7.11.14

El costurón del Muro

Hay huecos, físicos o no tanto, que aún perduran y remiten a lo que el siglo XX hizo con la capital alemana
 
Puente de Bösebrücke./elpais.com
Si la arquitectura de un lugar retrata su historia, el costurón urbano que dejó el muro de Berlín al levantarse (en 1961) y caer (en 1989) es una de las grandes fotografías de nuestro tiempo. Mucho de aquella cicatriz se ha reparado ya en estos 25 años transcurridos, con una planificación y una pasión constructora admirable que han hecho de Berlín uno, al fin, único y cuasi compacto. Pero hay huecos, físicos o no, que aún supuran y remiten a todo lo que el siglo XX hizo con la, entonces y ahora, capital alemana.
Espacios que hablan. Siempre fue un clamor esta ciudad. Plantabas un pie en ella, en Berlín Occidental (antes de 1989), y bastaba para saber que allí había mucha tela sociopolítica que cortar. No importaba no saberse al dedillo los acontecimientos. Sobre ellos narraba ya de sobra su fisionomía, desestructurada, bien rara. Se trataba de sus largas distancias y de sus avenidas, que remitían a sucesos concretos: la del 17 de junio, por ejemplo, en honor a esa huelga de obreros comunistas ante patronos comunistas, en 1953, reprimida brutalmente. De los centenares de edificios marcados por la metralla. De las explanadas tristes: el descampado de la Potsdamer Platz, centro populoso, creativo y cultural durante los locos años veinte, que dejaba mudo. De los carteles que encontrabas a tu paso y mareaban: “Está usted abandonando zona francesa, zona americana, zona británica…”.
Quizá se trataba de las estaciones de metro fantasma, prueba del corte de las comunicaciones por tierra, mar y aire, que susurraban: "Estos vecinos no se hablan". De las calles convertidas en callejones sin salida: había quien abría la puerta de su casa, como en Sebastianstrasse, en Kreuzberg, o en Entenschnabel, en Frohnau, y tenía la pared o una torre de vigilancia a un metro; el jardín cortado, la ventana tapiada.... O de esos miradores altos de madera y metal para visitantes y turistas desde donde avistar el doble muro, la tierra de nadie o de la muerte. Desde ellos observabas a los policías comunistas ("co-mu-nis-tas", se enfatizaba, impresionaban) cual extraterrestres. “Los del otro lado”, les llamaban, esos ossis. Y allí estaban, armados, uniformados, emparedados en su torres de vigilancia (casi dos centenares hubo), fumando impasibles, paseando en silencio o muy quietos, a la espera de algo, alguna novedad, algún disidente o pensando quizá cómo escapar (2.500 de ellos lo hicieron)... Congelados en el tiempo.
Bastaba seguir el trazado del Muro (hoy está habilitado gran parte como carril para peatones y bicis), un paso tras otro, un monumento tras otro, aquí este barrio, aquí ese otro…, y leer las pintadas infinitas, más o menos artísticas, y palpar la historia. Famosos del grafiti dejaron su huella en él, en su lado occidental, tal como recoge el libro Verboten, Berliner Mauerkunst, de Ralf Gründer: Rainer Fetting, Indiano, Thierry Noir, Kiddy Citny, Keith Haring o Yadegar Asisi, entre otros. Algunos eran tendencia, como esas ventanas que parecían abiertas hacia el otro lado, espiándo. Los mas lanzaban consignas, serias o irónicas, ingeniosas o tremendamente dogmáticas, sobre vidas rotas, un mundo dividido, de opresión y libertad, de capitalismo y comunismo, de tensión y tiempo perdido:
“Erich, devuelve las llaves”
“A quien cruce, le doy un marco”
“Mamá, sácame de aquí”
“Detesto el comunismo, es la negación de la libertad”
“Lucha contra el Estado espía”
“Tío, qué pared tan estupenda”
“La fantasía no tiene frontera”
“Querido Gerd, feliz cumpleaños”
“Cemento, no gracias”
“¿Cuánto todavía, cuánto tiempo?”
“Haz el amor no vallas”
“Atención, atención, quiero abandonar Berlín Oeste pero una pared me lo impide”
Los alrededores de la Puerta de Brandeburgo, fotografiados en 1961 y hoy día
El berlinés occidental medio, el ciudadano más subvencionado y alternativo del mundo capitalista, llamado libre entonces, era una pura enciclopedia política. Pronunciabas “muro, RDA, Honecker o soviéticos”, y brotaba la sangre en soflama como quien abre las venas de un país, de dos, de Europa, del mundo y de la próxima guerra segura (por supuesto, nuclear). Varias generaciones se sabían de tirón el qué, cómo, cuando, dónde y de quiénes se estaba hablando a uno y otro lado del telón de acero, y presumían de conocer bien las intenciones secretas de los otros. Ahora, un cuarto de siglo después, ya no. El quién es quién de la tipología política se ha difuminado o ha desaparecido. Ahora es el momento del mito.
El muro de Berlín como metáfora de un tiempo y del fin del comunismo. La pared que separó mundos, políticas, filosofías y marcó la vida de millones de ciudadanos desde el 13 de agosto de 1961 hasta el 9 de noviembre de 1989 (y hasta hoy, ya que andamos de aniversario) como producto y capital. Aunque de la construcción misma no queda apenas rastro local, salvo una línea en el suelo con doble adoquín desde el 9 de noviembre de 1999 en el centro de la ciudad y algunos pedazos mantenidos con fin turístico (Eastside Gallery, Checkpoint Charlie...). En los primeros años noventa hubo cierta prisa por quitar de en medio toda huella: el grueso se reutilizó en otras construcciones o se vendió en subasta. Y millones de trozos se arrancarían, martillo en mano de visitantes y comerciantes avispados, llegando, muchos, falseados hasta nuestros días.

