Informe Especial: El Fin del Mundo
La novela La carretera de Cormac McCarthy sugiere que la fantasía del fin del mundo se liga a lo más esencial del ser humano: desamparo inicial y recomienzo
PADRE E HIJO. Ellos en el filme La Carretera, caminan solos como al principio del mundo, buscando un lugar donde poder comenzar de nuevo./Revista Ñ |
Sin nombres ni filiaciones, sólo cuerpos despojados y escuálidos, un
padre y un hijo recorren una carretera en un mundo devastado y hostil.
Los únicos “otros” que aparecen son, también sin nombres, “otros”
inquietantes y agresivos que atentan contra su vida y amenazan con
canibalizarlos en una guerra por la supervivencia que no conoce límites
éticos: “hollejos de hombres sin credo tambaleándose por los pasos
elevados como emigrantes en una tierra salvaje”. En ese marco, padre e
hijo son exclusivamente eso, padre e hijo, tan solos como al principio
de la historia estuvo el hombre, sin otra mención divina que la de una
voluntad que no se expresa de ningún modo.
El padre dirá respecto
de su hijo: “Si él no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca”.
Tal vez, como el poético Eneas que escapaba de una Troya destruida, con
su padre cargado en los hombros y su hijo de la mano, buscando un nuevo
mundo donde poder recomenzar, estos dos personajes de La carretera
recrean este tópico que eternamente retorna en la historia del hombre.
Cuando
Cormac McCarthy, instala a los dos personajes de su novela en un
paisaje de destrucción y fin del mundo, proporciona varios elementos
para poder abordar lo que esta fantasía o mito ofrece. En primer lugar
la idea de castigo a la humanidad, casi siempre debido a la übris
(desmesura) que la soberbia del hombre no puede evitar. Esta soberbia lo
empuja en todas las ocasiones a desafiar sus propios límites y
desconocer su esencia vulnerable tal como lo ilustra una y otra vez la
clásica tragedia griega. El castigo que es infligido por los dioses o la
naturaleza, o cualquier poder superior, como en el caso del diluvio
bíblico, implica dos elementos: la destrucción total del orden anterior,
y la supervivencia de un héroe que asegure la continuidad del género
humano y un nuevo comienzo de la historia. Así, el fin siempre implica
un nuevo comienzo y la expiación de los males que condujeron ese fin.
Tal es el caso de los mitos fundantes de muchas religiones y pueblos.
Pero, también y fundamentalmente, es un fin que debe hacer comprender el
total desamparo en el que el hombre se encuentra en esta tierra. La
conciencia de la soledad y fragilidad de ser humano debe quedar al
descubierto hasta sus últimas consecuencias porque sólo así se puede
medir la grandeza del dios.
La teoría freudiana nos da dos
aproximaciones al tema del fin del mundo y sus adyacencias. Una es la
conocida fantasía del psicótico que encuentra en el caso Schreber su
expresión más certera. Daniel Schreber, doctor en Derecho y presidente
del Tribunal de Apelaciones de Sajonia, en sus Memorias de un neurópata ,
libro de testimonios del mismo Schreber que Freud analiza, refiere que
en varias oportunidades se le revela que la tierra está condenada al
aniquilamiento y que él será el único sobreviviente. Estos
descubrimientos van acompañados de otros no menos terribles y que
consisten en ver que las personas que lo rodean no son más que formas
humanas, imágenes de hombres enviadas por milagro divino y que
finalmente deberán desaparecer. Estos hombres, son “hombres hechos en un
dos por tres, sin gran cuidado”. Por otro lado, es interesante señalar
también que, mientras pasea, dice tener la sensación de andar, no por
una ciudad verdadera, sino por “un decorado de teatro o bien por un
vasto cementerio.” Esta sensación de ficción e irrealidad que describe
el presidente Schreber y que va unida a la desaparición o enojo del ser
divino, puede rastrearse en todos los mitos de fin de mundo. Sólo el
elegido tendrá alguna señal que le indique cuál es la misión que se le
asigna y a través de la cual será restituido algo del orden humano
nuevamente. En La carretera es el niño el que llevará esta señal y que a
lo largo de la novela pierde primero a su madre y luego a su padre. En
el momento de su muerte, el padre le asigna una misión: “tienes que
llevar el fuego”, es decir la vida. Sólo después de este acto, podrá
encontrar y establecerse en el seno de una nueva familia y constituirse
como la continuación del género humano. La mujer que lo acoge le pasa
el mensaje que debe conocer: (ella) “dijo que el aliento de Dios era
también el de él aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los
siglos.” Otra de las aproximaciones que es conveniente retomar es la
cuestión del desamparo que, para Freud, es el estado de dependencia
absoluto del niño respecto de su madre, el estado de impotencia del
recién nacido que no puede, por su prematuración (el hecho de estar
menos acabado que el resto de los animales cuando es arrojado al mundo),
satisfacer ninguna de sus necesidades por sí mismo. Esta primera
relación con el entorno es la señal de la fragilidad humana que se
reaviva en las fantasías de fin del mundo. Aquí, la relación con la
madre es sustituida por la divinidad y la falta del cuidado divino
deviene desamparo que repite esa primera experiencia. Dice Freud que el
desvalimiento y el desconcierto del género humano son irremediables. En
el Malestar en la cultura afirma que “... de este modo se creará un
tesoro de representaciones, engendrado por la necesidad de volver
soportable el desvalimiento humano, y edificado sobre el material de
recuerdos referidos al desvalimiento de la infancia de cada cual, y de
la del género humano”.
Para Lacan, en cambio, el desamparo del
sujeto está ligado a su dependencia del deseo del otro que es un deseo
opaco ante el cual se encuentra sin recursos. El deseo del otro en este
caso es el deseo de Dios que el hombre nunca puede descifrar por
completo y, por lo tanto, se encuentra siempre desplazado respecto de
él, lo cual lo deja en un estado de desamparo existencial y primario.
En
todo caso, las dos aproximaciones permiten pensar la fantasía del fin
del mundo ligada estrechamente a lo más propio de la esencia humana.
Probablemente sea este aspecto lo que hace de ella un elemento de la
cultura universal y la multiplique no importa en qué tiempo y
circunstancia histórica. La idea de encontrarse en ese desamparo
inicial, en un caos absoluto, sin ninguna ley ni orden, viendo en los
otros el enemigo más siniestro en tanto es igual y distinto al mismo
tiempo, es un sentimiento que no le es extraño al hombre, dado que está
en su origen mismo. Tampoco le es desconocido el esfuerzo y la esperanza
que cualquier cuidado de otro despierta en él. De este modo, el ciclo
de castigo, soledad y desamparo, siempre se cierra con un recomienzo,
tal vez a la manera del eterno retorno nietzscheano, retorno de lo mismo
que se repite indefinidamente asegurándole al hombre su estancia en el
mundo.
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