En la Edad Media, la
mayoría de los matrimonios señoriales eran arreglados y obedecían al
deseo de unir dos heredades, acrecentarlas o conservarlas.
Era una alianza familiar fundada en la
entrega de una niña (a los 7 se la prometía y a los 14 se la casaba) con
su tesoro intacto a un hombre casi siempre mayor que ella, desconocido,
y a quien le correspondía en adelante ‘domesticarla’, acudiendo, si era
preciso, a castigos corporales con los cuales doblegaba su malvada
naturaleza de mujer.
Esos maridos licenciosos, borrachos y
bárbaros aún, bien podían matar a sus esposas si estas se aventuraban a
una relación extramatrimonial; por eso, las guardaban en sus casas, las
encerraban, las custodiaban, y hasta si el esposo salía de viaje, dejaba
a buen seguro el objeto de la “incontrolada sexualidad”
de la mujer con un metálico cinturón de castidad cerrado con llave.
Asegurado así el honor, con el tesoro a salvo, el señor se largaba a una
cruzada de la que a veces jamás volvía.
Caídas en el hastío, sin ser amadas,
enredadas en matrimonios en los cuales no contaban el amor, los
sentimientos ni la pasión, en sumisión a sus maridos, vivían las mujeres
medievales del siglo XII.
Así morían jóvenes las señoras
castellanas. Les hacían falta el galanteo, el juego romántico, la
elección del objeto amado, la adoración de sus cuerpos desnudos y
gloriosos, de sus gestos adorables, de sus andares cadenciosos, de sus
almas ligeras y sensibles a la cortesía de los amantes de fino corazón y
decires zalameros.
El gran invento de ese siglo fue el
amor, que llevó a la promoción de la mujeres casadas que encontraron, al
fin, caballeros que las exaltasen; trovadores capaces de sentimientos
elevados hacia ellas; amantes que las cortejaran, las asediaran con palabras encendidas de pasión y que les permitiesen fijar las condiciones de la entrega, como premio a las hazañas, aventuras y sufrimientos corridos en nombres de sus damas.
Amor para las rameras
Entonces, como no se conocía el amor, no
se llevaba. Sentir pasión por la mujer era pecado, y hasta amar a la
esposa con demasiado ardor era adulterio, según la prédica de San
Bernardo. Se podía matar a la mujer y disponer de sus bienes; ella no
contaba, y solo estaba hecha para procrear. Gozar el placer de los
sentidos reñía con la decencia de ser mujer, esposa y madre.
Amor solo podían sentir las rameras –reglamentadas y toleradas por la Iglesia–: ese era amor carnal.
El de los esposos era otro, era afectivo
y su fin era la copulación honesta, tendiente solo a la reproducción.
La Iglesia propugnaba huir de la mujer, que no era sino un hombre
incompleto, la puerta del Infierno, como decía el padre de la Iglesia
Tertuliano. El cisterciense Bernardo de Morlaas, en el siglo XII, en una
especie de jaculatoria recordaba a los hombres quién o qué es la mujer:
La mujer innoble, la mujer pérfida, la
mujer ruin / mancilla lo que es puro, rumia la impiedad, echa a perder
todo acto. / Abismo de sensualidad, instrumento del abismo, /boca de los
vicios que no retrocede ante nada y concibe de su padre y de hijo... /
Mujer víbora, no ser humano, sino bestia feroz...
En contravía de la doctrina
eclesiástica antifeminista, se inventó otra basada en el amor como
elevación sublime y culto a la mujer. En el Mediodía francés,
en tierra de los herejes cátaros, la proclamaron los poetas de lengua
occitana, que practicaron un nuevo sistema de relación hombre-mujer (en
Alemania por esa época los caballeros crearon el Frauendienst,
institución dedicada a la atención y culto de la mujer).
Una nueva teoría amorosa, basada,
paradójicamente, en el espíritu y las formas de las relaciones feudales,
pero trastocadas: el que era vasallo pasa a ser señor y viceversa.
