Tres autores desgranan una fascinación universal por el Nobel
Gabriel García Márquez y su particular manera de aplaudir, descrita por Juan Cruz. foto:EFE.fuente:elespectador.com
Retratos del tímido
Por Juan Cruz
La máquina de reír. Cuando escribía con mono azul, en la calle Caponata de Barcelona, García Márquez tenía 43 años y ya era tan famoso como Cien años de soledad. Era, como dijo en 1966 Luis Harss, el argentino que estableció el primer canon del boom, “un hombre escrupuloso, intenso, voluble, que hará cualquier cosa para llegar a la gente, para que lo quieran, como dice, hasta escribir libros”. Y no había vencido, desde Aracataca, una timidez que combatía encerrándose. Cuando abría la casa, en Barcelona, había inventado un artilugio para simular que aquella timidez no le impedía aparecer como unas castañuelas. Era una máquina de reír que se accionaba en cuanto Mercedes, su mujer, o él mismo le abrían la puerta al visitante.
La conversación y el sueño. Ya no es el conversador que fue, pero eso sucede desde hace rato. Se rodea de los suyos, entre los cuales hay media docena de fieles que siempre han estado cerca, como Álvaro Mutis, que le dio a leer a Juan Rulfo. “Esto es lo que tiene usted que escribir”. Como conversador es más bien un introductor un preguntador. “Ven acá...”, dice, y suelta un asunto; luego ya pasea por las nieblas de sus otros pensamientos. Hasta que al final, satisfecho o quizá aburrido, introduce otro tema: “Oye, ven acá...”.
“Yo no quiero estar”. Nunca le gustó que lo hicieran estar donde no quisiera. Quiere a sus amigos, los aplaude (adelantando las manos más allá de los palcos, como hace, por cierto, el actual director del Cervantes, Víctor García de la Concha) y los acompaña. A Carlos Fuentes vino a aplaudirlo así cuando al novelista mexicano le dieron el premio Príncipe de Asturias. Y acepta escribir fajas para algunos muy insistentes. Y siempre repite lo mismo: “Este es el libro que a mí me hubiera gustado escribir”. Cientos creen que la concibió sólo para ellos... Uno de sus editores lo recuerda gritar de rabia cuando se vio en la tarjeta de la presentación de un libro de uno de sus amigos: “¡¡¡Yo no quiero estar ahí!!! ¡Yo no quiero estar ni ahí ni en ninguna parte!”.
Autorretrato. Esto es de febrero de 1982, escrito aquí, en El País: “He dicho por todos los medios que no participo en actos públicos, ni pontifico en la cátedra, ni me exhibo en televisión, ni asisto a promociones de mis libros, ni me presto para ninguna iniciativa que pueda convertirme en un espectáculo”. No lo hace por modestia, sino por algo peor, añadió: “Por timidez”. Y por timidez hacía que riera aquella máquina infernal cuando pasabas el umbral de su casa.
Vida hecha literatura
Por Wendy Guerra
Esperaba llorosa con un par de maletas en la puerta de la Escuela de Cine, la que él fundó. No era una buena alumna, me escapaba de San Antonio de los Baños. Solo quería escuchar a Gabo, pero me había portado mal. Al fin llegó, todos se apilonaron para verlo… yo no podía subir a su clase; lo miré para no olvidar su cara; entonces él se abrió paso entre la gente y preguntó: “¿Quién es Wendy Guerra?”. Entre la confusión lo condujeron a la esquina donde esperaba la guagua. No se habló más, juntos caminamos hasta el comedor donde “las tías” le sirven y explican lo que les ha gustado o no de sus últimos libros. En clase entendí que la naturalidad con la que Gabo atina lo mágico se debe a la capacidad de aceptar y manejar su delirio caribeño usando con maestría los instrumentos claves que otorga la lengua española, fusionada a la atractiva oralidad colombiana. No existe una novela suya que no esté basada en la realidad, ¡ah! pero de esa realidad emergen asuntos interiores que aquí, en estas costas, uno siempre disimuló. Los vasos de agua para los espíritus, el cordón rojo que llevo en mi cintura, el dorado con que cubrimos los mitos de la pobreza para remontarla. El peso de los muertos, el entresijo vernáculo del poder, la manía de comernos la cal o… la dilatación del deseo en un brebaje almendrado (último recurso para amarse en la eternidad), Gabo descubrió la literatura del subcontinente. En aquellas clases (que se conservan grabadas) cada vez que alguien trataba de resolver puntos de giro con repentinos desastres o algún incoherente misticismo, él lo impedía, sus reglas de verosimilitud eran claras: “Alguien quiere algo y alguien o algo se lo impide”. Lo irreal debe sentirse cierto y ese “algo” debe ser realmente creíble en su contexto; porque sabemos que aquí, mientras sucede lo maravilloso, lo sublime, lo increíble, la ropa se seca tendida al sol y los plátanos se pudren en el traspatio, eso somos, y él solo vino a decirlo, muy bien dicho, con música que recuerda los Cantos Rodados de la costa. Su asistente en Cuba se llama Alquimia y su amiga de los años, Lola, a ambas les he preguntado cómo fue que llegué yo hasta Gabo, y ellas siempre me contestan lo mismo: “Volando, mi niña, volando”.
La fortuna de leerlo
Por Patricio Pron
Quizás lo que distinga a un escritor realmente grande de uno mediano o pequeño no sea más que la imposibilidad de leer sus textos pasando por alto lo que sabemos de él; cuando ese escritor es Gabriel García Márquez, la dificultad es enorme. A la figura del premio Nobel se adhieren algunas imágenes surgidas de sus libros y otras que le son extrañas pero que lo persiguen insistentemente a raíz de sus posiciones públicas y su compromiso político. Más interesante que ellas es el hecho singular de que su obra haya sido, de algún modo, “secuestrada” por un cierto tipo de literatura comercial que se ha valido de una entonación y de unos procedimientos y recursos que le son propios para producir textos inferiores a los del colombiano y en las antípodas de su visión de la literatura y de la vida. Naturalmente, nada puede impedir que los escritores latinoamericanos vuelvan a inventarse pueblos imaginarios donde la gente vuela, pero es importante discutir el secuestro de la obra de García Márquez por parte de esa literatura.
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