Una exposición en Londres revela la inagotable fascinación por el detective creado por Arthur Conan Doyle
Una vitrina de la exposición de Londres dedicada a Sherlock Holmes. / Museum of London./elpais.com |
Sherlock Holmes
es el personaje ficticio más real que existe. El banco que estuvo
ubicado durante años en el 221B de Baker Street –la dirección en la que Arthur Conan Doyle
situó el domicilio del detective y de su compañero Watson– empleó
durante décadas a una persona para contestar el correo que llegaba a
nombre de Holmes. Lo curioso es que la dirección, en la época en que se
publicaron sus aventuras, no existía porque la calle era entonces más
corta. Pero, ¿qué importa? El título de la primera exposición dedicada a Holmes en la capital británica
en más de 60 años, que ofrecerá el Museo de Londres hasta el 12 de
abril, no puede ser más significativo: “El hombre que nunca vivió pero
que nunca morirá”.
“Creado en un momento en que la vida moderna estaba convirtiéndose en
más compleja y acelerada, Sherlock Holmes fue presentado como la
persona que podía darle sentido a todo esto”, asegura el catálogo de la
muestra, que juega con una mezcla constante entre la realidad y la
ficción. La exposición ofrece desde un monet y un turner hasta un manuscrito de Los crímenes de la calle Morgue,
la novela con la que arranca el género de detectives y a la que Arthur
Conan Doyle (Edimburgo, 1859 – Crowborough, 1930) homenajea en la primera aventura de Holmes,
publicada en 1887. Se pueden ver muchas ilustraciones originales de
Sidney Paget, que creó la imagen de Holmes con su pipa y su batín que ha
llegado hasta nosotros, y la única entrevista filmada con el autor, en
1927, en la que explica que se inspiró en el médico Joseph Bell, que fue
su profesor y que, tras impresionarle con sus deducciones, le dio la
idea “de crear un nuevo tipo de detective”.
También se expone el abrigo de espiga que Benedict Cumberbatch luce en la serie de la BBC, que en 2015 estrenará una cuarta temporada, además de un pedazo de papel manuscrito que el comisario de la muestra, Alex Werner, ha definido como “el sancta santorum de los sherlockianos”: en él Conan Doyle tomó las primeras notas de lo que luego sería la primera novela de Holmes, Estudio en Escarlata.
Londres también ocupa un papel muy importante en la muestra porque es
imposible desligar la ciudad de las aventuras de Holmes y Watson. Otra
cosa que cuenta Conan Doyle en la entrevista es que los dos primeros
libros, el citado y El signo de los cuatro, pasaron casi
inadvertidos y sólo alcanzaron un éxito monumental cuando empezaron a
ser publicados como historias cortas por la revista The Strand, de la que se exhiben unos cuantos incunables
en la muestra, una anécdota que dice mucho sobre la influencia que
llegó a alcanzar la prensa escrita. “Fue entonces cuando prosperó”, dice
el novelista escocés. El eclecticismo de la muestra refleja también las
inabarcables lecturas que ofrece el personaje.
Pese al éxito, Conan Doyle tuvo la peregrina idea de matar a su
detective en diciembre de 1893, en el relato El problema final. La
exposición ofrece tanto el ejemplar original de The Strand con la
historia como un turner con las cataratas de Reichenbach de las
que Holmes y su archienemigo Moriarty se cayeron y, aparentemente,
fallecieron. Las protestas de los lectores fueron tan estruendosas que
el narrador tuvo que recuperar al detective, primero en el pasado, con El perro de los Baskerville,
que transcurre antes de que fuese engullido por el precipicio, y luego
con aventuras posteriores ya que sobrevivió a la caída milagrosamente,
lo que resulta desconcertante para un personaje que encarna el triunfo
de la lógica. Para tratar de poner orden en todo este lío, la estupenda
edición de Jesús Urceloy en Cátedra,Todo Sherlock Holmes,
clasifica las historias por el orden en el que ocurren en la ficción y
no por el que fueron escritas. La muestra ofrece también un dibujo
extraordinario, en el que se ve a Conan Doyle atrapado por su creación,
que refleja como condicionó toda su vida como escritor. El último
cuento, publicado en 1926, es un relato de espías ambientado al
principio de la I Guerra Mundial: el detective se retiró entonces porque
quizás sí desapareció cualquier esperanza de un mundo en el que podía
imponerse la razón. De hecho, su creador se dedicó al final de su vida
al espiritismo y defendió la existencia de seres mágicos del bosque en
un célebre caso de falsificación –las hadas de Cottingley–. Había
olvidado las enseñanzas de Holmes.
El hombre que nunca vivió pero que nunca morirá refleja la
inagotable fascinación por el personaje, que puede medirse tanto por sus
incontables adaptaciones cinematográficas –actualmente hay tres en
marcha: la serie de la BBC, que traslada a Holmes y Watson al Londres
actual; Elementary, que lleva a los personajes a Nueva York, y la franquicia que protagoniza Robert Downey– como por la parafernalia que le rodea, desde la cocaína disuelta al 7% hasta el violín o los gorros de tweed.
Algunas piezas provienen de sociedades sherlockianas remotas y otras de
coleccionistas insólitos, como Glen Miranker, antiguo jefe técnico de
Apple.
El filósofo John Gray resumió con lucidez en un pequeño ensayo escrito para la BBC titulado El inagotable atractivo de Sherlock Holmes
los motivos por los que nunca nos podremos librar del detective: “Más
allá de algunas reliquias del racionalismo victoriano, la mayoría de
nosotros aceptamos que la razón no puede dar un sentido a la vida. Por
eso necesitamos mitos y los mitos son contradictorios. Holmes es uno de
ellos. Al ser capaz de encontrar orden en el caos utilizando sólo
métodos racionales, demuestra el permanente poder de la magia. ¿Seremos
capaces de ser razonables sin esperar demasiado de la razón?
¿Fracasaremos al intentar remodelar el mundo basándonos en principios
racionales que en la práctica producen en el caos?”.
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