Debate por la oposición de la Real Academia de Letras (RAE) a un uso no sexista
TRADICIONAL. La puerta de la neoclásica Real Academia de Letras. foto.fuente:Revista Ñ
La semana comenzó con una frase que se ganó el cartel francés en los medios: “El sexismo en el lenguaje”. Casi una contradicción: estaba escrita con luces de neón sobre un austero edificio neoclásico. Se habrá preguntado el público qué es eso del “sexismo en el lenguaje”. Es la idea de que el lenguaje suele ponerse al servicio de la discriminación de personas de un sexo por considerarlo inferior al otro.
Cuando se dice “todos mis amigos” para expresar “todos mis amigos y todas mis amigas” se está igualando por medio de un plural masculino genérico que para algunos representa un claro indicio de la tendencia a invisibilizar a la mujer. Según la Nueva Gramática (2010), estos circunloquios, aunque innecesarios por la existencia del uso no marcado (el masculino), son una señal de cortesía en ciertos empleos vocativos como “señoras y señores”.
Si cuando Picasso dijo: “Pinto lo que sé, no lo que veo” la sociedad lo hubiera barrido de un plumazo, no tendríamos sus cuadros. No veríamos ojos y nucas en un mismo plano, no disfrutaríamos de esa descomposición de la figura que hoy nos parece casi “natural”. Ante una propuesta de cambio lo más común es que aparezcan dos actitudes: someterse acríticamente o reírse, ridiculizar hasta el desprestigio. En las dos posturas, los individuos asumen inconscientemente que la historia deben hacerla otros. Por eso las barreras: o se piensa que intentar un lenguaje no sexista es producto de quienes no saben ponderar lo complicada que es la gramática, o que hay mentes cuyo único horizonte es deducir en cualquier manifestación (el lenguaje, la vida) una suerte de guerra entre los sexos. Lo más difícil: el equilibrio, ubicar el punto en el que es posible acercar las partes y generar otra cosa.
Por lo que se deduce de la crítica del gramático Ignacio Bosque a las guías de instituciones españolas –universidades, comunidades autónomas, sindicatos, ayuntamientos– que proponen tomar conciencia de que el lenguaje es sexista y reemplazar las construcciones en que esto se hace evidente, casi todas ellas buscan un cambio en el lenguaje administrativo. Empezar por ahí y confiar en el efecto multiplicador (cartas, informes en oficinas, discursos, fórmulas de tratamiento en organismos) no parece un despropósito. De ninguna manera implica desconocer la gramática o modificarla estructuralmente, sino optar, en algunas situaciones, por no traducir al lenguaje dos de las premisas que Bosque juzga verdaderas: existe la discriminación de la mujer, hay “comportamientos verbales sexistas”. No cree el académico que “el léxico, la morfología y la sintaxis de nuestra lengua han de hacer explícita sistemáticamente la relación entre género y sexo, de forma que serán automáticamente sexistas las manifestaciones verbales que no sigan tal directriz, ya que no garantizarían la visibilidad de la mujer”. Seguramente no piensa como Foucault: el lenguaje habla la cultura, el lenguaje nos habla.
El mundo administrativo podría ser objeto de un cambio formal en la manera de referirse a terceros eludiendo el género del referente para que no predomine un sexo sobre el otro. ¿Es tan extremadamente difícil acostumbrarse a esquivar en el habla el predominio de un género, reemplazar “mis amigos” por “mis amistades”? Al margen del respeto profesional que siento por Bosque, creo que se equivoca cuando afirma que las propuestas de un lenguaje no sexista buscan forzar las estructuras lingüísticas para que sean un espejo de la realidad (entiendo que quiere decir de la realidad deseada por algunos, esto es, un mundo sin discriminación). Se equivoca porque las estructuras actuales son precisamente un espejo de la realidad: el masculino genérico es una convención lingüística propia de una sociedad cuyas mujeres ocuparon históricamente segundos y terceros planos. Y esa convención fue después la norma, escrita durante siglos por gramáticos hombres.
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