El narrador Denis Johnson contruye una historia sobre el destino y la fatalidad con tintes de tragedia griega
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Vías de tren./ Rubén Díaz Cavledes./revistadeletras.net |
“Estaba completamente solo en su cabaña
del bosque, hablando solo y sobresaltado por su propia voz. Hasta su
perra se había largado a alguna parte, y no había vuelto a pasar la
noche con él. Se quedó mirando cómo el fuego parpadeaba en las ranuras
de la estufa y el telón movedizo de oscuridad total que lo rodeaba.”
Una novela es el relato de lo que sucede
en el transcurso de un tiempo determinado, pero también el ritmo al que
esta avanza permite una metáfora temporal. Existen novelas que avanzan
como un reloj de cuerda, en el que el paso del tiempo se intuye pero, si
miramos las manecillas, no se ve; otras avanzan como un reloj de arena,
en el que el tiempo transcurrido se va acumulando fruto del constante
trasvase de arena del bulbo superior al bulbo inferior; otras, en
cambio, avanzan como un metrónomo, en el que el tiempo absoluto no
existe porque lo que importa es el constante martilleo de cada brazada.
Hay quien sostiene que el comienzo de un
libro, las primeras frases o el primer episodio, marcan de forma
definitiva el resto de la obra; hay quien, exagerando, sostiene que lo
importante es dar con la primera frase, y que cuando se acierta con ella
el resto del libro se escribe solo. Lo que sí parece cierto es que el
tono con que se empieza el relato suele dar un atisbo del tono en que se
desarrollará la historia con posterioridad, y el caso de este Sueños de trenes, de Denis Johnson,
se cumple a la perfección: sin ningún tipo de introducción, el narrador
nos pone ante un intento de linchamiento mediante una descripción
aseada y rítmica como un metrónomo.
La historia de Sueños de trenes es
la historia de Robert Grainier, un peón que se alquila por horas o por
trabajo realizado para los más diversos oficios, uno de los cuales,
relacionado con el ferrocarril, le dejará una profunda huella: tender
puentes que salvan precipicios.
Literatura Mondadori
La dureza de la vida salvaje no permite
distracciones ni está condicionada por sutileza alguna: en la lucha del
hombre contra la naturaleza, la supervivencia depende tanto de la
capacidad de adaptación como de la benevolencia del medio, es realmente
la otra cara de la epopeya de la conquista de los grandes espacios y la
domesticación de lo salvaje; la existencia está sujeta a tantos
imprevistos, es tan precaria, que la supervivencia suele sustentarse más
en el azar que en la habilidad: nunca la vida de un ser humano es tan
barata como en un mundo de pioneros; y la ayuda que puede esperarse de
un compañero siempre estará supeditada a las necesidades propias: la
forma que toma el compañerismo es “te invito a beber si no tienes
dinero, pero no esperes que te salve la vida si, con ello, la mía entra
en riesgo”.
El tren, el leit motiv que
recorre todo el libro igual que su existencia recorre la vida de
Grainier, supone uno de los principales elementos civilizadores: los
pioneros, con su sola presencia, humanizan el paisaje, los poblados
constituyen la avanzadilla de unas sociedades en formación, los caminos
posibilitan la comunicación y el intercambio, pero el elemento realmente
civilizador es el que permite el transporte masivo de bienes y el
trasvase de individuos.
La historia de Grainier es una historia
trágica y el tratamiento narrativo que le confiere Johnson bebe más de
la tragedia griega clásica que de las reformulaciones posteriores.
“Viviendo en el Moyea, con tantas pequeñas tareas para distraerse, se olvidaba que era un hombre triste.”
La marca del destino trágico es
indeleble, no hay ninguna posibilidad de escapar del hado, los reveses
que se sufren se encajan con la conformidad de la inevitabilidad, y ni
siquiera es posible la expresión de los sentimientos: quien no es capaz
de mostrar alegría, pues jamás ha tenido motivos para ello, tampoco,
como si se hallase ante la otra cara de la misma incapacidad, se siente
tan triste como para mostrar pesar, acepta las desgracias como si
formaran parte de una inapelable cuota, y nunca se pregunta por la
justicia en ese reparto de las adversidades, siendo lo máximo que puede
experimentar una alelada confusión. ¿No hay pues, esperanza? No, a las
vidas marcadas por la tragedia no se les permite la esperanza ni en los
sueños.
“A veces se acordaba de Kate, de aquella
chiquilla preciosa, pero no a menudo. La de su hija era una historia tan
triste. Apenas había estado despierta, mucho menos viva.”
Los seres marcados por un destino
trágico no pueden desprenderse ni siquiera de su pasado, un pasado que
les acecha, esperando encontrarles desprevenidos para lanzarles sus
dentelladas. Las vidas prescindibles ni siquiera pueden aspirar a la
redención, ni tan sólo la muerte altera nada de lo que les rodea.
Con una trama aparentemente sencilla y
un tratamiento narrativo distante y desapasionado, Johnson consigue no
tanto entristecer al lector como inquietarlo, provocarle incluso algo
parecido a un cierto malestar por estar presente en el
desarrollo de una historia tan terrible. Pero el verdadero acierto del
relato es lo reducido de su extensión, la concentración que provoca esa
cortante brevedad, que permite leerla en una sola sesión -se lo
recomiendo- sin la posiblidad ni de distracción ni de reelaboración de
la trama: Sueños de trenes no un fuego que consume sino un disparo seco y certero al centro de la cabeza del lector.
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