Cuenta Patricia Highsmith que una de las herramientas
que más le ayudó a escribir fue la siesta. En sus primeros tiempos,
cuando aún desempeñaba otros trabajos para sobrevivir, dormía al llegar a
casa por la tarde y se bañaba al despertar para simular que empezaba un
nuevo día, el de verdad, aquel en el que podía hacer lo que soñaba:
poner una palabra tras otra para construir historias. Multiplicar cada
día por dos fue el sombrero de su magia, del que iba a salir no un
conejo, sino el puñado de las mejores novelas de suspense que siguen
latiendo con brío décadas después.
“Un sueñecito ahorra tiempo en lugar de malgastarlo”, cuenta como si
tal cosa. “Me duermo con el problema y me despierto con la respuesta”.
La divina siesta de Patricia Highsmith no es solo una de las sencillas confesiones que nos regala
el libro del que aquí vamos a hablar. Es el retrato de que la
literatura más sofisticada no está en la sofisticación, en la mirada
perdida en busca de musas inexistentes ni en la ensoñación profunda,
sino que se puede esconder en los ronquidos. Y es muestra del vigor de
un libro cargado de lecciones de oficio, de humildad, de cotidianidad y
también de fracaso. Si yo lo he conocido, nos viene a decir, no tenéis
nada que temer. “Esto es lo que hace que la profesión de escritor sea
animada y apasionante: la constante posibilidad de fracasar”.
Highsmith buscaba inspiración o desconexión en los episodios y
personajes más mundanos, en momentos absurdos como el lavado del coche y
nunca en conversaciones con otros escritores, de los que huía como de
los celos. De éstos dice: “Aunque son poderosos no me sirven de nada y a
lo más que se parecen es al cáncer, que va devorando sin dar nada”.
Hablemos del libro.
Sus… pense. Cómo se escribe una novela de misterio es al
reino de la literatura lo que los mandamientos al reino de Dios. Algo
así como si a Moisés la zarza le hubiera seguido hablando: ven, vuelve,
no te olvides de las otras tablas de la ley. Las disfrutaréis.
Destruyó las primeras versiones de Ripley hasta dar con la clave: escribir incómoda, al borde de la silla, como habría hecho él
Publicado por Highsmith en 1983, Círculo de Tiza lo recupera ahora en
España con aroma a gran reserva. Corto pero de largo aliento, sagaz
como sus novelas, práctico como su autora, inteligente y honesto, el
libro solo tiene peligro para las escuelas de literatura creativa, que
podrían caer fulminadas si los aprendices se dieran cuenta de que en
esas 159 páginas está la verdadera lección, y no en las aulas. Es un
decir.
La dama del suspense desgrana lecciones como quien explica una receta
para la lasaña: tantos gramos de ambiente por aquí, un poco de sal por
allá, carga de personajes, la capa de pasta, olor a alcanfor, la
bechamel en su punto, el ritmo, el principio, el final y la inyección de
matices para hacer de un protagonista un suicida convincente. Y al
horno.
Pero hay una que centra y eleva el debate a ese lugar donde cada
autor puede tiritar antes de posicionarse: cuánto hay de calculado y
frío en una obra y cuánto de emocional; cuánto de cabeza y cuánto de
corazón; cuánto de ajeno y cuánto de desnudez.
“Las buenas narraciones se hacen solo con las emociones del
escritor”, resuelve Highsmith. “Aunque un libro de suspense esté
totalmente calculado, habrá escenas, descripciones —un perro
atropellado, la sensación de que alguien te sigue por una calle oscura—
que probablemente el escritor habrá experimentado en persona. El libro
es siempre mejor si contiene experiencias como estas, de primera mano,
realmente sentidas”.
Todos construimos un caparazón para protegernos de los golpes
emocionales y lo vestimos de decoro, corrección, juicio moral, ceguera o
indiferencia adquirida, nos cuenta. ¿Cómo si no ser un granjero entero
si coges cariño al animal que debes sacrificar? ¿Cómo ser psicólogo si
te pueden contagiar la depresión? ¿O un geriatra efectivo entre ancianos
que avanzan hacia la muerte? Para ser escritor se necesita, sin
embargo, un grosor bastante más ligero en el caparazón: fino como para
captar, sentir, comprender y trasladar las emociones, y sin morir en el
intento. “Los escritores tienen un caparazón protector muy pequeño y
durante toda la vida tratan de desprenderse de él, ya que los diversos
golpes e impresiones que recibirán son el material que necesitan para
crear. Esta receptividad es el ideal del artista”. Se llama empatía.
Cuando Highsmith creó a Tom Ripley trabajó durante días estérilmente
hasta tirar a la basura las primeras versiones. Estaba acomodada en una
casa de campo, feliz y relajada, y se dio cuenta de que la placidez de
su estado de ánimo se había contagiado a su escritura “flácida”. Y eso
no casaba con un Ripley tormentoso y brutal. Así que lo destruyó y
decidió volver a empezar sentada al borde de la silla, incómoda, en
tensión, como se lo imaginaba a él. Así pudo asesinar a Greenleaf y a
todos los demás.
“No hay nada de espectacular en el argumento de A pleno sol, pero se hizo popular por su prosa frenética y la insolencia y audacia del propio Ripley.
Me imaginé a mí misma en su piel. Ningún libro me ha resultado tan
fácil y a menudo sentí que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único
que hacía yo era pasarlo a máquina”.
En otra ocasión, hojear un simple libro de recetas y descubrir las
instrucciones para matar a una tortuga de forma que resultara más
sabrosa bastó para poner en marcha su imaginación. Le añadió un niño
atormentado y una madre y creó La tortuga de agua dulce, un relato que obtuvo el Premio Mystery Writers of America.
Un verdadero escritor se distingue del falso porque seguiría
escribiendo en una isla desierta aunque no hubiera lectores. Y eso es
así porque, en palabras de Highsmith: “Escribir es una forma de
organizar la vida. Y la necesidad de hacerlo sigue presente aunque no se
tenga público”.
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