Las primeras puntadas

Pero antes de poder derribar, desmontar o descoser la pared más famosa del siglo XX hubo que construirla o hilvanarla. Y las primeras puntadas bien pudieron darse el mismo día en que terminó la II Guerra Mundial, allá por 1945, con el dictador alemán suicidándose en su búnker de la Cancillería, los de las SS matando a destajo en su agonía, y los soldados rusos desembarcando en una ciudad ruinosa, repleta de famélicos y enloquecidos tras los intensos bombardeos aliados; hámsteres, los llamaban, seres rastreando las ruinas en busca de comida, como describe Anthony Beevor en Berlín, la caída, 1945.
Ese momento crítico en que el Ejército Rojo campa a sus anchas y bajas (sus partes), generando enorme desconfianza en las tropas aliadas (por lo primero) y una estela de mujeres violadas y preñadas (por lo segundo). Ese "Frau, kommt, kommt", "Mujer, ven, ven") en boca rusa que era escribir terror sobre terror a lo ya vivido en la Europa enbrutecida por el nazismo. Un famoso libro anónimo describe bien este momento, Una mujer en Berlín (Anagrama). Narra lo que a miles de ellas les tocó vivir, “primero la supervivencia entre los escombros, sin agua, sin gas, sin electricidad, acuciadas por el hambre, el miedo y el asco, y, posteriormente, tras la batalla de Berlín, por la venganza de los vencedores”.
Pespuntes de la gran valla podrían considerarse muchos otros, dado que el siglo XX se prodigó en acontecimientos memorables que eligieron, como en una fijación enfermiza, a esta ciudad como escenario: el boom creativo de los años veinte, la crisis económica y la devaluación brutal del marco alemán durante la República de Weimar, el tirón del socialismo, la aparición y triunfo de Hitler mismo con su pose y su arquitectura megalítica, Stalin ganando terreno y territorio... Frederick Taylor en su Historia del Muro se retrotrae hasta la ciudad pantanosa que fue Berlín en sus orígenes, a sus distintas épocas de cancilleres, emperadores y conquistas para explicarse la metrópolis actual, la postmuro. Pero su génesis bien pudo ser también el momento en que se constituyó el llamado Consejo de Control Aliado (Allierte Kontrolrat), en 1945, para regular el territorio alemán vencido, organizarlo, y repartirlo (con estatus especial para Berlín), en las reuniones de Yalta o de Potsdam, con los consiguientes procesos de desarme, desnazificación y otras medidas colaterales.
A partir de ahí, se vivió cierto espejismo provocado por el deseo de paz. Pero se trataba de pura estrategia política entre los cuatro poderes aliados, uña y carne hasta entonces por obra y gracia del miedo, lógico, al alemán en una guerra que había provocado casi 40 millones de muertos (la mitad de ellos, soviéticos). El desencuentro EEUU / URSS se materializó casi al instante (¿qué son tres años en la historia?): en marzo de 1948 los soviéticos abandonaron el Consejo. La guerra fría había comenzado. Y al poco, también, el primer cierre programado de la ciudad, el bloqueo entre 1948 al 1951, que hizo sufrir lo suyo a los dos millones de berlineses occidentales encerrados en su isla capitalista sin nada que llevarse a la boca, salvo que se pasaran al otro lado, pues ese era uno de los objetivos, ganar población, vaciarla, desmoralizar a los aliados para que la abandonaran. El puente aéreo aliado suministró comida a través del aeropuerto de Tempelhof (en imágenes muy cinematográficas) y quebró los planes soviéticos. Y en octubre de 1949 se creó la República Democrática Alemana (RDA). Sobre las muchas consecuencias de tales batallas, siempre servidas bien frías, se ha escrito en todo formato, largo y tendido.

