¿Existen razones inexplicables en el acto de escribir como un destino según Borges? foto:archivo. fuente:adncultura.comNo todo el que publica es un artista. Según la autora de esta nota, la naturaleza de la escritura es tan misteriosa que ni sus propios creadores la pueden explicar, aunque algunos la tomen como un oficio o una profesión
¿Es un perfume especial, un sello indeleble, un aura, un carozo con características singulares.? ¿Qué es lo que define el alma de un escritor y puede desprenderse a través de la primera línea de un texto literario?
Vivimos épocas en las que cualquier persona puede publicar un libro, lo cual nos parece una de las maravillas de la tecnología y de la posibilidad de comunicar aquello que bulle en nuestras venas y en nuestras cabezas, para compartirlo con otros. Es fantástico asistir a este fenómeno de la masificación del libro, de la aparición de tantas editoriales nuevas que llevan al papel pequeñas tiradas de grandes cantidades de autores. Muchos seguramente nunca soñaron con escribir un libro, y menos que menos, llevarlo a la imprenta y poder hojearlo como el precioso objeto que cada libro es, con ese ineludible orgullo de ser el "dueño" intelectual de ese preciado objeto.
Siempre dije que me alegraba ver que haya cada vez más gente que pueda expresarse a través de la palabra y ver su trabajo o la idea que alguna vez surgió en su mente llevada a la hoja impresa. Y esto, más allá de la temática, del género, de lo comercial o minoritario, de que sea un libro de chimentos o uno de enigmáticos poemas. Es bueno esto porque el libro se va difundiendo así cada vez más como herramienta palpable, cercana, intimista, su existencia va tomando peso y despertando la curiosidad a través de una exhibición cuantiosa y diversificada (desde los estantes de una librería habitual o virtual hasta un hipermercado) cuando hace mucho tiempo ya se presagiaba su ocaso.
Lo que sí me gustaría esbozar aquí -en lo que hace a mi opinión personal, al menos- es que publicar un libro no significa ser un escritor. Muchas veces sucede que los autores de los libros son escritores, pero en la actualidad me parece que son casi más los que editan libros sin serlo.
El viejo dicho de que no se puede morir sin tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro hoy más que nunca se está haciendo realidad. No todos pudimos hacer estas tres cosas, pero los que escribimos libros desde hace muchos, muchísimos años sabemos que la escritura tiene detrás de sí una misteriosa esencia que no termina de dilucidarse, ni siquiera para el propio autor.
Yo recuerdo cuando, por primera vez, en un formulario que dan en los aviones, titubeé muchísimo antes de llenar el casillero de la profesión y finalmente me animé a poner "escritora". Hoy lo anoto ya mecánicamente cada vez que me piden ese dato, pero reconozco que cada vez que lo hago hay algo en mí que se sigue rebelando, como si una voz me siguiera cuestionando a mí misma esa respuesta. ¿Cómo poner a la literatura en "profesión", cuando la mayoría de los escritores se refieren a su trabajo como a un "oficio"? ¿Es una profesión, es un oficio, o no es ninguna de las dos cosas porque es muchísimo más? Y ahí me vuelve a aparecer el dilema shakespeareano de Hamlet, el tema de la "esencia", del núcleo, del "quid" de la cuestión con respecto a esa vocación que es pasión, a esa pasión que es vocación y que no responde a ninguna etiqueta.
Porque uno hasta puede dejar de escribir para siempre y no por eso dejará de ser escritor. En cambio, puede haber personas que publiquen constantemente algún tomo y sin embargo no podrán ser llamados escritores: ¿será que no llevan dentro de su corazón y de su mente esa llama sagrada, será que están impulsados por otro tipo de sueños o ambiciones? No lo sabemos, lo que sí sabemos es que la gente sensible sabe perfectamente bien si alguien es un escritor o si no lo es. Por una cuestión casi -diría yo- intuitiva, perceptiva, las primeras palabras de un libro revelan cuando hay o no un escritor detrás. Y es como si el lector lo oliera. Por eso, en un principio me refería a ese don, oficio, profesión, pasión, vocación -o como se lo quiera llamar- como a un especial perfume, un halo, un algo, un no sé qué, pero que está allí, atrás, desparramando cierta luz desde la palabra, el giro, la sintaxis.
A lo largo de los últimos tiempos traté de anotar pensamientos que los propios escritores han tenido o tienen acerca de sí mismos, y es interesante observar cómo prácticamente todos manifiestan cosas interesantes, pero que no terminan de esclarecer la magnitud y la complejidad del tema.
Flaubert decía, no desprovisto de cierta pomposidad, que "los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un diseño premeditado y añadiendo grandes bloques uno sobre el otro, a fuerza de riñones, tiempo y sudor". Un libro sería una obra monumental, la culminación de arduos proyectos, esfuerzos y búsqueda de trascendencia.
