Alguien cuyo nombre he olvidado ha dicho que la Gloria, con
mayúscula, es un ave de rapiña que se alimenta de cadáveres. Acaso el no
recordar quién fue el autor de la frase pruebe que él mismo no
consiguió ser devorado por ese pajarraco voraz. En otras palabras, que
su celebridad no lo ha sobrevivido. ¿Pero por qué no me lo imagino
vivito y coleando, capaz de responderme por Internet para reprocharme
una amnesia que él atribuiría a mi incultura, no sin razón? La respuesta
es muy simple: porque esa frase surge, a todas luces, de un pasado
romántico en el que la muerte agregaba en vez de quitar, rodeaba las
cabezas de una brillante aureola, confería prestigio.
Tiempos
idos: hoy el aspirante a la fama debe poder mostrarse, aparecer en
diversas pantallas, tener imagen. Estar muertos no sirve. La Gloria ya
no come cadáveres, y tampoco picotea como un cuervo sino como un
pajarito, hartándose enseguida y eligiendo sus presas entre los artistas
o escritores en buen estado, pero también, en lo posible, de buena
presencia, visto y considerando que la ausencia pasó de moda.
La
expresión “el Purgatorio de los escritores” no es nueva, sin embargo.
Siempre ha habido creadores lo bastante famosos como para que su
estancia en ese sitio intermedio entre Cielo e Infierno nos sorprenda
(los desconocidos pasan sin más trámite al círculo infernal concebido
especialmente para ellos, el de la irremediable desmemoria). Cuando un
escritor de primera fila zarpa hacia el más allá, lo que lo espera es el
Cielo, vale decir, que se lo siga recordando, citando, quizás hasta
leyendo. Cuando uno de segunda toma el mismo camino, puede ocurrir que
lo borremos durante un tiempo más o menos extenso, hasta que alguien lo
redescubra y, con bombo y platillo, nos lo traiga de vuelta.
Así
fue como el Purgatorio terminó para Sandor Marai, para Nina Berberova,
para Irène Nemirovsky –célebres en su tiempo– sin hablar de Stendhal que
en vida ni siquiera se molestó en publicar.
Estas reflexiones
sirven de prólogo para el caso de tres importantes escritores
latinoamericanos a los que conocí en París: el argentino Héctor
Bianciotti, el cubano Severo Sarduy y el peruano Manuel Scorza. Tres
autores premiados, traducidos a todos los idiomas del planeta, que un
buen día se mueren y desaparecen del mapa, ignorados por ese pájaro de
la Gloria que en nuestra época prefiere la carne viva.
Originario
del campo cordobés y nacido, nadie entendió jamás por qué misterio, en
el seno de una familia de inmigrantes piamonteses, Héctor tenía una
manera inimitable de mascullar entre dientes las dos palabras que para
él resumían todo el tedio del mundo: “pampa seca”. Allí había crecido,
soñando con salvarse de la continua polvareda, y de la “cárcel” de lo
ilimitado –un encierro que no consiste en estar metidos entre cuatro
paredes, sino rodeados por un horizonte inalcanzable. “¿Te imaginás lo
que era, para un chico –me decía– pensar que nunca podría
salir de un sitio tan enorme?” Para salvarse, el niño al que llamaban,
en su casa, “la mosca blanca”, se refugiaba en el jardincito plantado
por la madre, hasta que el padre lo agarraba de una oreja para sacarlo
de ahí, porque las flores no son para los hombres; o contemplaba
embelesado las revistas femeninas que a su tía la soltera le mandaban de
la ciudad; o leía. Libros.
Un hijo de campesinos que devora
novelas no está hecho para quedarse en la granja con sus hermanos
rudos, con sus hermanas resignadas. El seminario al que lo destinaron no
habrá salvado su alma, pero le permitió descubrir la poesía de Paul
Valéry. Cuando, más adelante, el peronismo persiguió a los homosexuales
(él mismo lo ha contado en su autobiografía sin el menor empacho),
Héctor se subió a un barco junto al poeta Rodolfo Wilcock (otro al que
corresponde arrancar del Purgatorio con urgencia), y se fue a Europa
para no volver.
Héctor, tan buen mozo y elegante con su mecha
rubia sobre la frente, su aire distante, sus ojos entrecerrados. Cuando
lo conocí, recién llegada a París, en 1978, esos ojos plegaditos me
hicieron comprender que me estudiaba. Pasé el examen. Dentro del mundo
parisiense cuyos códigos secretos manejó como nadie, Héctor fue mi
mentor, mi protector, y mi amigo, es claro, aunque siempre pudoroso,
siempre medido.
