En la lectura, está en juego mucho más que la simple ocupación del tiempo.foto:archivo.fuente:lavanguardia.comAl leer, cuando leemos dándonos a la lectura, algo en nosotros pasa
María Zambrano se preguntaba: "Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir?". Es una pregunta pertinente. Porque, si ya podemos hablar, ¿para qué escribir? ¿Qué nos aporta la escritura que no tengamos en el habla? Zambrano decía que, al hablar, soltamos las palabras, nos desprendemos de ellas de modo que también ellas se alejan de nosotros. Las palabras dichas son nuestras, claro, pero, como en seguida se van, dejan casi de ser nuestras en cuanto salen de la boca. Por eso, a veces, es bueno morderse la lengua pues, a menudo, nos cuesta reconocernos del todo en lo que decimos y pronto tendemos a desdecirnos de lo dicho: "No quería decir eso". Por el contrario, al escribir, se retienen las palabras, se hacen más propias y, al quedar fijadas, ya no podemos, amparándonos en la prisa del hablar, hacer como si no fueran nuestras. Lo escrito, escrito está. Dicho y, ya de una vez por todas, ahí queda: devolviéndonos lo que quisimos decir, en la forma que lo dijimos, sin poder dar marcha atrás. Por eso la escritura nos compromete más de lo que hace cualquier cosa.
En ese sentido, no parece impertinente preguntarse, con todo lo que hay para ver, mirar y escuchar, por qué leer. ¿Qué nos aporta la lectura? ¿Qué extraña forma de compromiso mantenemos con lo que leemos? ¿Qué hacemos, al leer? ¿Qué hace la lectura con nosotros? ¿Será la lectura, como ingenua y equivocadamente pretenden algunos, un paréntesis de la vida? ¿O será quizás más bien una forma de vida? Por otra parte, ese acto de lectura, que tradicionalmente se ha considerado como un recogimiento, como una concentración en la soledad del leer, ¿no será más bien una forma de comunidad, un modo de pertenecer a una comunidad y de contribuir a enriquecerla? Sobre estas, y muchas otras cosas, estuvieron conversando, el otro día, en la sede de la editorial RBA, Iñaki Gabilondo, el periodista, y Ángel Gabilondo, el metafísico y, hasta hace nada, ministro de Educación. Fue una sesión memorable, que deslumbró a quienes tuvieron la fortuna de acercarse hasta allí y que, sin duda, salieron trastornados por participar en la conversación a la que allí se convocaba. La ocasión: la presentación del último libro de Ángel Gabilondo, Darse a la lectura (RBA), un texto formidable y fascinante que hará las delicias de quienes aman leer y de quienes, además, piensan que, en la lectura, está en juego mucho más que la simple ocupación del tiempo.
Darse a la lectura es, antes que nada, una invitación a conversar, leyendo, pues toda lectura es conversación, en torno a una pasión, esa que su autor imagina, acertadamente, compartida. Gabilondo ha recordado a menudo aquello de Hegel: "Sin pasión nada grande se ha llevado a cabo ni puede llevarse". Y la lectura, cuando alguien se da, entregándose a ella, tiene algo de pasión: es una pasión porque es algo que nos pasa. No algo que pasa, sucede sin más y luego desaparece. Sino algo que nos pasa: cuando leemos, dándonos a la lectura como quien se da a la bebida o a otras cosas, sentimos que ya no podemos pasar sin ello. Algo que nos pasa: también, por eso, algo que nos cambia, que nos hace ser otros. No sólo porque, a través de la lectura, podamos, a menudo, dejar de estar en nuestro lugar y en nuestro tiempo para habitar otros espacios y momentos, o dejar de estar solos para estar con otros, cuyas vidas, mientras leemos, pueden importarnos más, y mucho más, que la nuestra, sino, sobre todo, porque al leer, cuando leemos dándonos a la lectura, algo en nosotros pasa y, además, a veces, nos damos cuenta.
Pero lo mejor del libro, aparte de que da que pensar, cosa que no puede decirse siempre de un libro, y de que está atravesado por consideraciones sabias y preguntas que nos obligan a detenernos, es que señala, también, los peligros de la lectura. Y eso lo hace imprescindible. Porque la lectura no es una actividad inocua. Al contrario. Al leer, se moviliza todo lo que somos, hasta el extremo de que, cuando leemos de verdad y cuando lo que leemos merece en rigor ser leído, eso nos pone realmente en peligro. Por eso Gabilondo advierte que quien se sienta completamente satisfecho con lo que es y con cómo es no merece la pena que pierda el tiempo en leer. Tampoco, quien crea saberlo todo o suponga que lo que piensa no merece ser cuestionado. Porque todo eso, al leer, seguramente quedará trastornado. Y a lo mejor, entonces, corre el peligro de ser de otro modo.
¿En qué consisten estos peligros? Casi podrían ponerse en una lista, cosa que no vamos a hacer aquí, porque ya lo hace el libro y mejor de lo que podríamos siquiera insinuar. Pero algunos de estos peligros pueden ser elocuentes. Veamos. "Leer es demorarse", cosa nada recomendable en una época que nos lleva de un sitio para otro sin que muchos de estos lugares nos inviten a permanecer en ellos. Y, además, eso comporta otro riesgo, que es el de encontrarse: "desde luego, con los otros y, si se persiste, consigo". Por eso, para leer, hay que estar dispuesto a hacer la experiencia de la hospitalidad: "la que permite el acceso, la entrada, la irrupción, la participación", nada menos. Y leer, además, exige estar dispuesto a "pensar más, para pensar mejor, de otro modo". Pero, sobre todo, leer implica estar a punto para "dejarse decir": para que algo nos llegue de fuera y se nos meta dentro, para convertirse, tal vez, en algo más nuestro que lo que, antes de leer, era nuestro. Y así, llegar a ser algo que no éramos gracias a esa irrupción, en nosotros, de algo de lo que ya no podremos prescindir.
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