Leopoldo Panero en 1957.foto:Teodoro Naranjo Domínguez.abc.esUna antología recupera a uno de los grandes nombres de la lírica española, cuando se cumplen 50 años de su muerte
Panero, Leopoldo Panero, la voz de un alma herida. Quizá no fue el hombre más alegre de nuestra poesía contemporánea. Acaso tampoco el más dicharachero, pero la hondura de sus versos, su aliento humanísimo, su precisión emotiva, siguen intactos medio siglo casi ya su muerte, cuando una angina de pecho se lo llevó en su querida tierra leonesa, un 27 de agosto del 62, a los cincuenta y tres años.
Leopoldo Panero, como un San Sebastián de nuestra poesía, llevaba sobre el cuerpo todas las saetas envenenadas de nuestra Guerra Civil y aquella posguerra interminable, en la que vistió la camisa azul y mezcló versos extraordinarios con el yugo y las flechas, la mística joseantoniana (probablemente más sentimental que otra cosa) con cantos inolvidables como «La estancia vacía», de 1944, de tono parecido e igual de emocionante que «La casa encendida» de su buen amigo Luis Rosales, y publicada en el mismo año que otros títulos imprescindibles de nuestra lírica de posguerra: «Sombra del paraíso», de Vicente Aleixandre, e «Hijos de la ira», y su más de un millón de cadáveres, de Dámaso Alonso.
Panero no era una de aquellas iglesias sin bendecir, aquellos hombres que no conocen el dolor como escribía Luis Rosales, porque Leopoldo Panero parecía llevar cosido al alma un dolor supremo, dolor erigido sobre las queridas ruinas de la infancia y la adolescencia en Astorga, dolor de los padres que nos dejan, dolor de estar a cinco minutos (o diez metros, como prefieran) de ser ejecutado por «rojo» (por solidarizarse con Socorro Rojo Internacional) en los primeros días de la España rebelde, dolor de su querido hermano Juantambién grandísimo poeta alférez provisional entre los de Franco, y que moriría muy joven, en 1937, con apenas 29 años, en un accidente de circulación, dejando nuestro poeta trastornado por la pena: «A ti, Juan Panero, mi hermano, / mi compañero y mucho más; / a ti tan dulce y tan cercanio; / a ti para siempre jamás».
Y luego los días de la hambruna en los 40, las mondas de patata que comía más de media España, en aquellos días en los que Jaime Gil de Biedma vio cómo «media España ocupaba España entera».
Panero fue hombre que en la distancia se nos antoja hondo de corazón como tan honda fue su
poesía, vinculada a la Generación del 36 (Ridruejo, Rosales, Vivanco, Valverde...¡qué
generación!) y a la revista «Escorial».
Tres eran tres sus hijos, Juan Luis, Lepoldo María y Michi (también poetas los dos primeros) y Felicidad Blanc, su esposa, que en aquella terrible película de Jaime Chávarri del 76, «El desencanto», casi un reality show, ajustaban dramáticas cuentas con su padre y con la España que él representaba, cara al sol, con la camisa nueva.
Pero media siglo después, al margen de la despiadada historia, es su poesía, inmensa, como si alguien te escanciara el corazón de hermosura y desconsuelo, lo que queda, lo que perdura, lo que es inmutable.
Poesía felizmente recuperada ahora en una extraordinaria antología «En lo oscuro» (Cátedra, Letras Hispánicas) con no menos extraordinaria del profesor Javier Huerta Calvo, autor también de uno de los estudios más exhaustivos que se han realizado del poeta astorgano, no tan conocido entre nosotros como debiera, algo, desgraciadamente común en toda su generación, sin duda apostasiada por la putañera Guerra Civil.
Demos paso, pues a Leopoldo Panero, un estoico del siglo XX.
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