Salwa Bakr
Noona la loca
Aparte de su padre y el funcionario, su esposa e hijo, casi nadie,
cuando preguntaron en la oficina del procurador público, conocía a
Noona. Las únicas excepciones eran: Hassaein, el vendedor de pan;
Futeih, el tendero; Salim, el hombre que planchaba; y el basurero. Este
último, al ser preguntado, dijo que no tenía ni la más remota idea
acerca de sus rasgos, porque siempre estaba ocupado mirando el cubo de
la basura cuando ella se lo entregaba cada mañana para que él lo vaciara
en la cesta.
Las declaraciones de todos ellos no coincidían en
cuanto a sus rasgos, ya que mientras el funcionario aseguraba que tenía
la nariz respingada y que su mandíbula superior sobresalía ligeramente,
su esposa respondió a la pregunta del procurador público, «¿Tenía algún
rasgo especial?», diciendo, «Era una chica muy inestable, muy rara». En
cuanto a su padre, se limitó a decir, mientras se enjugaba las lágrimas,
«Ella hubiese sido una novia encantadora, una chica en un millón... », y
para demostrar ante las autoridades la verdad de esta afirmación, sacó
de un bolsillo interior de su galabia un pequeño pendiente de oro con un
abalorio azul, que era el regalo nupcial de su futuro esposo, a quien
ella nunca había visto.
Incluso la propia Noona no conocía bien sus
rasgos. Lo máximo que sabía era que el hijo del funcionario tenía un
hermoso pelo negro como su madre y una gran nariz como su padre, excepto
que la nariz de este último estaba salpicada de pequeñas manchas
negras. Ella había reparado en esas manchas muchas veces cuando se
excitaba y fruncía la nariz mientras exclamaba «jaque» con voz gruesa y
sofocada por la risa a su rival en la partida de ajedrez.
En
cualquier caso, Noona no estaba interesada en su apariencia, que veía a
menudo reflejada en los espejos, ya fuese en la habitación del
funcionario y su esposa, o en el cuarto de su hijo, cuando entraba en
ellos a quitar el polvo y ordenarlos, rápidamente por miedo a que el
tiempo volase y las horas de clase tocasen a su fin antes de haber
acabado su tarea. Aprovechaba momentos fugaces para buscar nuevamente
«la pupila del ojo», ese ser que ella nunca creyó que existiera aunque
la maestra lo había confirmado una y otra vez. En esos momentos, parada
de puntillas, se inclinaba hacia adelante con su pequeño cuerpo y se
acercaba todo lo posible al espejo, luego estiraba hacia abajo los
párpados inferiores con sus dedos hinchados, que estaban cubiertos de
pequeños cortes y marcas de quemaduras, y con indescriptible asombro
hacía que los globos oculares sobresalieran como dos círculos negros,
mientras intentaba descubrir dos brazos o dos pies, o una nariz o un
cuello, o cualesquiera de las partes humanas del cuerpo de esa persona,
«la pupila del ojo». Cuando, cansada y aburrida y sintiendo que las
puntas de los pies comenzaban a dolerle por la posición forzada, se
apartaba del espejo, torcía los labios en una mueca de fastidio, se
llenaba la boca de aire, o sacaba la lengua y la movía de un lado a otro
describiendo círculos, y luego continuaba haciendo las camas, colgando
la ropa y colocando las cosas en sus correspondientes lugares.
Es
imposible negar que Noona tenía un secreto deseo de ser guapa y
encantadora, no como la esposa del funcionario, quien tenía toda clase
de ropa, algo corto y algo largo, y algo con mangas y algo sin mangas,
sino guapa, como la maestra a quien solía imaginar parecida a la
princesa de los cuentos de hadas cuando se acercaba a ella desde más
allá de la ventana, mientras Noona estaba en la cocina, con su hermosa
voz pidiéndoles a las chicas que repitiesen después de ella el
hemistiquio, «espaldillas de antílope, patas de avestruz».
