Parece como si Fernando Flores Solís estuviera dormido. Pero está
muerto, porque lo ha matado su hijo Mario con una pistola de calibre 9
milímetros. Es como si fuese a respirar –despacio–. Pero el único
agujero que respira, y que le ha absorbido todo el oxígeno a Fernando
Flores Solís, es el orificio de bala. Con el círculo de pólvora y las
líneas concéntricas que se extienden desde la perforación, forma un
relieve que recuerda a un volcán. El resto del cristal es una retícula
de sangre y vidrio estallado. El 19 de septiembre, el diario mexicano Reforma publicó la imagen en un apartado de breves sobre homicidios: ‘Matan a comerciante en Puebla’.
La fotografía criminal es un producto exitoso en México. Los
periódicos más vendidos llevan cadáveres en la portada. Son fotos
explícitas, a veces brutas hasta lo ficticio, y ocupan un lugar de
privilegio en los quioscos, ofreciéndose con naturalidad al peatón
–adulto o niño–. Hace dos años, un diario presentó en primera plana una
cabeza que había ido a empotrarse en una hornacina de un cementerio tras
salir impulsada en un accidente de tráfico. Dentro de esta industria de
lo grotesco, el retrato del comerciante asesinado llama la atención por
su enigmática dignidad estética. La hizo Rafael Durán, un fotógrafo de
provincia que tiene una camarita tatuada en la muñeca izquierda.
Aquella mañana estaba en la calle con el reportero con el que le
tocaba hacer guardia, y no habían desayunado. Un “contacto” llamó al
reportero y le dijo que había un muerto en Huejotzingo, una zona rural.
Se subieron a la Kawasaki de Durán y salieron corriendo por la
autopista. Al llegar al campo se desorientaron. Durán se encabronó. “Me
encabroné”, dice Durán. En el lugar huele a estiercol, pasan carros
tirados por caballos. Aún se ven muchos muros de adobe. Tardaron una
hora en llegar al punto exacto. Era una pista de tierra, solitaria,
entre sembradíos de alfalfa.
Durán no recuerda qué hora era, pero sí que
el sol “estaba en su lugar”. “Era un día despejado”, dice, “muy bonito.
La luz me iluminó el retrato”
Durán no recuerda qué hora era, pero sí que el sol “estaba en su
lugar”. “Era un día despejado”, dice, “muy bonito. Un día generoso. La
luz me iluminó el retrato”.
Cuando llegaron había una patrulla, unos cuantos policías y una
camioneta color vino. Durán se bajó de la moto con el casco puesto.
Nunca se lo quita al llegar a la escena del crimen, por si a alguien, al
verlo con la cámara, le da por pegarle o por tirarle una piedra. Dio
unos pasos hacia la camioneta y un agente le dijo: “Hasta ahí”.
Primero tiró desde lejos. “Con telefoto”. Luego otro policía, que lo
conocía, lo saludó y él se pudo acercar más. “A tres metros, o dos”.
Apuntó a la ventana del conductor y le tomó el retrato definitivo. “Con
un angular 24x70”.
Los policías les comentaron que había sido un asalto, pero por la
tarde se supo que lo mató su hijo porque habían reñido el día anterior.
El chico, de 19 años, está en la cárcel. El padre tenía 41. Trabajaba de
repartidor de una empresa de piensos y, por su cuenta, también repartía
quesos. Mario conocía su recorrido. Lo emboscó sobre las siete de la
mañana.
Al terminar el trabajo, Durán le dijo a su compañero que había conseguido la foto. “Invitas tú a desayunar”.
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