Gabriel García Márquez: Homenaje: 85.45.30*
Reproducimos apartes de un texto de Hernando Vergara Amaya, quien estuvo en la celebración del premio
La imagen histórica de Gabriel García Márquez y el rey Carlos XVI Gustavo de Suecia, el 8 de diciembre de 1982./elespectador.com |
Cuando Hernando Vergara tenía 26 años ganó una especie de concurso
que le resultaría vital: su diseño fue elegido como la portada de
Crónica de una muerte anunciada, uno de los libros de Gabriel García
Márquez.
Hoy hace 30 años García Márquez recibió el Premio Nobel
de Literatura en Estocolmo, Suecia. Vergara fue una de las personas que
acompañó al escritor en la capital sueca. El texto que sigue es un
fragmento del recuento que el pintor hace de la fiesta que siguió a la
entrega del galardón, un acontecimiento al que asistieron algunas de las
figuras más importantes de la cultura colombiana.
Las fotos,
tomadas por el mismo Vergara con una cámara prestada, eran hasta hoy
material inédito porque, de acuerdo con el pintor, “hacían parte de un
recuerdo muy íntimo y por eso era mejor dejarlas sin publicar”. Tanto
las imágenes, como el texto forman parte del libro Historia sin tiempo,
publicado por la Corporación Escuela de Artes y Letras.
“El día
11, García Márquez ofreció una fiesta para sus amigos en el salón
principal del Grand Hôtel. Rico en historia y tradición, con sus 130
largos años, este hotel de Estocolmo ocupa una posición privilegiada en
el paseo marítimo de la ciudad, un clásico atemporal que ha desempeñado
un papel fundamental en la formación de la ciudad, la urbe cosmopolita
que es hoy día.
Es uno de los hoteles de lujo de los países
escandinavos y testigo de algunos de los mayores logros en el mundo, que
hasta la fecha sigue haciendo sentir su presencia más allá de sus
costas. Desde 1901, los ganadores del Premio Nobel y sus familias han
sido huéspedes del Grand Hôtel y la lista de la realeza, jefes de Estado
y los artistas que se han quedado allí es impresionante.
En aquel
instante, éramos los huéspedes de lujo de ese majestuoso lugar que
ahora es fundamental en mis relatos. La sensación era mágica: sentir el
frío, ver a la gente disfrutando esa noche en las calles, la llegada de
la nieve, todo era algo que nunca habíamos vivido, envolvente, añadido a
la magnitud del evento. El Nobel Gabriel García Márquez vestía un
característico saco a cuadros, pantalón negro y liso, con una tira
lateral de raso (galones) del mismo color y más brillante, camisa blanca
de cuello subido..., además de sus inconfundibles botas negras.
Regresaba de la cena privada con los reyes de Suecia y acompañado del
Premio Nobel de Física de ese año, el estadounidense Kenneth Geddes
Wilson. Todo fue un acontecimiento inolvidable, compartido con otros
invitados especiales.
Yo había dejado en el hotel mi equipo
fotográfico por el peso exagerado. Sólo pensaba en ir de fiesta,
privilegiado como me sentía de estar ahí, disfrutando y compartiendo
aquella noche con el Nobel y sus amigos. De pronto surgió algo no
previsto en esa inmensa oscuridad. A lo lejos, en el fondo del salón, vi
a un hombre con su cámara fotográfica. Me le acerqué y le dije que la
necesitaba, que me la vendiera, me la prestara o alquilara. Sin decir
nada, el hombre me la entregó. Era una cámara sencilla de tomar
instantáneas, la última moda en el mercado, lanzada ese año. Sus
características eran muy particulares: sólo tenía el botón de disparar,
el tamaño de cada fotograma era de 10,5 x 8 mm y el grano de la película
era su rasgo principal. Por esa razón, no podían mediar más de dos
metros entre Gabo y yo, situación que me dio la posibilidad de tomar 90
buenas fotografías. Nunca más volví a ver a aquel hombre que, sin
pensarlo dos veces, dejó su cámara en mis manos.
En cada
movimiento arrancaba pedazos de la vida, avanzando por el tiempo,
recordando a Macondo en esas imágenes cuadro a cuadro. No sé si flotaban
mariposas amarillas o quizás eran las letras que se escapaban de las
páginas de los libros de Gabo, y recordé las primeras líneas de Cien
años de soledad: yo también quería conocer el hielo. A pesar de estar a
cinco grados bajo cero, el calor del Caribe transpiraba el sentimiento
del tambor, al golpe del recuerdo, pasando por la vida como si fueran
las palabras del creador de Macondo. No es querer saber sino simplemente
soñar, y mediante las imágenes se van descubriendo historias. Una
referencia central en la vida del hombre es el tiempo, y el sentimiento
como seres humanos frente a experiencias como aquella, donde resultaba
posible expresar libremente lo vivido. El punto focal de atención era la
luz que irradiaba la presencia de García Márquez en la inmensidad del
salón, con su camisa exageradamente blanca, que iluminaba. Todo estaba
inundado por el resplandor de la noche, además de la alegría mientras
bailaba con su esposa Mercedes y Totó la Momposina: era una realidad
mágica que llenaba el recinto con un aura de encanto y fascinación. Lo
que allí sucedía me recordaba al padre Nicanor, pues esa noche parecía
que quienes levitaban eran estos personajes que no estaban precisamente
bajo la magia del chocolate, pero sí bajo el efecto de la gran euforia
que dominaba el ambiente.
Al ver las fotografías se hicieron más
grandes los recuerdos. Cada una tiene su propia historia, y encontrar
los personajes diluidos en el espacio es traer a la memoria ese momento
tan especial y asombroso. Tratando de identificar sus señales
particulares, espero algún día saber quiénes son algunas personas que
quedaron registradas en aquella iconografía. Todo esto me hizo recordar
mi primer encuentro con García Márquez, viendo los dibujos para la
portada de Crónica de una muerte anunciada. En ese momento, mientras él
me hablaba, mi imaginación volaba, en una sensación extraña, como si
estuviera viendo en una pantalla lo que él me decía. Ahora también se
hacía presente esa experiencia, como si los personajes quisieran salir
de las fotos y transportarse al mundo mágico de la realidad, haciendo un
reconocimiento a la vida y a ese entrañable mapa de nuestra propia
identidad, como si hubiéramos recortado un trozo de la tierra colombiana
a manera de tapete para tener un suelo propio en el salón principal del
Grand Hôtel. Era estar en Macondo. Observar a Gabo significaba verlo a
él, pero asimismo tener la posibilidad de disfrutar y admirar su obra,
la connotación que ésta tiene, el reconocimiento universal, además de
sentir su calidad humana, celebrando espontáneamente como lo hizo con
sus amigos”.
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