«Espaldillas»
solía confundir notablemente a Noona, de modo que cuando comenzaba a
repetirlo con las demás chicas y escuchaba el efecto de su voz aguda
declamando «espaldillas de antílope», dejaba por un momento de escurrir
el plato que estaba lavando en el fregadero, o de agitar lo que
estuviese cocinando en la sartén, apoyaba la pierna izquierda sobre la
derecha durante unos minutos y comenzaba a chuparse el pulgar con
fruición mientras pensaba en el verdadero significado de estas
«espaldillas» y se preguntaba, ¿es trébol? ¿o caramelo con garbanzos? ¿o
un burro joven?
Las imágenes bullían en su imaginación mientras
buscaba la verdad. Cuando las preguntas acababan por derrotarla y
descubría que el agua comenzaba a chorrear por encima del borde del
fregadero, o que la comida había hervido demasiado, volvía a
concentrarse en su trabajo, mientras la ira y la perplejidad crecían en
su interior, una enorme fuerza dentro de su cuerpo, y frotaba los platos
hasta dejarlos relucientes, o volvía a ordenar las cucharas y los
tenedores de un modo más pulido, mientras murmuraba las palabras «patas
de avestruz» y miraba por la ventana cerrada con barras de hierro, a
través de las cuales podía ver el edificio de la escuela y el cielo azul
y abierto que lo resguardaba. Entonces llegaban hasta ella las voces de
las chicas en un único y armonioso sonido, y sentía que estaba a punto
de volverse loca, y gritaba junto con ellas, con toda la fuerza de sus
cuerdas vocales, «corre como un lobo, salta como un zorro».
Anhelaba
conocer los secretos de muchas otras cosas, cosas que había oído de ese
mágico mundo que se ocultaba a ella detrás de la ventana, así como
ansiaba conocer también el verdadero significado de «espaldillas», esa
palabra en la que había incursionado de vez en cuando a través de las
chicas de la escuela, y que le había hecho aprender de memoria palabras
extrañas que no comprendía y que le hacían desear encontrar a alguien
que mitigara el fuego de su corazón y le explicara sus significados. De
hecho había tratado de conocer el significado de esas palabras
preguntando a Hasanein, el vendedor de pan, por «espaldillas», pero él
se había limitado a guiñarle un ojo y alzar las cejas obscenamente
mientras hacía un movimiento con el pulgar que le recordó a las mujeres
de la aldea. Aunque le insultó y maldijo a su padre y a sus antepasados,
después de aquella experiencia temió volver a intentarlo con Futeih, el
tendero. Había tomado la decisión de preguntarle al hijo del
funcionario, si no hubiese sido por lo que ocurrió el día de la raíz
cuadrada, que hizo que nunca volviese a pensar en ello. Sorprendida un
día por su señora cuando estaba revolviendo las cebollas y examinándolas
en busca de sulfuro de hidrógeno, que la maestra había dicho que se
encontraba en ellas, Noona se negó obstinadamente a decirle la verdad
cuando ella le preguntó sorprendida qué estaba haciendo. Se limitó a
decirle que estaba buscando una cosa extraña en las cebollas, lo que
hizo que la esposa del funcionario dijese al referirse a aquella ocasión
-y a otras numerosas ocasiones- que Noona era inestable y rara y que su
comportamiento no era natural, especialmente cuando la descubrió
saltando en la cocina, levantando las piernas y extendiéndolas hacia
adelante, exactamente de la misma manera en que había visto que lo
hacían las chicas cuando llevaban sus largos pantalones negros en el
gran patio de la escuela.
La mujer acostumbraba a decir estas cosas
acerca de Noona y añadía, cuando se sentaba con sus amigas en el
recibidor dorado cuyo estilo Noona suponía que el jefe de su aldea no
podría haber visto, que la muchacha era un verdadero burro de carga y
tenía fuerza para demoler una montaña, a pesar del hecho de que sólo
tenía trece años. La esposa del funcionario decía que jamás la echaría
de su casa, aunque estuviese loca, porque en estos días las criadas
escaseaban y eran difíciles de encontrar.
Aunque esta opinión no le
gustaba nada a Noona, y aunque la mujer una vez la había abofeteado por
haber insultado a su hijo llamándole idiota, la esposa del funcionario
no le caía mal, porque sabía que aquel bofetón había sido sólo una
reacción espontánea, del mismo modo que lo había sido el insulto de
Noona.
