Sus cartas y sus clases confirman que nunca hubo diferencia entre lo que vivía y lo que escribía
Julio Cortázar, un enfebrecido amante de lo literario y por ende el Gran Cronopio./elpais.com |
Estoy leyendo la correspondencia de Cortázar (cinco volúmenes) y sus
clases de literatura en Berkeley en 1980, todo ello editado por
Alfaguara. Una sensación calurosa e inhabitual se abre paso: el afecto,
que vuelve con la misma fuerza de la primera vez, cuarenta años atrás,
pero ahora, por así decirlo, documentado. Es muy raro sentir afecto por
un escritor. Hay un foso entre la admiración y el afecto. No he sentido
nunca afecto, pongamos, por Borges. (Sí, en cambio, y creciente, por
Bioy).
Las cartas y las clases de Cortázar confirman lo que ya sabíamos: que
era una persona extraordinaria y que nunca hubo diferencia entre lo que
vivía y lo que escribía. Rezuman pasión por la literatura, placer por
el conocimiento compartido. Y alegría: sentido del humor y del juego. Y
algo más, algo igualmente poderoso, y para lo que tendríamos que
utilizar una bayeta de altas propiedades limpiadoras, porque términos
como solidaridad o compromiso han sido minuciosamente
embarrados por los que creen estar de vuelta y solo fueron a la esquina
para buscar cobijo bajo el sol que más calienta.
Estas publicaciones me han hecho pensar en lo importante que fue
Cortázar para mí y para muchos de mi generación, cuando vivíamos la
llegada de cada uno de sus libros como un acontecimiento, una ventana
abierta. Me ha dado un pequeño vuelco el corazón al leer que, en las
navidades del 74, el gigante argentino vagabundeaba “solo y sin amigos a
los que ver” por las calles de Barcelona: inevitable pensar que hubiera
podido toparme con él una de aquellas noches, cuando andaba yo empapado
en garúa adolescente y buscando hermanos mayores, en lo más alto de mi
veneración por Rayuela, por los cuentos, por todas y cada una
de las cosas que escribía. ¡Qué ganas de gritarle: “¡Acá, acá! ¡Cebate
un amargacho, viejo!”. Pobre hombre, de la que se libró.
Hoy, tantos años después, podemos decir que ante la dictadura cubana
pecó de ingenuo o prefirió mirar para otro lado, y que el intento de
fusionar literatura y política desballestó Libro de Manuel,
novela apresurada y torpísima por la que fue crucificado, como si
anulara su deslumbrante trayectoria anterior: a muchos otros les
perdonan errores insistentemente continuados, pero a él le tenían
muchísimas ganas.
Me conmueven sus cartas de 1973-76 del mismo modo que me parten el
corazón las de cualquier escritor español en vísperas de la República:
el luminoso anhelo de que todo podía cambiar, todo estaba al alcance de
la mano, y de repente el cielo se resquebraja a tiros. Y me produce un
respeto imponente el Cortázar que tras las pesadillas golpistas se
multiplica, se desvive por sacar gente de Chile y de Argentina, y
encontrarles acomodo en Europa, y dedica la mayor parte de su tiempo a
trabajar para el Tribunal Russell y dar voz a quienes la han perdido.
Entretanto, a Kissinger le dieron el Nóbel de la Paz como premio por
la operación Cóndor, y la hombría de bien bajó aparatosamente en bolsa, y
comenzó a ponerse de moda sonreír irónicamente y despachar a Cortázar y
a otros tantos como él hablando de su “trasnochado idealismo”.
Y no solo entonces. Me dicen que tanto en Argentina como aquí hay
jóvenes autores que han hecho una bandera, sin aparentes escarapelas
ideológicas, del desdén hacia el enorme cronopio. Suele pasar con los
escritores que tuvieron gran influencia en su momento, y aventuro que
algo parecido le sucederá a Bolaño en las próximas décadas. A los que
militan en la negación, la risilla y el sol que más calienta no vale la
pena decirles nada. A los otros les digo que se zambullan en sus
inmarcesible cuentos, en sus vivísimas misceláneas, pero también que
conozcan al hombre que muestran estas cartas y este curso.
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