Con todo, algo me dijo sobre sus años de miseria,
en Roma, cuando dormía bajo las estrellas, tomaba el agua de las
fuentes y arrancaba yuyos de los parques para comer, y mucho sobre su
elección del francés como lengua literaria (“entre la palabra pájaro que
evoca un ave de alas desplegadas, y la palabra oiseau que para
mí es un pajarito en su nido, yo prefiero la más pequeña, la más
íntima”), pero nada sobre su fulgurante ascensión en París: Maurice
Nadeau que lo hace publicar en La Quinzaine Littéaire , su trabajo de asesor literario en las Editions Gallimard, de crítico en Le Monde , en Le Nouvel Observateur , sus novelas, sus premios, el Médicis, más tarde el Prince Pierre de Monaco, el de la Lengua Francesa.
Un
día, la secretaria de las Editions Grasset me llama para anunciarme:
“¡Héctor es verde!”. Me preocupé, de bruta, hasta que el sentido de la
frase me quedó claro: mi amigo vestiría el uniforme verde de la Académie
Française. No era el primer argentino convertido en académico de bonete
emplumado: muchos años atrás lo había precedido Joseph Kessel, nacido
en Villa Clara donde sólo vivió sus dos primeros años. Pero Héctor fue
argentino de verdad, argentino hasta en su rechazo de esa pampa a la que
puso, sin embargo, en el corazón de su obra; una pampa vista a través
de una escritura proustiana que incomprensiblemente le queda bien.
Supe
lo que le pasaba la noche en que me invitó a un restaurante donde lo
conocían. No se acordaba del nombre de ningún plato y los mozos, para
ayudarlo, le sugerían comidas que él terminaba aceptando por cansancio,
le gustaran o no. “¿Te das cuenta de lo que es para un escritor
olvidarse de las palabras?”, me confió. “¿De todas? ¿Las del castellano y
las del francés?”, le pregunté pensando en alguna venganza sigilosa de
esa lengua natal a la que él había abandonado tan por completo. “De
todas”, suspiró. Cuando su afasia, o su Alzheimer (ni siquiera quise
saber cómo se llamaban esas ausencias que lo dejaban mudo) empeoraron,
yo estaba en Buenos Aires. No lo oí balbucear y lo prefiero así. Los que
tuvieron el coraje de visitarlo cuentan que en ese geriátrico adonde lo
confinaron, él seguía buen mozo y elegante, siempre rubio, siempre de
beige. Murió “pobre y olvidado”, según la frase consagrada para aludir
al triste fin de nuestros héroes patrios. Nunca más se habló de él,
todos a su respecto parecen sufrir de afasia, o de Alzheimer. Cada vez
que bajo al laberinto del Métro recuerdo aquel afiche gigantesco donde
anunciaban una de sus novelas, Héctor sonriendo apenas con sus ojos
plegados, semblanteándonos.
Un olvido inmerecido
A
Severo Sarduy también lo conocí al llegar. Un cubano de piel dorada y
brillante, con cara de Buda (no por nada una de sus novelas se intituló Maitreya
), y ese modo indolente de sacarse las palabras de la garganta, sin
molestarse casi en mover los labios. El había llegado a París en el
sesenta, justo cuando convenía llegar, en pleno boom de la literatura
latinoamericana. En el acto se conectó con las Editions du Seuil, la
otra gran editorial junto a Gallimard y a Grasset (a las tres juntas se
las llama Galligrasseuil) y con el grupo Tel Quel presidido por Philippe
Sollers, el seductor, el irresistible de la pipa metida entre los
labios. Severo, que en materia de seducciones tampoco fue lerdo, se
convirtió en el barroco tropicalísimo de esa corriente literaria que,
aquí entre nosotros, necesitaba desesperadamente su chispa, su calor, el
esplendor de una lengua desbordante pero nada espontánea, trabajada
como una joya.
Al igual que su colega argentino, él también
dominó los arcanos del parisianismo, ese mundito de intrigas y
traiciones, surgido en línea recta de la corte del Rey Sol y que te pone
por las nubes con la misma rapidez con que te borra del mapa.
El no perdió ni un minuto en estudiarme a fondo. Casi con demasiada
inmediatez me ofreció de todo, escribir en Les Nouvelles Littéraires
, publicar en Seuil, y alguna vez cumplió. Jamás me he divertido con
nadie como con este Severo que no le hacía honor a su nombre –¿una
ironía anticipada, una broma natal imaginada por los padres el día de su
bautismo, en Camagüey, en 1937, viendo a ese bebé risueño que con mayor
propiedad debió llamarse Bonifacio, o Benigno, o Félix?–, ni he
conocido a nadie que luciera con tanto desparpajo su condición de gay.
Cuando presentamos juntos la traducción francesa del poema “Dador”, obra
de su maestro Lezama Lima, Severo me largó delante del micrófono:
“Estuvimos divinas, parecíamos el Dúo de las Mulatas de Fuego”.
