González Ledesma
ejerció siempre y hasta el último minuto lo que él creía que era el
privilegio de los escritores: construir el alma de las ciudades, no la
de los monumentos ni la de los congresos, sino la de los anhelos y los
sueños de las personas
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González Ledesma, en el 2007, cuando presentó La ciudad sin tiempo, firmada como Enrique Moriel./Ricardo Cugat./elperiodico.com |
Conociendo a Méndez, queriendo a Méndez, creemos que lo ha hecho
adrede. Él que no sabía usar un móvil, ni un ordenador (ni una pistola
ni una tarjeta de crédito) nos ha dejado el día que se inauguraba el
congreso mundial de móviles. Nos ha dejado el día en que todo el mundo
vociferaba sobre los millones (de euros, Méndez, que hay que ponerse al
día) que la feria dejaría en la ciudad de los nuevos prodigios que Eduardo Mendoza, desde su soledad y dolor de hoy, no podrá describir.
Seguro que Méndez pensó en sus putas del barrio chino que no se beneficiarán del congreso, porque no son call girls, ni hablan inglés, y solo saben follar y escuchar y no practican «el maridaje de cuerpos».
Pero González Ledesma
ejerció siempre y hasta el último minuto lo que él creía que era el
privilegio de los escritores: construir el alma de las ciudades, no la
de los monumentos ni la de los congresos, sino la de los anhelos y los
sueños de las personas. Él, que había sido un niño que jugaba a adivinar
dónde caerían las bombas franquistas y fue aprendiendo en las calles
del Poble Sec y del barrio chino que no importaba si no llegaban los
rayos de sol pero había que conseguir unas miradas cargadas de
solidaridad entre pobres, y por lo tanto de esperanza.
Desde Silver Kane y todos sus otros seudónimos, hasta el último, Enrique Moriel, para firmar La ciudad sin tiempo,
en un juego que nos traía el personaje de su primera novela importante,
censurada por «roja y pornógrafa» por los olvidados censores de la
dictadura franquista. González Ledesma, construyendo una obra
sólida dirigida siempre al lector, por encima de criterios académicos o
críticos más o menos empingorotados. Su capacidad de describirnos su
ciudad convirtiéndola en cualquier ciudad amada y odiada, construida por
sus ciudadanos, por esa gente sin historia que no formarán parte de la
historia con mayúsculas.
González Ledesma, que proponía la
asignatura Aprender a soñar en la Universidad nueva. Méndez, que
llevaba los bolsillos desfondados por el peso no de los móviles, ni las
tabletas, sino por libros. Méndez, que, como su creador, no se cansaba
de repetir que la salvación de su vida había sido leer incansablemente.
El jefe de la banda
Un
novelista y sus personajes seguirán viviendo siempre mientras sus
libros estén en las estanterías de una librería o una biblioteca. Pero
hoy queremos decir con rabia, que todos los que le conocimos echaremos
de menos la sabiduría y la sonrisa, las palabras amables y entrañables
de Paco, el jefe de la banda.
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