Días atrás en el centro de Selma, mientras volvía a recorrer la
ruta que había tomado cincuenta años antes al seguir a cientos de
manifestantes por los derechos civiles a través del Puente Edmund Pettus
y por una autopista bloqueada por policías blancos hostiles que pronto
darían lugar al “Domingo Sangriento”, me llamó la atención la enérgica
actividad de un hombre negro de mediana edad que con una pala cavaba
pozos en la franja de tierra que se extendía entre el cordón y la vereda
de Broad Street, la calle que lleva al puente. Después empezó a plantar
pensamientos, azaleas y pequeños árboles de enebro que sacaba de la
caja de un camión perteneciente a la compañía Steavie’s Landscape Design
and Construction.
“No soy Steavie”, dijo después de que lo
observara un rato y finalmente me dirigiera a él con lo que suponía eran
preguntas problemáticas. Agentes de seguridad y autoridades de fuera de
la ciudad habían dado vueltas por la zona con los preparativos de la
visita de Obama para el Jubileo del Cruce del Puente. El paisajista
probablemente se dio cuenta de que yo era demasiado viejo para causar
problemas y se tranquilizó. Apoyándose en la pala y extendiendo una mano
enguantada, dijo: “Soy el hermano de Steavie”.
En las cuatro
cuadras que recorrí por Broad Street desde la sede municipal hasta la
rampa del puente, conté quince locales vacíos.
El hermano de
Steavie tenía 59 años, medía 1,70 y había nacido en Selma. Tenía puesta
una gorra azul de béisbol con “Obama” impreso en la visera y, bajo una
campera de franela a cuadros, llevaba un buzo con capucha gris, jeans y
botas de cuero marrones. Al hablar, mostraba una amplia sonrisa que
alargaba el delgado bigote de su labio superior.
“Soy Ricky
Brown”, dijo finalmente, como dispuesto a ser sincero. “Cuando fue el
Domingo Sangriento, tenía 9 años. Mi madre estaba demasiado asustada
para dejarme ir a la marcha, aunque a mi hermana mayor, que tenía 15, le
permitieron ir. Cuando la policía del estado y la partida del sheriff
Jim Clark empezaron a pegarles a todos cerca del puente, no oí el ruido
porque vivíamos en el complejo de monobloques Carver, frente a la
Capilla Brown, donde había predicado Martin Luther King y se había
iniciado la marcha”.
“Pero más tarde, oí que mi hermana volvía
corriendo a casa y gritaba porque le habían tirado gases lacrimógenos. Y
después irrumpió en nuestro barrio la partida de Clark, golpeando a la
gente con garrotes, derribando a todo el que podían alcanzar”.
“Yo
miraba desde el primer piso del lugar donde vivíamos y tenía un rifle
de aire comprimido con el que les disparaba a los caballos de la
partida. Creo que disparé cuatro tiros y les di a muchos caballos en el
traste. Entonces uno de los hombres de la partida me ve y le grita a un
compañero: ‘Esos negros de mierda le están tirando a mi caballo con un
rifle de aire comprimido’. ‘¿Cuál de ellos?’ le pregunta el otro. ‘No
sé, carajo. Estos negros son todos iguales’”.
Desde allí, un largo
viaje llevó a Brown a Detroit, donde consiguió trabajo en una fábrica
de cajas de cambio y ejes de Chevrolet hasta que la dirección de la
empresa decidió que los robots podían hacer mejor el trabajo y luego
tuvo un puesto de muchos años como techista sindicalizado. Ahora ha
regresado a Selma. “Espero que las plantas que pusimos por acá esta
semana hagan que todo se vea un poquito más lindo para los que, como
usted, vinieron al Jubileo”, señaló.
Había estado en Selma docenas
de veces desde 1950, durante mi segundo año como estudiante de
periodismo en la Universidad de Alabama. Había ido como periodista de
The New York Times en 1965, cuando cubrí Domingo Sangriento y sus
secuelas, escuché a unos blancos indignados escupir epítetos raciales al
televisor en el Selma Country Club y pasé algunas horas con Clark en el
departamento que tenía sobre la cárcel, donde conté sus 88 camisas
talle 43.
Volví en 1990 para informar sobre el 25° aniversario del
Domingo Sangriento y la sanción de la Ley de Derecho de Voto. En la
conmemoración hubo de todo, desde máquinas de humo en el puente para
simular el gas lacrimógeno a grabaciones de gritos de dolor que
recordaban las golpizas de Clark en 1965. Y volví otra vez a un lugar
del que parecería que, como le ocurre a Ricky Brown, ninguno de nosotros
puede escapar del todo.