En
aquellos años noventa nada tenía de asombroso que se pescara el sida.
Lo sorprendente, para mí, fue nuestro último encuentro. Nos habíamos
citado para ir juntos a una exposición de sus pinturas. Esa vez no
bromeó. Susurraba, había que acercarse para oírlo. “Yo me equivoqué al
venir a París, tendría que haber sido gusano en Miami. Para los
franceses, los latinoamericanos somos intraducibles”. “¡Pero vos siempre
te has traducido a vos mismo, tu francés es perfecto!”, le contesté sin
entender. “No hablo del idioma, hablo del alma. Nunca los entenderemos,
nunca nos entenderán”. Me dio la mano y, durante toda la noche,
rodeados por ese mundito parisiense cuyos secretos, ahora se daba
cuenta, habría preferido ignorar, me la tuvo agarrada como en el medio
de un naufragio. Una mano de fiebre, flaca. Murió poco después. También
su nombre se ha esfumado como por ensalmo de la ciudad infiel.
Manuel
Scorza, el peruano nacido en Huancavélica, vivía en París desde mucho
antes, desde 1948, cuando el golpe de Estado del general Odria lo obligó
a exiliarse. Con su primera novela, Redoble por Rancas , inauguró un fabuloso ciclo de novelas al que llamó La guerra silenciosa
, donde relata las revueltas de los comuneros de la Sierra peruana.
Literatura indigenista, mezcla de realidad social con leyenda ancestral
–y es cierto que Manuel solía presentarse a sí mismo como indio puro,
cosa que su apellido quizá desmienta, pero que su comprensión del
campesino quechua, tan íntima, tan desde adentro, avala por completo.
No
habíamos conversado jamás a solas hasta ese día de 1983, cuando en el
Café de Flore se me acercó a pedirme que le escribiera una reseña para
el diario Le Monde . Así, derecho viejo. Le publicaban en francés La tumba del relámpago.
“Ojalá,
Manuel –le contesté, parpadeando ligero–, pero es que a mí en ese
diario apenas me han sacado algunas cositas…” “No importa, vente a casa y
hablamos”. Cómo sospechar que esa única conversación iba a valer por
toda una vida.
El cimbronazo inicial, de envidia y maravilla, me
lo dio su biblioteca: una pared entera con las cuarenta traducciones de
sus libros. Pero barriendo las vanidades con la mano, Manuel empezó a
hablar como siguiendo el hilo de una historia que ya me hubiera contado
antes.
“Mi obra está plagada de premoniciones. En una de mis
novelas, una india teje ponchos con escenas que todavía no han tenido
lugar, pero que se harán realidad a su debido momento. En otra, cuento
cómo los campesinos de mi región ahorcan a una hacendada. Esa mujer, muy
odiada, existió, yo publiqué mi novela y los campesinos la colgaron
poco después. ¿Me habrán leído, o tuve la intuición antes de que
ocurriera? ¿Fue una predicción o un impulso, una propuesta para que al
fin lo hicieran? En la vida también me pasa”. “¿Prevés acontecimientos
que terminan por suceder?” “A veces. Lo que tengo muy claro es que los
sábados no debo viajar nunca en avión. Y el sábado que viene voy a
Caracas, a un congreso de escritores”. “¡No vayas!” “Mi analista piensa
lo mismo. Casi se pelea conmigo, ella teme que me maten por razones
políticas pero yo sé que no es eso”. “¿Es el avión?” Hizo una pausa.
“Sí, pero te contesto igual que a ella: mi decisión está tomada”. Qué
decisión oscura, pensé, aunque viéndole los ojos no se lo dije.
Esto
habrá sido un miércoles o un jueves. Cuando la noticia del accidente
salió en los diarios –decenas de escritores latinoamericanos muertos en
el avión que se estrelló en Madrid, cerca del aeropuerto de Barajas–,
llamé a Le Monde . Ironía sangrienta, la nota que me publicaron
sobre Manuel Scorza no habría aparecido así, en primera plana, de no
mediar su muerte. Más tarde, la misma analista con la que compartimos,
sin saberlo, ese frío en la espalda, me contó que Manuel había viajado
con una valijita llena de libros, los suyos, los publicados y los
inéditos. Lo encontraron quemado, con las manos crispadas sobre su
valijita, protegiéndola. No he calculado aún cuántas semanas, cuántos
días, cuántos minutos habrán podido transcurrir antes de que, pasada la
emoción, también en torno de él se hiciera el silencio.
Tres
grandes escritores olvidados. No pretendo, con esta nota, sacarlos a la
luz (el periodismo no tiene tanto poder, por mucho que se diga), me
limito a observar que ese lugar incierto donde están no es el que
merecen.
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