Hemingway creía que de todas las cosas tal y como existen, de todas las cosas que uno sabe y de todo lo que puede saber, se hace algo a través de la invención, "algo que no es una representación sino una cosa totalmente nueva, más real que cualquier otra cosa verdadera y viva, y uno le da vida, y si se hace lo suficientemente bien, se le da inmortalidad". Hemingway se refería al mundo ficcional, claro, y veía en el autor a una especie de Dios creador de un universo más auténtico que el real y, según sus palabras, inmortal también. Entre nosotros, Sabato tenía esa misma idea de que uno escribía "para eternizar algo: un amor, un acto de heroísmo, un éxtasis" (Abaddón, el exterminador).
Para Graham Greene, la escritura era una forma de terapia, así nos lo hizo saber: "A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan para escapar de la locura, la melancolía, del terror inherente a la condición humana". La literatura, en ese caso, sería un remedio contra la desdicha, ¿pero lo es o lo ha sido realmente? ¡Cuánto sufrimiento se ha visto en la vida de los escritores, tanto que hasta algunos han llegado al suicidio!
Roa Bastos le daba a su tarea un carácter dramático y ciertamente un rol terapéutico a la vocación: "Escribo para evitar que al miedo de la muerte se agregue el miedo a la vida". Recuerdo, a propósito, a Severo Sarduy quien confesaba, sin tapujos, que le temía a todo y que por eso escribía. John Updike tenía, en cambio, una idea mucho más positiva: "La vida es demasiado corta para ser infeliz", expresó una vez.
Marguerite Yourcenar, como gran escritora dedicada sobremanera a transmutar su propia existencia en las novelas históricas, respondió en un reportaje: "Un escritor es aquel que pone en el papel todo acontecimiento que le sucede". En esas palabras también aparece el elemento catártico de la literatura.
Me gusta lo que leí de Carmen Martín Gaite: "La tarea del escritor es una aventura solitaria y conlleva todos los titubeos, incertidumbres y sorpresas propios de cualquier aventura emprendida con entusiasmo". Ella ve lo aventurero en el trabajo de la escritura, lo cual implica, más allá de la soledad, las dudas, la voluntad y el ímpetu, los desafíos que toda aventura implica, los riesgos acoplados a los descubrimientos.
Con su temperamento contestatario, Milan Kundera afirmó que escribía "por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos". En una línea confesional y, siguiendo el estilo de una seducción que le era propia, Bioy Casares contó que él escribía para que lo quisieran, "en parte para sobornar y en parte para ser víctima de un modo interesante".
Las inseguridades, la timidez y otras flaquezas personales aparecen, pues, detrás de la egocéntrica y ególatra coraza de muchos grandes escritores.
Charlando alguna vez con algunos maestros y colegas, oí esta frase: "Escribo porque no sé hacer otra cosa". Escribir sería algo así como la ignorancia de otros oficios y profesiones, de otros quehaceres, y al mismo tiempo, una necesidad vital, algo sin lo cual no se podría subsistir: lo más parecido a la respiración.
Como vemos, casi nadie sabe explicar bien por qué escribe, pero la mayoría coincide en una suerte de fatalismo, dándole la razón a Borges, que veía en la escritura "un destino". "Creo que ése es el oficio, o si usted quiere, en una palabra más ambiciosa, el destino del escritor, cambiar las cosas", le dijo a Bernard Pivot en el programa televisivo Apostrophes, a fines de los años 70. Eso sí: el escritor quiere cambiar las cosas. Y, con su escritura, intenta hacerlo, más allá de lograr ese mismo objetivo.
Volvemos al comienzo: los escritores no saben muy bien por qué escriben, pero el lector puede reconocer a un verdadero escritor desde la primera línea de un libro. Capta el talento. Es como la letra de ese tango que reza: "Hay un algo que te vende,/ yo no sé si es la mirada,/ la manera de vestirte,/ de charlar o estar parada". Hay un algo que exhala la palabra cuando su autor es una persona que conlleva esa esencia mágica, ese don, esa luz, que probablemente ni le pertenezcan, sino que le han sido dados, para que comunique algo de cierta manera, eficaz y bella, a los demás.
Soy y seré una devoradora de todo tipo de libros: desde las biografías hasta los de poesía, desde los ensayos hasta los de aforismos, desde los libros de filosofías orientales hasta los de autoayuda. A estas alturas, creo que no hay reglas para escribir bien, sino para mejorar lo que ya se trae como legado, apuntalando una buena idea, algo interesante para compartir. En cuanto al estilo, corregir, corregir y corregir.
Buen escritor se es o no se es. No importan ni los años de experiencia, ni las buenas intenciones, ni la trascendencia de una historia. Siempre recuerdo estupendos relatos de García Márquez de vivencias personales minimalistas, donde no pasaba absolutamente nada espectacular (un viaje en avión al lado de una bella muchacha durmiendo, por ejemplo). En sus Lecciones de literatura, Vladimir Nabokov afirma:
El lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debemos mantenernos un poco distantes, un poco despegados. Entonces, observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.
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