. A pesar de que fue fundamental
para mí y de que me ayudó en muchas ocasiones (por un empeño suyo fui
diplomático) no podría considerarme su amigo del modo en que lo fueron
otros. Pero lo quise mucho y la verdad es que no me acostumbro a su
ausencia. Ya sé que llevaba varios años retirado, pero al estar vivo,
aún sumergido en la desmemoria, seguía diciendo cosas extraordinarias.
Se hará famoso eso que le dijo a Roberto Pombo: “Sé que te quiero mucho,
pero no sé por qué”. O lo que le dijo a Héctor Abad, refiriéndose a su
casa cartagenera: “No sé de quién sea, pero nosotros sembramos árboles y
nos quedamos”.
Uno de los momentos que más me intriga de su vida es su periodo de
formación. El enorme carisma que debía tener. Increíble que siendo tan
pobre y de un pueblo insignificante como Aracataca haya seducido nada
menos que a un aristócrata como Álvaro Cepeda Samudio y a un joven rico y
del jet set como Julio Mario Santo Domingo. ¡La crema de la burguesía
barranquillera rendida ante un pobre y descamisado de Aracataca que aún
no era García Márquez! Algo parecido le pasó en México una década más
tarde. Al poco de llegar se hizo amigo íntimo nada menos que de Carlos
Fuentes, el novelista más famoso de México, rico, elegante y guapo,
políglota, casado con la actriz Rita Macedo, cosmopolita, en fin. Yo que
he sido inmigrante y que viví las dificultades de esa situación, he
pensado siempre en la irresistible atracción que debía emanar de García
Márquez para que las puertas se le abrieran de ese modo, teniendo en
principio tanto en contra. Esa fuerza estaba en su pluma, claro. Estas
personas tan selectas lo aceptaban y admiraban porque lo habían leído, y
sabían que era sólo cuestión de tiempo antes de que ese joven flaco y
humilde pasara al comando del pelotón. La suya es una historia humana
emocionante y por eso lo sigo extrañando. Ahora todo concluyó y nos
queda el mundo sin él pero con sus libros. Un mundo que, por ellos, es
mejor del que él encontró al llegar.
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