Los intentos de huida

L. H. M.
Quedaron registradas muchas imágenes de aquellos primeros días de fortificación de la ciudad, algunas que son iconos: los rostros de pasmo, las policías de ambos lados vigilando, los llantos, la desesperación, las familias con las maletas escapando hacía el Oeste o al famoso cabo de la RDA, Conrad Schumann, saltando el alambre de espino, fusil al hombro, en la Bernauer. “La gente nos estaba abucheando”, explicaría Schumann más adelante a la CNN. “Teníamos la sensación de que nos limitábamos a cumplir con nuestra obligación, con nuestros deber, pero nos sentíamos recriminados por todos lados. Los berlineses occidentales nos gritaban, y lo mismo hacían los orientales. Nosotros estábamos en medio… Para una persona joven, esto era terrible”. “Vente para acá, vente”, le gritaba la multitud. En un momento dado, él tiró el cigarrillo y saltó. Un fotógrafo, Peter Leibing, recogió ese instante, que dio la vuelta al mundo. Hubo muchas mas.
El número de intentos de huida y de los que consiguieron escapar durante casi tres décadas es variable: 40.000 aseguran algunas fuentes. Y lo intentaron o lograron a través de métodos diversos e imaginativos; subidos en globos, nadando por los canales, en una suerte de submarinos, ocultos en los maleteros de coches o camiones, disfrazados, a través de túneles (unos 40 se construyeron en la ciudad, tres en la misma Bernauerstrasse...). Tan variable como el número de muertos directa o indirectamente relacionados con el acto de atravesar el muro. Casi 200. El primero, Günter Litfin, murió de un disparo en Humboldthafen; el siguiente, Peter Fechter, cerca del Checkpoint Charlie. La última víctima, así considerada, se llamaba Chris Gueffroy, de 20 años.

