Field tiene vigencia en los Estados Unidos primordialmente por su poesía para niños y por las letras de sus canciones y baladas, a las que se puso música con éxito perdurable
Eugene Field (1850-1895) es un escritor totalmente desconocido en España. Salvo error por mi parte, no se ha publicado ningún libro suyo en nuestro país, al menos en los últimos años, hasta la reciente edición por Periférica de Los amores de un bibliómano, con traducción de Ángeles de los Santos, libro póstumo (1896) de nuestro autor, que nació en Saint Louis (Missouri) y murió en Chicago (Illinois), donde vivió los últimos años de su corta vida.
Field tiene vigencia en los Estados Unidos primordialmente por su poesía para niños y por las letras de sus canciones y baladas, a las que se puso música con éxito perdurable. Su otra especialidad, y a la vez medio de vida y, por tanto, fuente de ingresos fue el periodismo, donde brilló como articulista –o columnista, diríamos hoy- muy bien dotado para el humor.
El humor se hace presente en las páginas de Los amores de un bibliómano, un humor blanco ocasionalmente colorado por algunas pinceladas de inocente malicia, que delatan a una persona bondadosa –Field tuvo hondas convicciones religiosas-, que se permite de vez en cuando ciertas expansiones de inofensiva picardía.
El libro tiene una remota apariencia de novela, en cuanto que en sus páginas concurren algunos personajes inventados –cabe pensar que fruto camuflado de la experiencia biográfica del autor-, pero, en rigor, es un amenísimo y erudito ensayo sobre la pasión por la lectura y los libros, pasión vinculada a su coleccionismo, actividad sobre la que Field hace sugestivas y sencillas elucubraciones.
Que nadie se asuste por la mencionada idea de erudición. Lo que se aprecia en las páginas de Los amores de un bibliómano es que Field era un hombre muy culto, muy leído, con gran conocimiento tanto de los clásicos como de sus contemporáneos, pero él se las arregla muy bien para que esa erudición no pese, sino que sea un menú o una carta de navegación que pueda consumirse y recorrerse con disfrute y provecho, pues el itinerario y los materiales desplegados están marcados por una ingeniosa y cautivadora levedad inteligente.
Field habla de los libros como de sus hipotéticas enamoradas, a las que se entrega precisamente con amor y de las que recibe multitud de compensaciones. Con ese tono liviano de ensayismo agradable, Field glosa desde las virtudes de los libros como compañeros de cama –la lectura antes de dormir- hasta sus propiedades como compañeros de viaje y excursión, pasando por el elogio de los libreros y editores, las recompensas de las bonitas ilustraciones, la afición a los catálogos o la experiencia de la sensualidad al tacto o gracias al olor que emana de los libros.
En estos tiempos de presunta agonía de los libros en papel, Los amores de un bibliómano es una convincente y amable elegía al arte de escribir, editar, coleccionar, compartir y leer libros, sin olvidar nunca sus contenidos, las ventanas que nos abren al mundo y a las experiencias que conocemos o desconocemos. Y a la manera en que nos acompañan, nos salvan de la soledad y nos vinculan a toda clase de amores, preferencias y dedicaciones.
Más de una vez –y, a veces, con cierta misoginia débil, que él niega expresamente-, Field compara los libros con las mujeres, se entiende que en cuanto objetos –sujetos, por supuesto- de amor. Así, escribe: "Del mismo modo que el hombre que se complace en la conquista de los corazones femeninos termina indefectiblemente atrapado por la misma pasión que ha estado utilizando sólo para satisfacer su vanidad, me siento inclinado a pensar que el factor vanidad forma parte, hasta cierto punto, de cada fase del coleccionismo de libros. La vanidad es, me parece a mí, uno de los elementos esenciales de un carácter equilibrado. No una vanidad excesiva, sino prudente, controlada. Si no fuera por la vanidad no habría competitividad en el mundo, y sin competitividad no habría progreso".
Parece obvio –hoy- que esas conquistas de los corazones femeninos son idénticas a las conquistas de los corazones masculinos. Field era un hombre y escribía en el siglo XIX. También parece evidente –todos tenemos algún amigo bibliómano o bibliófilo- que la vanidad relacionada con el gusto de poseer más libros, más joyas que los demás, mueve a muchos coleccionistas. Pero, sin que crea ver en las palabras de Field un esbozado canto al liberalismo económico, me ha llamado la atención esa idea de que la vanidad –prudente, controlada, dice él- es propia de un carácter equilibrado -¿inevitable?- y que estimula la competitividad que conduce al progreso. ¿Esa vanidad, prudente y controlada, es otro de los motores del mundo? ¿Los grandes hombres –y los no tan grandes- habrían hecho sus obras, sus grandes invenciones, sus trabajos perfectos si no hubieran tenido una pequeña, al menos, dosis de vanidad? Tema.
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