A estas preguntas tratan de responder los talleres literarios, fenómeno con una larga y fecunda tradición en América Latina y arraigado desde hace unos años también en España. Notables escritores han contribuido ¿y contribuyen¿ a esta experiencia que, de todos modos, no es ajena a las transformaciones que con el tiempo experimenta algo tan viejo como el "contar historias"
Augusto Monterroso (el autor del brevísimo 'Cuando se despertó, el microrrelato seguía allí') tuvo a su cargo en México el taller de Cuento de la UNAM y el taller de Narrativa del Instituto Nacional de Bellas Artes desde 1969. Al año siguiente, Bárbara Jacobs fue alumna suya: se casaron en 1976. Según ha contado Juan Villoro, en la primera clase invitaba a los alumnos a releer el Quijote. Después, hablaba de Horacio y de Séneca: la formación del escritor en ciernes comenzaba con la frecuentación de los clásicos grecolatinos. La convicción de que lo importante es aprender a leer. En la crónica que Villoro dedica a las lecciones de su maestro en Safari accidental leemos: "Aunque todo el mundo sabe que no hay manera de enseñar a escribir, en la década de los setenta los talleres se multiplicaron como una agradable señal de desviación en un camino peligroso". En efecto, aunque el fenómeno se gestó en los años sesenta, en la década siguiente América Latina se convirtió en una red de talleres literarios, que tras diversas mutaciones pervive hasta hoy día.
El primer taller colombiano fue inaugurado probablemente en 1962 en Cartagena de Indias. En la década de los setenta surgen varios talleres en Cuba. En 1975 el poeta chileno Carlos Alberto Trujillo funda el taller literario Aumen, que sobrevivió hasta el siglo XXI y que, por tanto, estuvo activo durante los oscuros años de la dictadura de Pinochet. Los años de las veladas literarias de casa de María Callejas, en cuyo sótano se torturaba sin piedad (como Bolaño recordó en Nocturno de Chile). Durante la década de los años ochenta, en plena dictadura, en Santiago de Chile estuvo activo el taller literario de José Donoso, que fue fundamental para una generación de escritores, entre ellos Marco Antonio de la Parra, Carlos Cerda, Roberto Brodsky y Carlos Franz. Para entonces el fenómeno conocido como universidad en las catacumbas ya se había convertido en una estrategia de resistencia en el país vecino, Argentina. En periodos de control militar del sistema universitario, proliferaban grupos de estudio que se reunían en domicilios particulares. A falta de espacio público en que reunirse, los talleres se convirtieron, cuando no en centros de resistencia activa, en ámbitos donde practicar la libertad de opinión y de pensamiento.
Tras la desaparición del taller de Donoso, en los años noventa el de Diamela Eltit tomó su testigo. La escritora -también chilena- Lina Meruane recuerda así su llegada en 1994 al taller de Eltit: "Su sistema estaba lejos de ser terapéutico, como muchos talleres de esa época. Ella usaba un método barthesiano: el autor sólo podía leer su texto pero nunca explicarlo ni menos defenderlo después de la lectura, porque la premisa era que los lectores nunca tienen al autor al lado para explicarlos y, por lo tanto, el texto debe defenderse solo". A diferencia de tantos otros profesores de escritura creativa, Eltit -que ha destacado en entrevistas la cercanía que permite el taller, en contraposición a la distancia propia de las aulas universitarias- había reflexionado teóricamente sobre la pedagogía específica que reclama el trabajo con escritores emergentes en pequeños grupos. Meruane sostiene que su maestra usaba un método lacaniano en el comentario de los textos y que podía ser muy dura a la hora de diseccionar las propuestas de sus alumnos, lo que debía ser interpretado como un reconocimiento: sólo lo que se reconoce como interesante y con potencial merece el esfuerzo de nuestra lectura atenta y crítica. "Ese taller, y la propia Eltit, eran una máquina de lectura", concluye Meruane.
Durante sus cerca de cuarenta años de vida, el taller del escritor argentino Abelardo Castillo en Buenos Aires ha seguido el principio de la Gestalt: la palabra de los alumnos dirige la clase, el maestro se limita a dar orientaciones, pautas, claves de lectura. Los buenos talleres se convierten, con el paso del tiempo, en eslabones de la historia cultural. Una adolescente que a los dieciséis años había ingresado en el taller de Castillo, Liliana Heker, fundaría en 1978 su propio taller, al que acudirían con el tiempo, entre otros, Pablo Ramos y Samanta Schweblin. Castillo y Heker comparten la convicción -expresada en un reportaje publicado en el diario argentino 'La Nación'- de que "el taller no inventa escritores pero puede contribuir a la formación del que esencialmente ya es escritor".