Los mapas mutantes

"La ciudad había cambiado las fronteras administrativas entre sus distritos en 1937 y fue ese nuevo mapa el que sirvió de base para el reparto por sectores de Berlín a partir de 1945", señalan Hoffmann y Meuser en un interesante y reciente libro, Architekturfuhrer Berliner Mauer (Guía arquitectónica del muro de Berlín), DOM, 2013. En él recopilan mapas y fotografías aéreas de  los espacios mutantes de la ciudad. El distrito como tal —había 20 entonces— dejó de existir para convertirse en sector. Uno de los planos editados en ese tiempo, el de Richard Schwarz, de 1946, se ocupó incluso de realizar una revisión de los nombres de las calles heredados de tiempos del partido nazi.
Durante los años cincuenta la vida cotidiana en la República Federal (RFA) o en la Democrática siguió su curso, en cuanto a normalización posbélica se refiere, cuentan, al tiempo que crecía la tensión política interna y el desasosiego en ese polvorín que era Berlín, isla siempre en marejada, muy deseada por todos. Prueba de que el Muro no nació de la nada fueron las barreras anteriores a él: más de 250 pasos fronterizos hubo y hasta una verdadera frontera para delimitar con la RFA, incluído el Checkpoint Bravo, en Dreilingen (autovía A115), verdadero símbolo de arquitectura limítrofe. Los alemanes de los distintos sectores convivían con esto con mayor o menor naturalidad. Su espíritu de resistencia y creatividad estaba plenamente demostrado. El berlinés de a pie hizo del concepto cortina de hierro hashtag de época, pose y literatura. "Don't Miss Berlin, The international city behind de Iron Curtain", decían los carteles. "No olvides a la ciudad que defiende la democracia del mundo libre tras la telón de acero".
El junio de 1961, el líder comunista Walter Ulbricht aseguró que nadie, nadie tenía en mente construir un muro. Pero un mes después, en julio de 1961, se produjo un hecho destacado en la historia de la frontera soviética-aliada: el ministerio del mando soviético en el sector oriental publicó los datos de los ciudadanos del Este que cruzaban al otro lado, los que, según ellos, escapaban: 18.000, en mayo; 20.000, en junio... La mayoría, jóvenes; mano de obra que se esfumaba. Cerca de 50.000 tenían trabajo en el otro lado. Los rumores del muro fijo, intimidario, se hicieron carne de la mano de la creciente inseguridad de la URSS ante esa china incontrolable del mundo libre que tenían en el zapato de su nuevo imperio. La evidencia de que el muro ya estaba bien planeado y Ulbricht mintió aparece también en forma de mapa en el libro citado.

Imágenes que son iconos

Así, en la mañana del 13 de agosto, aparecieran trabajadores colocando alambre de espino entre los sectores soviético y aliados. Miles de policías fueron movilizados. Se corrió la voz y los periodistas y ciudadanos comenzaron a acercarse allá donde se construía. Cerca de 156 kilómetros se levantaron de muro, 43 de ellos entre los dos berlines; y 112 entre Berlín Oeste y la República Federal Alemana. Se cortaron las comunicaciones telefónicas. En pocas semanas se vaciaron casas situadas en la línea del muro, se realojó a muchos habitantes para levantar el ya definitivo y de obra, se tapiaron puertas y ventanas... En septiembre fueron obligados a trasladarse unos dos mil ciudadanos de la Bernauerstrasse misma, allí donde se produjeron las escenas más dramáticas y las primeras muertes. Sobre lo que representó aquello para la vida de una ciudad, conviene acercarse al Centro de Documentación del Muro situado frente al Memorial de dicha calle (abierto el 13 de agosto de 1998) y ver los restos de la frontera y su colección de documentos audiovisuales de aquel tiempo. "En Berlín, a diferencia de otros lugares de la frontera entre la RFA y la RDA, no se instalaron mecanismos de disparo automático ni minas", cuentan en el archivo.
De los casi ochenta cruces que existían en Berlín pronto quedaron solo siete para peatones y uno para trenes. Todos fueron mutando en pared intimidatoria, paso fronterizo, torre de vigilancia, corte de autopista… Siete lugares que se harían con el tiempo famosos: los de las calles Bornholm, Chaussee, Invaliden, Heinrich Heine, Friedrichs, Oberbaumbrücke y el de la Sonnenallee (avenida) y quedarían marcadas en lo urbano durante largo tiempo. Por tierra, mar y aire el control se hizo exhaustivo. Y a partir de ese momento hubo espacios que se convirtieron en escenario y escaparate desde donde arrojarse mensajes de uno al otro lado y/o mostrar las grandezas de uno y otro régimen: batallas de músicas y megáfonos en la Postdamer Platz/Leipzigerstrasse, banderas y mítines a uno y otro lado de la Puerta de Brandeburgo (convertida en el mayor símbolo de la separación) de locales y visitantes: un día Gorbachov miraba desde allí al Oeste; otro (1987), Ronald Reagan le gritaba: "Señor Gorbachov, abra usted esta puerta". Al ritmo que crecía la pared en altura y solidez lo hacía la provocación entre las dos ciudades, incluso arquitectónicamente hablando: edificios que se levantaban a un lado y tenían su réplica en el otro, como sucedió con el edificio de Axel Springer y los plattenbauten de la Leipzigerstrasse. Una práctica frecuente, cual juego de niños.