Selma toma su nombre de “La canción de
Selma” de Ossian, que, según se decía, era una traducción del siglo
XVIII de un ciclo épico de poemas escoceses de comienzos de la Edad
Oscura pero que en realidad era una mezcla grumosa de leyenda y folclore
que luego se consideró un fraude. Hoy Selma es un lugar del que se
espera más peso simbólico del que puede cargar cualquier pequeña ciudad.
Sin
duda, la historia de los derechos civiles –la historia estadounidense–
se escribió aquí. Yo crecí en Ocean City, Nueva Jersey, un centro
turístico isleño política y socialmente conservador fundado en el siglo
XIX por ministros metodistas. Aunque en mi ciudad natal los estudiantes
negros iban a la escuela con los blancos, por lo demás era una comunidad
en gran medida segregada. En el Village Theater del paseo marítimo, los
estudiantes negros y los negros de cualquier edad se sentaban en la
platea alta, mientras que los blancos se agrupaban abajo, en la platea.
Recuerdo haber visto personas del Klan con capuchas blancas reunidas en
los campings, a pocas cuadras del distrito comercial, donde mi padre
católico nacido en Italia tenía y atendía una sastrería. Cuando formé
parte del campus exclusivamente blanco de la Universidad de Alabama en
1949, no vi nada muy distinto de lo que había visto en Nueva Jersey.
En
junio de 1963, como periodista de The Times, tuve una entrevista en
Nueva York con el gobernador de Alabama, George C. Wallace. Se alojaba
en una gran suite del hotel Pierre de la Quinta Avenida. La entrevista
iba bien pero Wallace de pronto se levantó de la silla, me tomó del
brazo y me condujo a una de las ventanas que daban al Central Park y la
hilera de edificios costosos que bordean la Quinta Avenida. “Aquí
tenemos la ciudadela de la hipocresía en los EE.UU.”, dijo, señalando la
calle y declarando que difícilmente un negro, incluso el que podía
pagarlo, podría tener la esperanza de compartir espacio con los blancos
en este barrio, o en los alrededores, debido a la segregación
inmobiliaria en Nueva York y otras ciudades del norte. Y, sin embargo,
continuó, ¡bajan al sur y echan sermones sobre la igualdad de derechos!
Cité
muchos de sus comentarios en el diario, pero me fui de la entrevista
sin mencionarle a Wallace que yo mismo vivía en un departamento a pocas
cuadras del Pierre y no tenía entonces, como tampoco lo tengo hoy, un
vecino afroamericano en mi cuadra.
Del mismo modo, la historia de
Selma no se presta a un argumento lineal. En 1990, asistí al casamiento
interracial de una mujer rubia y de ojos azules de 38 años llamada Betty
Ramsey con Randall Miller un hombre negro de 51, dueño de una próspera
casa de sepelios que trabajaba mayoritariamente con negros. En aquel
momento, también tenía el cargo de director de personal de Selma en el
gobierno del imperecedero alcalde blanco de la ciudad, Joseph T.
Smitherman, que había tenido ese título en 1965 y cuyo trato simple y
comprensivo convenció a una serie de votantes negros de ayudar a
mantenerlo en el cargo durante 35 años.
Randall y Betty Miller
viven en una casa de ladrillo de ocho habitaciones y un espacioso patio
rodeado de casi dos hectáreas de un cuidado césped que parece un campo
de golf. Randall, como es típico de los individuos ricos ya sean blancos
o negros, reconoce de mala gana que es millonario.
También es uno
de los hombres negros con más movilidad social de Selma. Se lleva bien
con políticos locales como George P. Evans, el alcalde negro que
reemplazó al alcalde negro que reemplazó a Joe Smitherman, que murió en
2005. También es amigo de figuras del establishment blanco como Joseph
Knight, de 82 años, cuyo abuelo fue alcalde de Selma durante la Guerra
Civil; el banquero dueño de una mansión Catesby Jones, cuyo bisabuelo
fue un renombrado oficial naval confederado; el abogado Leopold Blum
Babin, quien, como judío, lamenta la partida de tantos importantes
comerciantes judíos de Selma (la sinagoga carece de un rabino tiempo
completo); y el presidente del Centro del Comercio de Selma y el Condado
de Dallas, Wayne Vardaman, que quisiera que la ciudad supiera cómo
mejorar su imagen, que ahora parece eternamente ligada a los hechos de
1965.
