La magnética literatura estadounidense se mueve entre dos polos: el realismo de Jonathan Franzen y la experimentación de David Foster Wallace. Una potencia que mantiene su influencia planetaria en un mundo globalizado y cambiante
En el sentido de las agujas del reloj: David Foster Wallace, Jonathan Franzen, Joyce Carol Oates y Jennifer Egan, vistos por Sciammarella. / EL PAÍS |
Desaparecidas las figuras colosales de John Updike y Norman Mailer,
¿quiénes son los novelistas norteamericanos vivos más importantes? La
unanimidad es imposible, pero un cierto consenso entre quienes tienen
autoridad en estos asuntos apunta a que, por la envergadura y peso de
sus trayectorias, los narradores estadounidenses más relevantes de
nuestro tiempo son Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas
Pynchon. El hecho de que todos hayan nacido en un intervalo de apenas
cuatro años (Roth y McCarthy en 1933, DeLillo en 1936, y Pynchon en
1937) los afianza como los más claros representantes de varias maneras
divergentes de entender el arte de la ficción. La lista no resultaría
reductiva ni arbitraria, de no ser porque en ella no figura el nombre de
una sola mujer. No es un caso aislado. En 2006, The New York Times
recabó la opinión de 200 expertos, entre los que figuraba un nutrido
número de novelistas, pidiéndoles que identificaran los títulos de las
obras de ficción más importantes publicadas en Estados Unidos durante
los 25 años anteriores. La novela que obtuvo más votos fue Beloved, de Toni Morrison, seguida de Submundo,
de Don DeLillo. Además del de Morrison, la lista incluía tan sólo el
nombre de otra escritora, Marilynne Robinson. En cuanto al número de
títulos por autor, los tres primeros puestos los ocuparon
respectivamente Philip Roth con seis (La contravida, Operación Shylock, El teatro de Sabbath, Pastoral Americana, La mancha humana y La conjura contra América), Cormac McCarthy con cuatro (Meridiano de sangre, más la Trilogía de la frontera) y Don DeLillo con tres (Ruido de fondo y Libra, además de Submundo).
La renuencia a reconocer la importancia de las narradoras carece de
justificación. No solo es formidable el elenco histórico de las
novelistas norteamericanas (Edith Wharton, Gertrude Stein, Willa Cather,
Carson McCullers, Flannery O’Connor, Eudora Welty, Grace Paley), sino
que el número de autoras que escriben hoy ficción de calidad es similar,
si no superior, al de los narradores. La cuestión de fondo es algo tan
sencillo como que la historia crítica de la literatura la sigue
controlando un establishment claramente masculino. Al cuarteto
de autores antes señalados cabe contraponer otro integrado por
novelistas que brillan a una altura similar: Joyce Carol Oates, E. Annie
Proulx, Marilynne Robinson y Toni Morrison.
Con casi 60 novelas y centenares de relatos en su haber, además de
innumerables incursiones en todos los géneros literarios, Joyce Carol
Oates (1938) es la más prolífica y versátil de las narradoras
norteamericanas actuales y una de las de mayor talento. E. Annie Proulx
(1935), tenía 55 años cuando publicó su primer libro, una colección de
relatos. Su novela Atando cabos (1993) obtuvo los premios Pulitzer y Nacional del Libro. La película basada en su relato Brokeback Mountain,
galardonada con un Óscar, la lanzó a la fama. Tras la entrega de su
primera novela Marilynne Robinson (1943) esperó 24 años antes de
publicar Gilead, con la que obtuvo el Pulitzer en 2004. Autora
de tan solo tres novelas, su obra narrativa no va a la zaga de la de
ningún autor contemporáneo, hombre o mujer. La afroamericana Toni
Morrison, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1993 no necesita
presentación. Su última novela, Volver (2012) se publicará próximamente en España.
Todos los nombres citados hasta ahora corresponden a figuras con una
dilatada trayectoria. Acercándonos a sus herederos con ánimo de
discernir en qué dirección se mueve la ficción norteamericana más joven,
uno de los nombres clave es el de David Foster Wallace. Su influencia
sobre las nuevas generaciones de escritores de todo el mundo es
inconmensurable. Autor de La broma infinita (1997), una de las
novelas más radicales y audaces de las últimas décadas, Wallace se
suicidó en 2008 con tan sólo 46 años. Dejó inacabada El rey pálido.
