"Muchos escritores están horas viendo series de televisión que deberían pasar leyendo". Emiliano Monge retrata el violento siglo XX mexicano en El cielo árido, premio Jaén de novela
El escritor mexicano Emiliano Monge. / ©Consuelo Bautista/elpais.com |
“El Raskolnikov de Crimen y castigo y el príncipe Mishkin de El idiota,
personajes tan distintos de Dostoievski, se parecerían, casi se
tocarían, si no hubiera un narrador; la escritura no puede ser
mecánica”, reflexiona sobre los problemas de la novela de hoy quien,
dicen los expertos, es uno de los 25 escritores secretos más importantes
de América Latina. De ser así, dejará de estar oculto mucho más tiempo
no sólo por el calado de su discurso sino por el de su obra, como
demuestra su tercer libro (segunda novela), El cielo árido, con la que Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) ha obtenido el 28º premio Jaén de Novela.
La violencia no empieza con el narcotráfico. La sociedad precolombina, visto desde nuestros preceptos morales, ya era cotidianamente violenta y ello se funde con los orígenes del país con los colonizadores, que son exsoldados, soldados y presos y lo peor de cada casa de los eclesiásticos y eso lo impregna todo
La conversación no empezó así pero podía haberlo hecho. Tampoco en
este otro punto, pero para arrancar podría hacerse con su metáfora sobre
su galardonada obra: “Es como si delante del Guernica de
Picasso hubiera colocado un lienzo con unos agujeros dispersos e hiciera
mirar al espectador a través de él. Esa tela muestra aquí la violencia
en la que está sumido históricamente México a partir de momentos de la
vida a lo largo del siglo XX del no menos violento Germán Alcántara
Carnero, agujeros por el que podrán verse episodios de la Revolución,
las guerras cristeras, la fundación del PRI, el imperio del
narcotráfico… Germán Alcántara parece querer salir de eso al final de su
vida. “Su reconversión es una metáfora de la de México intentando
llegar a la modernidad, pero fracasan ambos”.
Es que es difícil salir de un entorno de un país como México que
Monge cree que es intrínsecamente violento desde su fundación. Lo dice
en la misma novela –“no imagina que un hombre puede irse de un lugar
pero no puede marcharse de una historia”—y lo desarrolla fuera de ella.
“La violencia no empieza con el narcotráfico. La sociedad precolombina,
visto desde nuestros preceptos morales, ya era cotidianamente violenta y
ello se funde con los orígenes del país con los colonizadores, que son
exsoldados, soldados y presos y lo peor de cada casa de los
eclesiásticos y eso lo impregna todo, hasta la literatura
latinoamericana es fruto de ese cóctel; esa literatura, a diferencia de
Europa, nace con la crónica y la crónica la escriben los soldados”.
Nada ayuda, ni tan siquiera el espacio físico, tremendamente
determinista y buen detallado en el cielo árido, con un sol de justicia,
la tierra seca, el viento y el polvo, que inquieta hasta los perros,
abundantes y, a la vez, violentos y asustadizos en la obra. “El
territorio ya de por si destila una violencia natural; se dice que en
México no había caballos; si los hubo, lo que pasa es que se comieron;
los canes, por ejemplo, fuera de Mesoamérica se utilizaron para
evolucionar, para cazar; en América eran un alimento, lo que en Europa
el cerdo”. Y puede que esto se haya acentuado en el último siglo,
culminado con la violencia de la droga. “Si la justicia no trae
igualdad… Sé que esto que digo no gusta en México, pero la revolución de
1910 no ha acabado y eso explica en parte la actitud del narcotráfico;
hay quien se mete en ello, en sus huestes, como algo revolucionario, hay
un punto de desquite con la misma sociedad”, ilustra el que otrora
fuera estudiante de Ciencias Políticas. Silencio. “Hay que entender que
lo que es violento es un lugar, no un personaje; por eso creo que
quedará poco de la novela del narcotráfico, de gatilleros, porque es el
espacio lo que está marcado por la violencia y captar eso es lo que lo
convertirá en un texto duradero o no. Mundos como el de Tejas y Sonora
se parecen más de lo que se cree por eso; esa fusión de universos del
norte de México y el sur de EEUU es lo que hacen Cormac McCarthy o
Roberto Bolaño”.
El narrador es un personaje más; yo soy el autor, que es distinto; ha de haber una distancia entre ambos, su voz no ha de tener cosas mías… Me molesta leer algo donde pueda rápidamente detectar quién lo escribió; lo que hacemos con eso es quitar a la literatura un pedazo de la literatura; el narrador no tiene una cámara, no debe actuar como tal
En su ambición de hacer un texto perenne, Monge no escatima ni
recursos ni le atemoriza exigirle al lector. De entrada, haciéndole
saltar en el tiempo por ese violento siglo XX mexicano. “No quería
narrar linealmente; eso lo hace mejor el cine; la técnica funciona para
explicar una semana o un día, pero no para la vida de una persona; toda
vida tiene momentos fulgurantes y escogí unos que responden también a la
historia de México”. Pero son momentos densos, barrocos, de fraseología
nada corta, muy distinto en forma y fondo a su novela anterior, Morirse de memoria y, por descontado, de los cuentos de Arrastrar esa sombra.