El chico estaba sentado en la sala con la maestra, con su
madre sentada frente a ellos, tejiendo y haciendo ruidos con el chicle,
cuando Noona entró llevando la bandeja del té justo en el momento en que
la maestra le preguntaba al chico cuál era la raíz cuadrada de
veinticinco y el inútil se rascaba la nariz y miraba estúpidamente a su
madre y no respondía. Como Noona había oído muchas cosas de la raíz
cuadrada de boca de la maestra de la escuela, no pudo evitar, cuando el
chico con todo descaro respondió cuatro, gritar airadamente como lo
hacía la maestra de la escuela, «Cinco, idiota», lo que casi provocó que
la bandeja cayera de sus manos. La maestra lanzó una carcajada y el
chico corrió hacia Noona tratando de pegarle. La madre, sin embargo,
llegó primero porque le preocupaba que los vasos de cristal pudieran
romperse, y abofeteó a Noona: el primer y único bofetón que le había
propinado en los tres años que había estado en la casa. Y aunque su ama
no mentía cuando le dijo a la maestra que Noona sin duda lo había oído
de la maestra de la escuela, ya que una ventana estaba frente a la otra,
Noona aprendió a no hablar nunca de esas cosas con nadie de la casa por
temor a que la señora pudiera pensar en despedirla, porque ella quería
quedarse para siempre allí donde estaban la maestra y las chicas, en ese
maravilloso mundo cuyos sonidos oía cada día a través de la ventana de
la cocina, un mundo que nunca veía.
A pesar de todo esto había un
fuego de añoranza que ardía noche y día en su pecho por su madre y sus
hermanos y hermanas, y un deseo de correr con los otros chicos por el
campo, de respirar el aroma del verdor y la mañana cubierta de rocío, de
ver el sol ardiente cuando salía cada mañana, de oír la voz de su madre
llamándola, cuando estaba enfadada y de mal humor.
-Na'ima, Na'ouma, ven a comer, cariño, luz de los ojos de tu madre.
A
ella le gustaba mucho su nombre verdadero, Na'ima, incluso su apodo,
Na'ouma, pero no encontraba nada agradable en el nombre de Noona que le
había puesto la señora y que era como la llamaba todo el mundo desde el
momento en que puso los pies en la casa al llegar del campo y hasta el
momento en que se marchó para siempre y después de lo cual nadie supo
nada más de Noona. Antes de eso su vida había seguido su rutina
habitual: se había despertado como era su costumbre, había traído el pan
y había preparado el desayuno para el funcionario, su esposa y su hijo,
le había entregado el cubo de la basura al basurero y había entrado en
la cocina después de que todos se hubieran marchado. No fue hasta
aproximadamente las cuatro de la tarde que su vida comenzó a cambiar
cuando se oyó un golpe en la puerta y Abu Sarie, su padre, hizo acto de
presencia para dejar caer su bomba. Después de saludarla, comer y beber
té, y de asegurarle que su madre y sus hermanos se encontraban bien, y
de rumiar las cosas durante un buen rato, su padre había dicho, mientras
contemplaba su cuerpo y sus pechos y sonreía alegremente mostrando sus
dientes negros, que había venido a llevarla de regreso a la aldea para
casarla. Le mostró el pendiente de oro que le había comprado su futuro
esposo, quien había regresado de la tierra del Profeta con dinero
suficiente como para amueblar una habitación completa en la casa de su
madre. En aquel momento el corazón de Noona se le había caído a los pies
y había estado a punto de echarse a llorar. Sonriendo al ver que la
sangre escapaba del rostro de su hija y que se ponía del color de un
tulipán blanco, Abu Sarie le dijo que no debía tener miedo, porque eso
era algo que les sucedía a todas las chicas y que no había nada de malo.
