8.12.12

El hombre, artífice de su propia aniquilación

Informe Especial: El Fin del Mundo

El castigo divino se ha vuelto innecesario desde que la humanidad ha encontrado diversas maneras de autodestruirse. Entre ellas, la nuclear ocupa el primer lugar y la siguen el agotamiento de los recursos naturales y el empobrecimiento de la biodiversidad

HONGO ATOMICO. La imagen condensa la dimensión del horror que supuso arrojar la bomba sobre Japón para acelerar el fin de la guerra./Revista Ñ.

Las notas de la segunda parte de este informe especial se ocupan de la escalada armamentista y el papel jugado por los Estados Unidos; la capacidad de recuperación biológica del planeta Si el hombre dejara de existir y la creación del arca de Noé del siglo XXI.
Malos tiempos para los pesimistas. A dos meses del cumplirse medio siglo de la Crisis de los Misiles nucleares de 1962 en Cuba, y a menos de dos años del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, la civilización parece estar lejos de la histeria de los años 80, cuando el grupo pop R.E.M. cantaba: “Como sabemos esto es el fin del mundo, ¡y me siento genial!”.
El período enmarcado por estos dos acontecimientos fue el comienzo y el punto culminante de un proceso ininterrumpido de producción y perfeccionamiento de armas, las cuales fueron experimentadas sobre no menos de 100 millones de personas.
Pero, se sabe, para construir un infierno primero hay que creer en él. “Para que las armas de destrucción masiva y los misiles nucleares pudieran ser usados –cuenta para Ñ desde los Estados Unidos el especialista en estudios culturales Bruce Franklin–, antes hubo que crearlas, y antes de eso imaginarlas entre sueños futurísticos y pesadillas apocalípticas. Su historia está estrechamente ligada a esas ilusiones y temores de quienes las fantasearon primero como una ficción, los hallazgos de aquellos que las construyeron, y las ambiciones de quienes las usaron”.
Si el Armagedón es recurrente en todas las etapas y espacios de la civilización humana, la concatenación de eventos que hicieron posible su materialización sólo pudo amalgamarse en un momento y lugar determinados. Eso ocurrió cuando esa religión cívica que practican los estadounidenses terminó de ocupar el inmenso espacio vacío del far west , cuando el mesianismo americano descubrió sus límites occidentales y comenzó a contemplar el más allá de las aguas del océano Pacífico.
Paradójicamente, la misma sociedad que inseminó el mundo con la Paz Americana, mentes afiebradas de superarmas que inmunizarían a la democracia de todos las aberraciones dictatoriales, fueron las que también crearon las cabezas nucleares y los misiles intercontinentales, las únicas armas capaces de amenazar y destruir el aislamiento continental natural de Estados Unidos.

Quién dispara las armas
En 1962, esos misiles estuvieron muy próximos a las costas estadounidenses y, en consecuencia, también muy cerca del fin del mundo, pero aquel era un mundo que ya no existe: el de la Guerra Fría, que era fría porque existía el calor atómico, y era guerra porque había dos mundos.
Washington “salió” de la seguridad que le daba su condición bioceánica al enviar tropas para intervenir en la Primera Guerra Mundial de 1914, en el comienzo de lo que muchos interpretan como una extensa “guerra civil europea” que se prolongó hasta el fin de la Segunda Guerra en 1945. Ese conflicto “del” Viejo Mundo estaba signado por el corte ideológico que plantó la idea del comunismo y la revolución bolchevique de 1917. Pero, desde la percepción estadounidense, esas diferencias con los rusos no eran algo insalvable, por lo menos hasta 1939, cuando el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin diferenció de forma tajante el bloque “totalitario” del “democrático”.
La vorágine de la historia y la dinámica del conflicto hicieron que durante un tiempo Washington y Moscú se aliaran contra los nazis, pero el divorcio ya era inevitable. Como cuenta el historiador John Lewis Gaddis en su libro Estrategias de la contención , el presidente Truman llegó a decir que “si vemos que Alemania está ganando la guerra debemos ayudar a Rusia, pero si Rusia está ganando debemos ayudar a Alemania, tratando de que se maten tantos como sea posible”.
El gran giro vino nuevamente cuando los Estados Unidos debieron salir y poner el cuerpo, pero esta vez al otro lado de su fortaleza continental, en el Pacífico; y tres años después de comenzada la guerra en Europa, en 1941 cuando Japón atacó su base de Pearl Harbor. La cosa ahí se puso dura, como testimonia el ex marine devenido en historiador Paul Russell en Gracias Dios por la bomba atómica y otros ensayos : “La batalla contra Japón por la isla de Okinawa, dos meses antes de la bomba en Hiroshima (donde fueron instantáneamente incineradas 140.000 personas) costó 123.000 muertos en ambos bandos. La invasión de Japón, planificada para la primavera de 1946, involucraría como mínimo 700.000 soldados estadounidenses. Por eso, la bomba fue una bendición que nos anunció que no moriríamos jóvenes, que íbamos a llegar a ser adultos”.
Pero si el primer calor atómico suturó la herida nipona en Asia, era necesaria una segunda bomba para frenar lo que había comenzado en Europa.
El primer corresponsal estadounidense en llegar a Nagasaki tras la detonación, George Weller, escribió que “dos días después de Hiroshima la URSS le declaró la guerra a Japón lanzando en una sola noche 1.500.000 soldados contra los 2 millones de japoneses que ocupaban la Manchuria china. Este despliegue impresionante quedó eclipsado por la novedad de Hiroshima. Al día siguiente se arrojó la segunda bomba sobre Nagasaki”.
Final de juego: por cada estadounidense caído durante la guerra murieron 5 japoneses, 15 alemanes y 53 rusos.

Flor de bomba
La historia seguirá aumentando en histeria y armamento hasta llegar al paroxismo de lo ocurrido en Cuba, en 1962. Entonces se llegó al absurdo de que en los años 70 “sólo en los arsenales estadounidenses –cuenta el analista boliviano Mariano Baptista Gamusino en su clásico libro De las guerrillas al escalamiento nuclear y otros temas de la metafísica militar –, sin contar los de la URSS, Inglaterra, Francia y China, había seis toneladas de TNT por cada ser humano”. El autor también cita a un grupo de científicos noruegos que en la misma década calcularon que en los 5.560 años de historia humana se produjeron 14.531 guerras, que sólo diez de las 85 generaciones de las que se tiene memoria transcurrieron su vida en paz, y que bajo la sombra de la bomba atómica ya se habían declarado por lo menos 50 conflictos bélicos “limitados”. “Baja intensidad”, “acotados”, “encapsulados”, lo cierto es que la anunciada y amenazante marejada de sangre nuclear no llegó.
La racionalidad parece haber primado, privando al mundo de la única materialización humana posible de las profecías de expiación y redención: “Cubriendo todas las ruinas de Hiroshima –describe el periodista John Hersey en el libro homónimo–, entre las cenizas y los huesos, se extendía un manto de verdor fresco, vívido y optimista. La ciudad estallaba de flores silvestres. La bomba no sólo había dejado intactos los órganos subterráneos de las plantas, los había estimulado. En el epicentro de la explosión había un caos extraordinario de regeneración, como si una carga de semillas hubiera sido arrojada junto con la bomba”. 

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