22.11.14

Sangre joven, vampiros nuevos

 Belén Gopegui se rebela ante la escritura como mero entretenimiento y construye una novela contra el poder, ajena al maniqueísmo y llena de connotaciones morales
Belén Gopegui. / Ricardo Gutiérrez./elpais.com

El comité de la noche de Belén Gopegui.

Recuerdo el deslumbramiento de la primera novela de Belén Gopegui (Madrid, 1963), La escala de los mapas. Ese bisturí lírico con el que desentrañaba lo íntimo. Ese talento, ese pulso, ese extrañamiento para ver desde fuera lo de dentro, como una científica observando en el microscopio los coágulos de su propia sangre. Nada de eso ha perdido Gopegui desde aquel 1993 hasta el día de hoy a pesar del órdago con el que envidó a su literatura para ella misma y sus lectores.
Leyendo El comité de la noche me ha venido a la mente una y otra vez el último disco de Nacho Vegas, Resituación. Hay un motivo obvio, su posicionamiento político y ético, pero también otros menos evidentes. Se trata de la rebelión ante su arte como mero instrumento de entretenimiento y evasión. La cuestión no es menor. La ficción novelesca ha dado engendros, monstruos y disparates al ponerse el mono de trabajo o el antifaz de señorito de derechas, la esvástica o el camarada de rigor. Sherezade trata de salvar la vida una noche más narrando una historia que sea una alfombra voladora. Pocas noches hubiera durado Sherezade si el objetivo hubiera sido venderte una lavadora o recitarte el manual de instrucciones de cómo montar y desmontar un reloj.
Pero tanto en el caso de Vegas como en el de Gopegui, además de un posicionamiento, hay un riesgo y un acto generoso: renunciar al yo íntimo por un nosotros más áspero, al resorte que funciona en aras de la pertinencia social. El compromiso de Gopegui es el de renunciar a que su obra literaria sea un mundo cerrado, hermoso, radical, inquietante o dócil pero, por encima de todo, inútil. Un objeto sin otra función que entretener, gustar y gustarse, conciliar a autor y lector con la idea de animal pasivo de ambos, pero, eso sí, con la buena conciencia que da el generar uno y embucharse cultura el otro. En mi opinión, eso naufragaba tanto en Deseo de ser punk (2009) y, especialmente, en Acceso no autorizado (2011). Sin embargo, la literatura de la autora madrileña se rearma en El comité de la noche acercándose —es un suponer— a lo que su autora pretende de un libro que sirve para ser leído con intencionalidad como para ser lanzado contra los escaparates del Poder. La novela parte de una noticia extraída de la realidad: la oferta de una multinacional farmacéutica de comprar sangre a los parados que acepten donarla. La paleta de connotaciones morales se mostrará a lo largo de toda la novela, huyendo del maniqueísmo en la medida que lo desea su autora, e insertando el dedo en el enchufe de la privatización de la sanidad pública. Pero el zoom de Gopegui va más allá: el Poder ha de ser fiscalizado y vigilado, combatido y expurgado desde el compromiso social e individual. Por fortuna, la sopa no nos la sirve Gopegui ni helada ni hirviendo.
La novela empieza a ritmo de elegante paseo automovilístico, marca de la casa. En una primera parte, una mujer, Álex nos narra su aquí y ahora. Treintañera, parada, con una hija a cuestas, debiendo regresar a vivir con los padres, seres electrocutados como ella por la realidad y el complejo de culpa que se nos ha inoculado. Surcando esta primera parte, vives el hechizo de que solo con el lirismo de lo íntimo, de las pequeñas cosas, de lo cotidiano puedes entender la magnitud de la tragedia en la que estamos. Siguen siendo necesarios los poetas para desentrañar la realidad, para alzar el velo. Dejen las grandes palabras, los voceros, las estadísticas, el drama terrible está en cómo funciona el mecanismo de destrucción de una clase media, en el remordimiento de tomar o no un café, de regresar al hogar paterno, de escribir desde un banco, ejército de zombis por parques y calles, la importancia de la dignidad que se consigue en la Red al romper el autismo, la individualidad atroz. Pero el coche en el que nos ha montado Gopegui se va quedando sin trama, pero en fin, ésta llegar llega aunque tengamos que hacer el último tramo a pie hasta la gasolinera.
La estructura narrativa funciona, la intriga también, el mensaje político
no es endosado con grosería
La segunda parte tiene otros personajes, Carla y el escribidor. La primera acude a un escritor para que dé fe de su historia, un thriller bien orquestado por la autora respecto del tema de la sangre comprada, los conflictos éticos, una novela casi de espías en la guerra fría que sucede en Bratislava. En esta segunda parte reaparece el personaje de Álex. Aquí el tono de lo escrito es otro. Gopegui nos castiga y se castiga al privarnos de su fino pinchazo respecto de las relaciones íntimas, el yo más dentro de nosotros mismos. El castigo no es a cambio de nada. La estructura narrativa funciona, la intriga también, el mensaje político no te es endosado con grosería, sino con matices, a blanco o negro. La figura del escribidor es un hallazgo y la novela, notable, necesaria, está más que bien resuelta. En el debe, unos diálogos a veces maquinales, casi instrucciones de uso, que hace que le veas las tripas al libro, a cómo la escritora trata de venderte la lavadora. Aceptarías ir al lado de Sherezade a matar vampiros, pero no a que Pablo Iglesias te explique lo de la auditoría sobre la deuda externa de un país tan extraño como la ciudad de Bratislava.

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