Berlín ilustrado

L. H. M.
Ninguna ciudad está tan orgullosa de sí misma y publica tanta literatura y material audiovisual sobre su pasado, presente y futuro como la capital alemana. Basta pasarse por la sección de cualquier librería, de la de Dussmann, por ejemplo, situada en la Friedrichstrasse, y contemplar el departamento dedicado a la ciudad. Hay libros de todo tipo y cuestión que uno necesite sobre la vida y obra de lo que se ha cocido y se cuece bajo su techo metropolitano y más allá. El Muro, naturalmente, es uno de los grandes protagonistas. Y entre lo mucho publicado, uno de los mejores retratos realizados sobre él en sus primeros años de existencia fue el que realizó el dibujante Werner Kruse, alias Robinson, (el primer artista occidental, por otro lado, al que se le permitió entrar y quedarse para dibujar trazo a trazo Moscú). Se puso manos a la obra en 1964 y lo dejó ilustrado paso a paso en blanco y negro, calle tras calle, edificio tras edificio, desde la Bernauerstrasse hasta el Oberbaumbrücke, detallado, hermoso, cinco metros de dibujos que se editaron luego en color y son hoy difíciles de encontrar (panorama-berlin.de).
Numerosos actos se organizan estos días en Berlín al hilo del 25 aniversario de la caída el Muro. Se pueden consultar en la página oficial: berlin.de
Incalculable durante esas casi tres décadas fue el sufrimiento que el muro generó en muchos ciudadanos que vieron como cambiaba su vida de un día para otro, quedaban separados de los suyos o sin trabajo. Tal era el drama que, entre el 19 de diciembre de 1963 y hasta el 5 de enero de 1964, en que se permitieron las visitas de los occidentales a sus parientes en el Berlín comunista (en la primera regulación) se emitieron más de un millón de pases. El puente Oberbaum fue testigo privilegiado de encuentros familiares durante esas Navidades. Hoy, reconstruido, es uno de los miradores más hermosos de la ciudad, hacia el canal y las orillas rehechas y carísimas ya del Spree.
El movimiento de desplazamiento humano y económico que generó el Muro fue enorme: se fueron despoblando poco a poco las calles fronterizas, se abandonaron muchas viviendas a su suerte (además de las que ya lo hicieron semidestruidas al final de la guerra), se trasladaron las empresas hacía ciudades menos expuestas y de mejor acceso... Y la necesidad de mantener la ciudad poblada era tal para la RFA que trasladarse a estudiar o vivir a Berlín Oeste tenía innumerables ventajas y subvenciones, como liberarse del servicio militar o contar con las mejores becas de estudio, sin límite de edad. Fue reino de la contracultura. Al igual que los okupas de tanto edificio huérfano, los eternos estudiantes berlineses llegaron a ser tribu urbana.
Conocido es ya: el 9 de noviembre de 1989, el portavoz del Gobierno de la RDA, Günter Schabowski, responde a la pregunta de un periodista sobre la nueva ley de viajes entre ambos países diciendo que entraría en vigor de inmediato. La noticia corre como la pólvora. Y una hora después abre el puente de la Bornholmerstrasse llenando la calles de Wedding de alemanes orientales felices y desorientados, mirando extasiados los escaparates de un barrio obrero y emigrante del otro lado. Poco a poco se fueron haciendo líquidos todos los pasos fronterizos, las barreras… El muro había caído. Y en el minuto uno, más allá de las medidas políticas, se dio el pistoletazo de salida para la transformación urbana de la ciudad (y por extensión luego de los estados orientales). Miles de planes, contraplanes, concursos... para descoser la frontera, borrar su rastro, dotarla de otra función y vida. Un puzzle de piezas en reconstrucción ha sido Berlín durante este cuarto de siglo. Las grúas brotaron como setas, elemento cotidiano y masivo hasta el 2000 cuando Berlín se hizo capital, especialmente en la Potsdamer Platz (aquel descampado), símbolo de la nueva metrópoli y de una nueva era, donde formaban, literalmente, un bosque.