Wallace también tenía su canon particular, integrado por Pynchon, Don
DeLillo y dos altos representantes de la metaficción postmoderna: John
Barth y Robert Coover, cuyo legado le resultaba problemático. De los
realistas, ni rastro. Wallace abrió su reseña de Hacia el final del tiempo,
novela publicada por Updike en 1997 con estas palabras: “Mailer, Updike
y Roth son grandes machos narcisistas que vislumbran su propio fin con
la muerte de la novela como telón de fondo”.
El radar de Wallace hacía caso omiso de los misiles lanzados desde el
realismo por considerar que se trataba de una opción estética
totalmente periclitada y por tanto incapaz para narrar de manera
adecuada la complejidad de nuestro tiempo. Con respecto a Barth y a
Coover, creía que sus experimentos metaficcionales habían llevado a la
novela a un callejón sin salida. En deuda por el contrario con Pynchon y
DeLillo, de quienes aprendió a mirar hacia el futuro, pensaba que eran
de los pocos autores parte de cuya obra quizá se siguiera leyendo dentro
de cien años (en una ocasión efectuó la enigmática observación de que
quizás se salvara el 25% de la obra de Pynchon).
Situemos todo esto en una perspectiva histórica. En ¿Tolstói o Dostoievski?,
su primer libro, George Steiner avanzó la hipótesis de que con el
declive de las potencias europeas el testigo de la gran novela pasó a
manos de los imperios emergentes de Rusia y los EE UU.
Independientemente de que Europa siguió produciendo novelistas de gran
envergadura durante mucho tiempo, había algo rabiosamente novedoso en el
despertar narrativo de la joven nación norteamericana. A mediados del
XIX, una nueva manera de entender el cuento y la novela echan a andar de
la mano de Edgar Allan Poe, Herman Melville y Nathaniel Hawthorne, con
obras como La letra escarlata y Moby Dick. En el
lustro comprendido entre 1850 y 1855 surgen los nombres de Emerson y
Thoreau en el ensayo, y Walt Whitman en la poesía. Pocas veces en la
historia de la literatura han tenido lugar explosiones de talento de
semejante calibre. A lo largo de la centuria siguiente el canon se
refuerza con los nombres de Mark Twain y Henry James. Una breve escala
en 1925 permite constatar que entre los autores que publicaron aquel año
figuraban Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald y Dos Passos.
Lo que más interesa destacar de estos insólitos estallidos de genio
colectivo es la persistencia de una serie de tensiones históricas que
mueven el arte de la ficción en direcciones antagónicas (Twain: la voz
del pueblo, como Whitman; James: la novela cerebral que se investiga a
sí misma como medio; Hemingway, cultivador de una prosa de una claridad
rayana en lo imposible frente a la extraordinaria opacidad impregnada de
poesía de Faulkner).
Cormac McCarthy prorroga la lección de Faulkner, de cuyas obras fue
editor hasta su muerte; Roth es heredero de un linaje que incluye
nombres como Saul Bellow o Bernard Malamud. La mayor colisión entre
pulsiones narrativas de signo antagónico probablemente tuvo lugar en la
década de los cincuenta del siglo pasado. En 1951 se publica El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, la novela más vendida de la historia de la literatura estadounidense, y en 1955, Los reconocimientos,
de William Gaddis, probablemente la menos leída. Esta última es, no
obstante, una obra fundamental, sin la que no resulta posible entender
ni a Pynchon ni a Foster Wallace. También en 1955 vio la luz Lolita,
de Vladimir Nabokov, uno de cuyos segmentos (el recorrido de motel en
motel por el corazón del paisaje americano efectuado por la ninfa y su
seductor) es una de las dos mejores novelas de carretera de todos los
tiempos. La otra es En el camino, de Jack Kerouac, publicada dos años después.