“Memphis no festeja el asesinato a tiros” del reverendo
Martin Luther King Jr., dijo Vardaman, “pero Selma festeja el Domingo
Sangriento”.
Es un estribillo común en un lugar donde la gente
quiere dejar el pasado atrás pero a menudo no sabe cómo. El sheriff del
condado de Dallas, Harris Huffman, es un afable oficial blanco de 61
años con cabello gris y barba candado. Le preocupa que demasiados
vecinos, blancos y negros, sigan anclados en el pasado. “Trato a los
demás como quiero que me traten a mí”, dijo. Pero agregó: “En Selma hay
personas que viven en 1960 y otras, en 1860”.
Aun en 2015, puede
ser difícil decir en qué año estamos. El Selma Country Club, donde vi a
los socios bufar frente al televisor en 1965, todavía no tiene socios
negros. La Selma High School, que tenía un tercio de alumnos blancos en
el 25° aniversario, ahora sólo tiene estudiantes negros. Hay un afiche
de la película Selma en la recepción, pero el Walton Theater de Selma está cerrado.
Desde
que el filme presentó muchas vistas panorámicas del Puente Edmund
Pettus, algunas en el esplendor de la sangre y otras en un sereno reposo
digno de un folleto turístico, la ciudad últimamente se ha visto
invadida por multitudes de narcisistas con cámaras que pasan largo
tiempo en el puente tomando selfies. Su número creció enormemente días
atrás, cuando el presidente y miles de visitantes de fuera de la ciudad,
negros y blancos, ocuparon cada metro de la autopista para tener la
posibilidad de volver a experimentar la historia.
Pero lo que se
ve en Selma, al igual que en la mayoría de los lugares de los EE.UU., es
un proceso que aún se desarrolla con dolor. El cabeza de turco más
conspicuo de Selma es Rose Sanders, una abogada graduada en Harvard que
desde hace mucho es la cara del movimiento por los derechos civiles de
la ciudad en su forma actual.
La mayoría de los blancos de Selma
la acusaron de destruir el sistema de educación pública e instigar la
huida de los blancos hacia las escuelas privadas debido a una campaña
que encabezó en los años 90 y que incluyó sentadas en la Selma High
School y boicots a las empresas blancas luego de que la junta escolar
con mayoría blanca se negó a devolverle su puesto al primer portero
negro del distrito. Esto se tradujo en discusiones y acritud entre los
padres de ambas razas, y el malestar continúa sin tregua desde hace
décadas.
“No me pueden culpar de la huida de los blancos”, dijo
Sanders. “Echenle la culpa a los racistas”. La abogada ha tratado de
sacarse de encima su “nombre de esclava” para cambiarlo por Faya Rose
Touré, y hace poco dedicó mucho tiempo a tocar el piano para ayudar a un
grupo musical afroamericano a ensayar para un concierto que se dio en
presencia de Obama.
Es difícil mirar a Selma y no pedir más. La
población –de 28.400 habitantes y aproximadamente mitad negra en 1960–
hoy llega a poco menos de 20.000 y es 80 por ciento negra. El índice de
desempleo supera el 10 por ciento, casi el doble del promedio del
estado. El telón de fondo del Jubileo de este año, con la anulación de
partes de la Ley de Derecho de Voto después de un fallo de 2013 de la
Corte Suprema de los EE.UU., en algunos aspectos no podría ser más
sombrío.
Y, sin embargo, la vida avanza y retrocede a su manera.
Los Miller recuerdan con asombro el mundo de hace sólo 25 años, cuando
Betty pensaba que ni las mujeres blancas ni las negras la aceptarían y
Randall de pronto recordó a Emmett Till, “a quien lo golpearon y le
sacaron un ojo y lo tiraron al río Tallahatchie porque había mirado a
una mujer blanca”. De algún modo, han prosperado pese a todo.
Luego,
recorrimos el patio y el jardín que rodea su propiedad. Un fotógrafo
tomó una serie de fotografías que espero imprimir y regalarles para sus
bodas de plata.
En algunas de las fotos, Randall está abrazando a
Betty y dándole un tierno beso. Por un momento, se detuvo a pensar.
“Sabe”, me dijo, “si le hubiese hecho esto a una mujer blanca aquí hace
cincuenta años, me podrían haber linchado”.
© The New York Times.
Traducción: Elisa Carnelli
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