La tierra de nadie

El espacio de la tierra de nadie que quedó entre ambos lados ha tardado en cicatrizar, se han necesitado años de inversiones millonarias, concursos internacionales, el trabajo de miles de arquitectos, decenas de miles de obreros llegados de todo lugar, mucho planeamiento acelerado y mucho proyectos, algunos muy discutidos. Unos por innecesarios, como el derribo del antiguo parlamento de la RDA, el Palacio de la República. Otros por costosos: la reconstrucción en el mismo lugar del imperial. O por fiasco y corruptelas: el aeropuerto internacional aún sigue sin fecha y le ha costado el puesto al alcalde más popular, Klaus Wowereit. Y debates infinitos, al estilo alemán, sobre el qué y el cómo de variados desarrollos, uno fundamental: cual es el verdadero centro urbano de la capital. El destino de la Alexanderplatz (centro antaño del Este) sigue poco claro. La plaza permanece en una suerte de limbo y vacío de función que solo salva el fervor turístico por los centros comerciales y la torre de la televisión con sus vistas de altura.
La fascinación (u obsesión) que siempre ha provocado esta ciudad ha hecho que muchos fotógrafos se hayan ocupado de ir retratando rincones antes y después de su metamorfosis. Uno de ellos, Karl Ludwig Lange, por ejemplo, retrata las esquinas de Pankow (antes aprisionadas) o el puente de Bornholmer hecho puro tránsito libre, la Güterbahnhof convertida en parque recreativo y mercadillo de fin de semana (Mauerpark, pronto se convertirá en viviendas); la Bernauerstrasse, irreconocible, con sus edificios de viviendas ultramodernas donde antaño lucían tristes bloques de viviendas tapiadas, y calles de Prenzlauer Berg, como Oderberger, antaño puntos muertos del mapa que son hoy de lo más de moda y cool de su geografía…“El Muro está un muy presente en la ciudad”, asegura. Pero no sólo por lo que representó o las muertes que originó, no. Según él, se trata incluso de aquello que no se ve, de los problemas jurídicos, la devolución de la propiedad de terrenos que antaño ocupaba el muro que están aún en muchos casos por solucionar… "Por eso, existe aún esa cierta ruptura en el paisaje, esos vacíos que la marcan y definen", cuenta en su libro.
Pero no solo es la tierra la que se ha transformado en Berlín. También es el agua. Ella ha ganado protagonismo. Uno de los espacios más cambiados en este cuarto de siglo han sido las orillas del río. Los canales del Spree vivieron con respiro la caída del Muro. No solo porque eran muy golosos para la huida al otro lado (“Atención”, decían los carteles en alemán y en turco en el Gröbenufer, en Kreuzberg, “peligro de muerte: el agua pertenece al sector oriental de Berlín”), sino porque sus márgenes se han ganado para la ciudad.
Cientos de barcos, públicos o privados, grandes o pequeños, surcan hoy los canales serpenteantes cargados de oriundos en posición relax y, sobre todo, de turistas (son masa ya) que observan extasiados la vieja y la nueva arquitectura, las playas urbanas, la isla de los museos, las exclusas, los parques, la vida cotidiana de esta metrópoli multicapa repleta de jóvenes, solteros, artistas, pijos o alternativos, inmigrantes o nacionales; a rebosar aún de creatividad, músicas, proyectos… Desde el agua se aprecia otro Berlín ya, mas armado, más seguro de sí, mas rico y también más desigual: edificios terminados, esquinas rematadas, ninguna zona tan rehecha como la gubernamental, el Reichstag, la Cancillería, los edificios parlamentarios, los alrededores de la Potsdamer Platz... Su fisionomia habla ya de normalidad. Y de nuevos retos en este siglo XXI. Para vosotros la orilla, para nosotros el Spree", titulaba este verano el Zitty, la más veterana revista alternativa de la capital alemana. Los terrenos se gentrifican, son capitalistas, venía a decir, pero el agua es pública, es de todos, es libre. Quizá hasta sea comunista.

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