Desde entonces hasta hoy, la vitalidad de la narrativa norteamericana
no ha dado en ningún momento síntomas de desfallecer. Las novelas
publicadas por los ocho grandes nombres invocados antes recorren la
segunda mitad del siglo pasado y lo que llevamos del actual (Philip Roth
publicó su primera novela en 1959 y Toni Morrison, la última en 2012).
Con respecto a las tensiones que siempre han sido el motor de la
tradición narrativa norteamericana, la más significativa de los últimos
tiempos probablemente sea la mantenida entre David Foster Wallace y su
mejor amigo, Jonathan Franzen, cuyos modos de entender el arte de la
ficción no pueden estar más alejados.
Inicialmente, sus posturas coincidían: se trataba de superar tanto el
caduco modelo realista como el de los posmodernistas, que se habían
olvidado de que debía haber algún tipo de vínculo entre la página y el
mundo. Sus primeras novelas, La escoba del sistema (Wallace, 1987) y La ciudad número 27
(Franzen, 1988), respondían a un mismo orden de preocupaciones. Wallace
no tiró la toalla nunca, en tanto que Franzen inició un proceso de
regresión hacia formas más convencionales de narrar con Las correcciones (2001) y Libertad (2010), dos novelas que miran al pasado. Escrita antes que estas dos, La broma infinita
(1997) dirige su mirada resueltamente hacia el futuro. En cierto modo,
se puede decir que cuanto acontece en el panorama de la joven narrativa
norteamericana actual toma postura frente a las Escila y Caribdis
representadas por estas dos maneras antagónicas de novelar.
Las letras estadounidenses siguen sin perder un ápice de vitalidad.
El problema mayor a la hora de elaborar una lista de de nombres de
interés, es lo que deja fuera. Así las cosas, proclamo que el interés de
Richard Powers, Denis Johnson, A. M. Homes y George Saunders obedece a
que la audacia de sus innovaciones no ahoga el milagro de su prosa;
Chimamanda Adichie y Teju Cole interesan por su visión novelística, no
por su raza negra; Jennifer Egan, Colum McCann, Dave Eggers y Jeffrey
Eugenides interesan por la potencia de sus narraciones, no por ser
blancos; Junot Díaz por su dominio del relato corto, no por ser hispano;
la prosa de Thea Obreht cautiva por su vivacidad, no por su jovencísima
edad. Por último, confieso que mi admiración por los nativos americanos
Louise Erdrich y Sherman Alexie se deriva del hecho de que ambos han
sabido preservar en sus historias la voz auténtica de sus tribus.
Eduardo Lago es escritor. Este texto es reflejo de sus investigaciones como Catedrático de Excelencia en la Universidad Carlos III de Madrid
Canon improbable de los últimos 15 años
Partiendo de la gran obra La broma infinita, escrita en 1997 por David Foster Wallace, diseñamos un canon de la mejor narrativa estadounidense del siglo XXI.
Joyce Carol Oates: Blonde (2000).
Michael Chabon. Las asombrosas aventuras de Kavalier y Klay (2000).
George Saunders. Pastoralia (2000).
Richard Russo. Empire Falls (2001).
Richard Powers. El tiempo de nuestras canciones (2003).
Marilynne Robinson. Gilead (2004).
Annie Proulx. Mala tierra: Gente del Wyoming (2004).
William T. Vollman. Europa central (2005).
Dave Eggers. Qué es el qué (2006).
Cormac McCarthy. La carretera (2006).
Denis Johnson. Árbol de humo (2007).
Joshua Ferris. Entonces llegamos al final (2007).
Richard Price. Lush Life (2008).
Thomas Pynchon. Vicio propio (2009).
Colum McCann. Que el vasto mundo siga girando (2009).
Colson Whitehead. Sag Harbor (2009).
Lydia Davies. Cuentos reunidos (2009).
Jonathan Franzen. Libertad (2010).
Jennifer Egan. El tiempo es un canalla (2010).
Chang Rae Lee. Rendidos (2010).
Don De Lillo. Punto Omega (2010).
Téa Obreht. La esposa del tigre (2011).
Junot Díaz. Cómo conseguir que tu chica te abandone (2012).
Louise Erdrich. La casa redonda (2012).
Sherman Alexie. Blasfemia (2012).
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