“Escribes para buscar; el 90% de esa búsqueda para un libro no te
sirve, apenas el 10% y ese poquito es lo que ha de estar en el otro
libro como arranque para seguir buscando”. Ese barroquismo está, como no
podía ser de otro modo en la obra de Monge, justificado. “Lo que hay
alrededor de esos agujeros en el lienzo no me importaba pero los
momentos de cada hoyo, no: ahí debía ser muy preciso y detallado”. Y en
esos momentos se demuestra su pasión por escritores como Juan Benet,
Malcom Lowry o hasta James Joyce, pasión esta última que le ha llevado a
ser el último miembro admitido hasta la fecha de la iconoclasta Orden
del Finnegans que comanda Enrique Vila–Matas y Eduardo Lago, entre
otros.
Cuando Monge ya tiene metido en el hoyo al lector, bien ensimismado
en su atmósfera, le da un cachete del tipo: “El cura que siete líneas
después de ésta va a estar muerto…”, rompiendo todo clima. “Soy de los
que sigo creyendo que el narrador es un personaje más; yo soy el autor,
que es distinto; ha de haber una distancia entre ambos, su voz no ha de
tener cosas mías… Me molesta leer algo donde pueda rápidamente detectar
quién lo escribió; lo que hacemos con eso es quitar a la literatura un
pedazo de la literatura; el narrador no tiene una cámara, no debe actuar
como tal”.
Esa influencia tácita del cine y la televisión explica, a su
entender, la eclosión de la autoficción hoy en la narrativa, casi una
pandemia a ojos de este escritor que se admite aprensivo, como se ve por
detalles en la novela. “Mi generación está demasiado empeñada en la
autoficción”, dice, taxativo. ¿Por qué? “Porque están escribiendo sobre
sus padres; lo que aquellos no cerraron lo hacen sus hijos. El 68 fue
una derrota terrible; esa generación perdió, sobre todo en América
Latina: dictaduras, la revolución sexual fracasada… y eso no lo
cerraron, no se contó y lo están contando sus hijos; nuestro ciclo está
siendo el mismo que el de ellos. Por eso se está explorando en tantas
direcciones en la narrativa latinoamericana hoy, buscando sobre ese
ciclo o separándose de él”, expone. Y piensa en esa última línea, en
positivo, en nombres como Patricio Pron, Guadalupe Nettel o Alejandro
Zambra.
Muchos escritores de hoy se están horas viendo series de televisión que deberían pasar leyendo. Las series están robando la cabeza a los escritores que el narrador es un personaje
En su caso, insiste que a él le interesa “la literatura del
narrador-narrador, la del que tiene una voz poderosa y es también
personaje de la historia”. Por eso, dice, “no creo en talleres; la mejor
escuela es leer”. Y las mejores clases se las han impartido Rulfo,
Dostoievski, Balzac… pero, sobre todo, Emmanuel Bove, el francés del
gran sentido del detalle. “Reúne la tradición de los que cuentan con los
que cómo lo cuentan. Mis amigos me parece un gran libro”. Y cuando tiene lo que llama “un bache lector”, sin duda las tragedias de Shakespeare: “sobre todas, Coriolano, la que mejor refleja las contradicciones del hombre”
Tiene Monge tiempo para leer en esta Barcelona en la que lleva
viviendo más de cuatro años, no sin cierta sensación de tedio. “Es algo
que no experimenté nunca antes: es muy cómodo vivir aquí; echo a faltar
el caos, el ruido de fondo de México que genera el no vivir tan bien; la
crisis económica está tapando la cultura, que es grave: pero la crisis
hará recordar aspectos que no deberían haberse olvidado; pero por ahora
no veo mucha gente con energías suficientes para hacer cosas distintas y
en cambio siempre están preocupados por lo que se hace en EEUU y
obsesionados por ir allá, cuando se trataría del revés. Por eso se
explica que la gente esté más interesada por Jonathan Franzen que por
McCarthy, preferencia que no entiendo”.
Monge domina el tiempo también porque, como se intuye, tiene una
relación particular con el mundo narrativo de la televisión. “Muchos
escritores de hoy se están horas viendo series de televisión que
deberían pasar leyendo”. ¿Una caja maligna? “Las series están robando la
cabeza a los escritores que el narrador es un personaje; el cine no
tiene narrador, no tiene conciencia porque lo es la cámara, y los
escritores adictos a ese cine y a las series quieren narrar como narran
las cámaras; la gente escribe como las series y parte de la eclosión de
la autoficción tiene que ver con ello. Veremos de aquí a unos años de
qué tamaño será la huella que habrá dejado este influjo”, sentencia. Y
reivindica el sector: “Debemos hacer libros porque con la crisis la
gente volverá al libro, las crisis siempre mueven algo, la gente se
pregunta y muchas de las respuestas están sólo en los libros, en la
literatura”. En la suya, también.
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