Le dijo que debía prepararse porque se marcharían juntos a la mañana
siguiente. Luego decidió hacerla feliz con la misma noticia que a él le
había hecho feliz, de modo que le informó que la señora le daría un mes
de sueldo como bonificación, y también dos prendas que no habían sido
tocadas por las tijeras, y que su hermana menor ocuparía su lugar como
criada de la casa si era la voluntad de Dios.
-Y aquella noche todo
fue normal - dijo la esposa del funcionario en la oficina del procurador
público. Su esposo y su hijo corroboraron sus palabras y lo propio hizo
Abu Sarie. Noona había preparado la cena, había lavado los platos, le
había llevado té a su hijo mientras estudiaba en su cuarto. Y no había
nada en ella que despertara sospechas. Y así había sido efectivamente.
Lo que sucedió fue que Noona pasó la noche en su cama en la cocina sin
pegar ojo, mirando el techo oscuro y echando un vistazo ocasionalmente
hacia la ventana detrás de la cual se encontraba el edificio de la
escuela, con un trozo de cielo encima donde bailaban las estrellas. Se
sentía profundamente miserable, porque no quería regresar a la aldea y
vivir entre la suciedad, las moscas y los mosquitos; y tampoco quería
casarse y, como les había sucedido a sus hermanas, quedarse hundida en
el sufrimiento. Aquella noche las lágrimas brotaron como ríos de sus
ojos y permaneció insomne hasta el amanecer. Vio con sus dos ojos el
color blanco del cielo y el hierro negro de la ventana, pero para cuando
la señora la llamó y le dijo que se levantara y fuese al mercado a
comprar el pan, el sueño la había vencido. Soñó con la maestra y las
chicas, y con el hijo del funcionario a quien, en su sueño, ella
abofeteaba violentamente porque no sabía cuál era la raíz cuadrada de
veinticinco. También vio «espaldillas» y era algo de una enorme belleza;
no sabía si era un ser humano o un djinn, porque parecía ser de color
blanco, el blanco del algodón cardado, con dos alas con los bellos
colores del arco iris. Noona las cogió y las «espaldillas» volaron con
ella muy lejos, lejos de la cocina y de la aldea y de la gente, hasta
que se encontró en el cielo y vio las estrellas doradas muy cerca, de
hecho casi podía tocarlas.
Aquellos que habían visto a Noona la
mañana de aquel día mencionaron que su rostro mostraba una expresión
extraña. Tanto el funcionario como su mujer así lo expresaron,
confirmando que la mirada de sus ojos no era en absoluto normal al
alcanzarle a su amo el paquete de cigarrillos cuando estaba por salir de
la casa y cuando su señora le había dicho que se ajustara el pañuelo en
la cabeza antes de ir a comprar el pan.
Se oyó decir a la esposa del
funcionario, con muchas risas, a sus amigas, después de haberles
referido la historia de Noona, mientras estaba sentada con ellas en la
sala de la casa:
-¿Acaso no os lo había dicho, que estaba loca y era
una muchacha inestable? Y en cuanto a su hermana, hasta ahora no he
podido entenderla.
Salwa Bakr. Escritora egipcia. Se especializó como crítica, novelista y cuentista. Nació en el Matariyya distrito en el Cairo en 1949. Su padre era un trabajador ferroviario. Ella estudió negocios en la Universidad de Ain Shams , obteniendo la licenciatura en 1972. Ella pasó a ganar otra licenciatura en la crítica literaria en 1976, antes de embarcarse en una carrera en el periodismo. Trabajó como crítico de cine y teatro para varios periódicos y revistas árabes. Bakr vivió en Chipre por un par de años con su marido, antes de regresar a Egipto a mediados de la década de 1980.
El padre de Bakr murió temprano, dejando a su madre viuda y pobre. Su trabajo a menudo se ocupa de la vida de los pobres y los marginados. En 1985, publicó su primera colección de cuentos, Zinat en el funeral del presidente, que fue un éxito inmediato. Ha publicado varios libros de relatos desde entonces. Su primera novela se llamó Wasf al-Bulbul (1993). En idioma español tiene la recopilación de cuentos Las artimañas de los hombres y otras historias.
Salwa Bakr está casada y tiene hijos y vive en El Cairo.Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto y foto: El cuento del día.
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