De América a España
En los años noventa y en lo que va de siglo, otros muchos talleres de autor han nacido, se han consolidado y han desaparecido en el Cono Sur. En Buenos Aires, autores tan importantes como Luis Chitarroni o Guillermo Saccomanno han dirigido o todavía dirigen grupos de escritores en formación. Claudia Piñeiro, autora de 'Las viudas del jueves' (premio Clarín 2005) fue alumna de Saccomanno.
Si el taller de autor, a menudo radicado en un domicilio particular, goza de prestigio en América Latina (donde es común la selección de los alumnos y las plazas limitadas), en España en cambio no ha sido legitimado por el sistema literario. Pese a que, como ha recordado Sergio Vila-Sanjuán, el primer taller que se realizó en España con conciencia de tal se impartiera en la casa de un escritor reconocido: la del propio José Donoso. Ocurrió en 1976. Sitges se había convertido en el lugar de residencia del autor de 'Casa de campo'. Animado por lo que había visto en EE.UU., donde la enseñanza de la escritura literaria estaba absolutamente normalizada, congregó a un variopinto grupo de escritores aficionados, con quienes compartió cerca de dos años de reuniones de discusión de textos propios. El taller fue gratuito: probablemente su creación respondió a la necesidad de interlocutores que Donoso tenía en aquel momento. Luego el autor chileno regresó a su país y reactivó el concepto con otros criterios.
Muchos otros talleres de autor han tenido lugar desde entonces, pero ninguno ha tenido una significación comparable a la de los talleres latinoamericanos que se han mencionado. En España, la tertulia de café y las reuniones privadas (recuérdense, por ejemplo, las reuniones de Molina Foix, Marías, Azúa y Chamorro en casa de Juan Benet) cumplieron el papel que en otras culturas ha cumplido el taller. Porque una clase de escritura creativa es sobre todo una comunidad de conversadores. En el proceso de maduración de un escritor, de forma espontánea, se van creando grupos de discusión y de intercambio. Futuros periodistas, poetas, artistas o narradores, por lo general activos lectores, se conocen en redacciones de revistas, en fiestas, en blogs, en el instituto o en la universidad; pronto empiezan a pasarse textos, a prestarse libros, a comentar lo que ellos escriben y lo que escriben los demás. A menudo alguien, de mayor edad y con más experiencia, se convierte en el maestro, real o simbólico. Podemos rastrear esa dinámica natural en la mayoría de las biografías de escritores célebres. En Estados Unidos y en América Latina no es raro completar ese aprendizaje informal con la disciplina de un curso de escritura creativa; en España, en cambio, el alumno tradicional de taller carece a menudo tanto de referencias técnicas y de lecturas como de una comunidad.
Cada vez es más institucional y amplia la oferta para esa demanda en expansión. Desde 1982, cuando se dio en Fuentetaja el primer curso presencial, los talleres literarios se han convertido en una importante salida profesional para los escritores españoles. En el madrileño hotel Kafka enseñan, entre otros, Eloy Tizón y Elvira Lindo; en l´Escola d´Escriptura del Ateneu Barcelonès, Eduard Márquez y Mercedes Abad; en la Escuela de Escritores de Madrid (que también ofrece cursos en Zaragoza y en Burgos), Jordi Costa y Bernardo Atxaga; en la Escuela de Letras, José María Guelbenzu y Marta Sanz; en el máster de la UPF, Eloy Fernández Porta y José María Micó; en el Laboratorio de Escritura, Leonardo Valencia; en Fuentetaja, Elvira Navarro y ÁngelZapata. Entre muchísimos otros. Por no hablar de los cursos de escritura en bibliotecas, centros culturales, fundaciones privadas, etcétera.
En el contexto de la lengua española, esa proliferación se ha visto acompañada, durante lo que va de siglo, por los programas de escritura creativa en español en universidades estadounidenses. Desde 1922, la Universidad de Iowa ofrece cursos de creación literaria; pero ha sido recientemente cuando ha incluido talleres de escritura creativa en castellano, como han hecho otros centros, como la Universidad de Toronto. Pero ha sido la de Nueva York la primera en ofrecer un máster en Escritura Creativa en Español, dirigido por la escritora y académica argentina Sylvia Molloy. En él dan clases, entre otros, Antonio Muñoz Molina, María Negroni, Eduardo Lago y Sergio Chejfec, quien se ha iniciado en la docencia con clases que privilegian la lectura: "Una de las cosas buenas de la enseñanza de escritura creativa es que puedes hacerlo sin creer cerradamente en lo que haces; más aún, diría que es necesario no creer en este tipo de enseñanza para ser coherente con ella". Como en todo intercambio de lecturas, el profesor también aprende: "Enseñar escritura creativa me permite encontrar preguntas que muchas veces no tengo resueltas, aunque formuladas de otro modo y en distinto registro". En la Universidad de Nueva York, Diamela Eltit y Lina Meruane son ahora compañeras.
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