“Señor” llama a la amada al enamorado que se declara vasallo, servidor y
esclavo de ella, sin otro objeto que el disfrute del placer que
encuentra en el amar de tan exaltada forma.
Era un amor de la corte, de la nobleza
ociosa, una de cuyas cualidades, la cortezia, no podía darse entre los
rústicos, como decía El Capellán, en su Tratado del amor cortés, porque a
ellos apenas es posible encontrarlos “militando en la corte del amor;
sin embargo, se entregan naturalmente a las tareas de Venus, según se lo
enseñan sus instintos naturales, como los caballos o los mulos”.
Acompasados a veces con
bandolinas, laúdes o cítaras, los trovadores provenzales del fine amour
se entregaron a las aventuras galantes de que dan cuenta en sus trovas
donairosas, refinadas y gráciles.
Era la pura forma del amor sin las
apetencias de la carne. El hombre tocado de amor ama la forma del amor
personificada en la mujer lejana, quien hasta por un cabello que ella le
diera, o por un hilo de su guante, hacía dulces locuras y era capaz de
realizar grandes prodigios.
Ni siquiera necesitaba verla para morir
por la gracia de su amor. Solamente precisaba saber que en alguna parte
vivía la dama de sus pensamientos para correr todos los mundos, aunque
solo fuera por lograr una sonrisa suya o porque le permitiese apoyar su
cabeza en su regazo antes de morir por ella; como en la historia del
caballero trovador Jaufré Rodel.
Era amor de lejanía por una princesa que
vivía en Trípoli y de quien después de la azarosa travesía para ir a
verla, moribundo, apenas alcanzó el beso agradecido de ella, por tanta
abnegación y sacrificio.
Enamorados del amor
Ese amor exaltado era fuente vivificante
de las virtudes del hombre presa de ese elevado sentimiento: amor,
lealtad, humildad, paciencia, cortesía, valor, sed de justicia,
prudencia, discreción, ansias de morir por el solo placer de amar.
Vivir enamorado del amor, como deliciosa
dolencia y mal apetecible, eso era el fine amour, estado trascendente
de la contemplación amorosa fincado en el objeto amado: la mujer que no
se alcanza, sublimada, ausente, y en cuya lejanía solo la toca la
palpitación anhelante del penar del caballero.
Los malos tratos de los viejos
castellanos a sus esposas iban mudando a los ideales del amor, a la
cortesía de los caballeros y galanes que las pretendían para rendirles
culto y ser sus paladines cuando los esposos de ellas las repudiaban.
Lancelot sale en defensa de Ginebra, sin que medie apetencia carnal
alguna, solo un acto de caballero por el honor de su dama y esposa de su
señor.
Y ocurría a veces que –ya dentro del
juego del amor cortés– los maridos permitían que sus esposas tuviesen
nobles cantores y galanes que les rindiesen pleitesía con sus versos
encendidos de pasión, y que en los combates llevasen por enseña prendas
de vestir de ellas.
Una dama exigió a tres hidalgos que
rivalizaban por estar a su servicio competir con una camisa de ella y
nada más sobre sus pechos. Dos de ellos se corrieron, y el tercero, que
aceptó, salió malherido. En el banquete para celebrar su triunfo, la
dama brindó por la salud de su bravo paladín.
Las pruebas de amor
Con frecuencia, se llevaba a la
exageración este fetichismo heroico. Un caballero le enviaba a su dueña
un par de medias nuevas para que ella las luciera primero por unos días,
antes de usarlas él en el torneo donde ella estaría sentada al lado de
su marido; cuando no ocurría que este (el marido) rompía lanzas en ese
mismo torneo, como paladín de otra dama.
Porque muchas veces estos
hombres, que andaban en los lances del amor cortés, tenían esposas a
quienes amaban, sin que fueran para ellos sus “señoras” y “amas”.
El trovador austriaco Ulrich von
Lichtenstein consagró inútilmente su vida a su dama desdeñosa (se dice
que esposa de Leopoldo de Austria), por quien, para demostrar su
devoción, y a petición de ella, se cortó el dedo meñique de una mano y
se lo envío en un estuche de oro, con sus versos.
Cuando recibió una carta de su amada en
que le reclamaba enojada el anillo que le había dado como prenda de que
lo aceptaba a su servicio, lloró con desconsuelo. Y así, llagado de
amor, se fue a visitar a su “querida esposa –dice–, a quien amo más que a
nadie, a pesar de que elegí por señora a otra dama”. Y con ella paso
“diez días felices, antes de continuar viaje bajo mi carga de
aflicción”. Es decir, de continuar peleando y obligando a cuantos
caballeros se toparan con él a reconocer a su dama y rendirle pleitesía,
como lo hacía Don Quijote por Dulcinea.
Don Quijote y Dulcinea, ejemplo clásico del amor cortés. Archivo particular
|
Bellezas crueles
Ocurría que estos caballeros y los locos
trovadores del amor caían en manos de bellezas crueles, que, prevalidas
de la adoración de quienes se declaraban sus “vasallos”, para
aceptarlos les imponían pruebas caprichosas.
A Ulrich von Lichtenstein, su dedo. La
condesa Tarnowska, al conde Bergowski, que se atravesara la mano de un
balazo. El caballero de Genlis pasaba un día con su amada por el puente
del Sena; la adorada ‘Estrella de la mañana’ dejó caer su pañuelo al
río, y le pidió a su “paje” que fuera a recobrarlo; él protestó que no
sabía nadar, pero ella lo trató de cobarde y amenazó con retirarle su
afecto. El enamorado se lanzó al río, de donde fue sacado casi agónico.
Don Alonso Enríquez de Guzmán caminaba
un día con su dama, doña Juana de Mendoza, quien arrojó su guante dentro
de una leonera, y obligó a su galán a rescatarlo. Espada en mano, el
fiero y enamorado caballero lo rescató del antro de las fieras, pero
antes de entregárselo a la frívola señora de su corazón, lo cruzó con
furia sobre el rostro de ella.
Los trovadores, que con sus
cantos alababan y pretendían a las mujeres ajenas, no toleraban que a
las suyas les cantaran otros de su oficio; si eso ocurría, las
repudiaban, las devolvían a sus casas o les daban lecciones de nunca
olvidar.
La historieta ‘IX de la cuarta jornada’,
de El decamerón, de Boccaccio, recrea la muerte del trovador Guillermo
Gardastain a manos de su colega Guillermo de Rosellón. Este último, al
enterarse de que su esposa le era infiel con Gardastain, lo mata en las
cercanías de Provenza, le arranca el corazón y, bien aderezado, se lo
hace servir en la cena a su esposa.
Luego de que ella lo ha comido, le pregunta cómo le ha parecido el manjar. Y ella contesta: “Excelente”. Él responde que es natural que encuentre bueno lo que tanto le agradó en vida, y le revela lo que hizo con su amante.
Ella, antes de lanzarse por la ventana
del castillo, le echa en cara su conducta, y al final le dice: “Dios no
permita que después de haber probado un manjar tan precioso como es el
corazón del más amable y valeroso de cuantos caballeros hayan existido,
me den tentaciones de mezclarlo con otros ni tomar nuevo alimento”.
Las mujeres en el juego del amor cortés,
que hasta había establecido códigos y tribunales donde se decidían las
cuestiones del corazón (Leonor de Aquitania, madre de Ricardo Corazón de
León, presidía uno de ellos), se habían convertido en tiranas,
volubles, exigentes.
Y los hombres, en tontos ociosos
encaprichados y deseosos de acrecentar su fama con el asedio y conquista
de mujeres casadas, cuyas mentes albergaban fantasías románticas que
las sacaban del aburrimiento obligado de una época que dejaba atrás el
modo feudal de señores y vasallos, para dar paso al sistema pragmático,
prosaico y burgués de las ciudades, donde los asuntos del corazón se
decidirían a otro precio.
CARLOS BASTIDAS P.
No hay comentarios:
Publicar un comentario