12.1.11

La teoría como llanto

Tramas, causas y efectos -la mecánica elemental de la teoría-, estructuran un día de cualquier vida. El escritor Gonzalo Garcés asegura que es posible escribir una novela de puras peripecias que deje la impresión de haber asistido a un largo razonamiento

DESCENDIENTE. Pola Oloixarac, según Garcés, es "la émula más evidente de Houellebecq".foto.fuente:Revista Ñ

La mujer sale del hospital en silla de ruedas. Nunca más va a poder caminar. Su amante está con ella. Con torpeza, ella se le acerca; le falta fuerza en los antebrazos. El la besa en las mejillas y después en la boca. "Ahora", le dice, "podés venir a vivir conmigo." Ella levanta la vista; él no logra sostenerle la mirada. Ella le dice: "¿Seguro que es lo que querés? " El no contesta. "No tenés por qué", insiste ella. "Te queda un tiempo por vivir. No tenés por qué pasarlo ocupándote de una inválida." Entonces, sin un punto aparte, el narrador dice lo siguiente: "Los elementos de la conciencia contemporánea ya no están adaptados a nuestra condición mortal. Jamás, en ninguna otra época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto ni con tanta persistencia en la propia edad; cada cual tiene en mente una perspectiva simple acerca del futuro; llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que le quedan por experimentar en la vida será inferior a la suma de los dolores." Cuando la narración retoma, la mujer se ha suicidado.

Este pasaje, uno de los más intensos de Las partículas elementales , de Michel Houellebecq, es una muestra del uso radical que algunos escritores vienen haciendo de la teoría. En la "novela de ideas" clásica, en Dostoievski, en Thomas Mann, las ideas existen al margen de la narración. Iván Karamazov no expone argumentos contra la existencia de Dios porque esté amargado, ni por ganas de mortificar a su hermano monje, ni por ganarse unos pesos escribiendo una nota chocante en una revista cultural; en la dinámica del relato queda claro que son, al contrario, esos argumentos los que se han apoderado de él y lo han convertido en su portavoz. Del mismo modo, en Doktor Faustus , Adrian Leverkühn expone ciertas ideas sobre la deriva del arte a principios del siglo XX. El arte moderno ha agotado sus formas, y se encuentra en una encrucijada: le queda la parodia –"¿Te prometes mucha dicha y mucha gloria de tales ardides?" "No."– o bien la violencia. Y cómo no, eso exactamente le pasa a él como compositor. Leverkühn es un prolongado quod erat demonstrandum , la ilustración de una tesis que no está sujeta a las pasiones o la evolución del personaje. El enigma a develar radica, en todo caso, en la forma en que la idea se manifestará a través de las criaturas; los caminos impensados que eligirá para confirmar Su imperio. Aquí la novela, hegelianamente, es el gradual desenmascararse de la astucia de la Historia. Este modo de narrar las ideas corresponde a una concepción teleológica del mundo; verdades platónicas nos vigilan desde el firmamento, y mal o bien reptamos hacia ellas.

Por contra, ¿qué pasa en la novela de Houellebecq? Bruno y Michel, los protagonistas, sufren como ratones de laboratorio. A ambos, de chicos, los abandonaron sus padres. A Bruno los compañeros de internado lo obligan a comer mierda. Michel es incapaz de amor o placer. Bruno se convierte en un hombre obeso, iracundo, sexualmente humillado. ¿Qué hacen para sobrevivir? Otros beberían. Ellos teorizan. Empujados por un sufrimiento desquiciante, elaboran tesis. Está su madre hippie, que los abandonó, y está el mundo presente que los maltrata; la función de la teoría, en tanto que excrecencia del sufrimiento y recurso de supervivencia psíquica, consiste en elaborar un vínculo verosímil entre los dos. La salvaje impugnación de la cultura boomer que hizo la notoriedad de Las partículas elementales resulta del establecimiento exitoso de ese vínculo. El hecho de que aquí la teoría sea una fiebre, una adrenalina, una reacción visceral y quizá neurótica, está como subrayado por un hallazgo de estilo: cuando el narrador reflexiona, lo hace adoptando la sintaxis glacial de una enciclopedia; cuando reflexionan los personajes, de golpe adoptan el mismo estilo.

En ese contexto –con la teoría discretamente patologizada, convertida en llanto–, se entiende mejor la potencia del pasaje que cité al principio. A Bruno, después de tantas desgracias, le sale al encuentro la posibilidad del amor. Una mujer está dispuesta a quererlo; pero esa mujer acaba de quedar paralizada de la cintura para abajo. Bruno está ante la puesta a prueba capital, la abnegación, y en cuanto se plantea sabe que va a fracasar, pero el lenguaje en que se expresa la premonición de ese fracaso, la congoja de Bruno y su patético intento de justificarlo, es el de la sociología. A su vez, la ilusión de amplitud panorámica que conjura ese lenguaje hace que la escena parezca afectarnos en forma directa.

En cierta novela de ideas actual, entonces, hay una suerte de revolución copernicana; las relaciones de dependencia se invierten. La teoría puede ser un llanto, lo cual equivale a decir que la teoría puede ser una intimidación gangsteril, una apuesta, una invasión, un sabotaje, una seducción, una plegaria, un ariete: porque lo que está en juego, se entiende, es la conciencia de que teorizar es sólo otra forma de intervenir, en nada diferente del escopetazo a lo Cormac McCarthy, la compra de acciones a lo John Grisham o la fornicación a lo Philip Roth, y que narrar la verdadera vida de las ideas es narrar la forma en que impactan, copan mercados o penetran en un contexto dado. Ricardo Piglia escribe que en una novela pueden insertarse ideas tan complejas como las de un tratado científico o filosófico, siempre que parezcan falsas. Se entiende lo que Piglia quiere decir: siempre que se entiendan como atributos de un personaje. Pero más exacto sería decir: siempre que parezcan un acto interesado, porque en la experiencia real lo son. Esto, que sabe por instinto cualquier político y cualquier chico en el patio del colegio, y que un crítico como Walter Benjamin explicitó respecto del debate literario, recién ahora empieza a problematizarse y dramatizarse en la novela.

Es, de hecho, el tema real –por debajo de la mojada de oreja a la ideología de los setenta– de Las teorías salvajes , de Pola Oloixarac, que es también la émula más evidente de Houellebecq. Pero ahí donde Houellebecq se limita a emplear tácticas, Oloixarac delinea en forma explícita la arena donde esas tácticas entran en pugna, y esboza un ars bellum de la teoría contemporánea. La novela se abre con un pasaje etnográfico sobre una comunidad nativa de Nueva Guinea; al igual que los pasajes sobre física o genética en Houellebecq, esas páginas no buscan reflexionar, sino marcar un tono: el tono mortificante, desmoralizador y eminentemente confiable del desapego científico, para que lo que viene después, por contagio, parezca más inapelable; en el caso de Oloixarac, la parodia brillante del diario de una militante naïf de los setenta, hazaña de imaginación que se instala como centro de la novela. El momento propiamente reflexivo llega en la página 168, cuando dos personajes que Oloixarac se saca de la manga ( Las teorías salvajes , hay que decirlo, es una novela bastante caótica) abordan en serio el tema: "Fischer habló: 'Cuando las condiciones subjetivas no son suficientes para que se entienda la necesidad de una teoría, un pequeño foco debe iniciar acciones que a primera vista resultarían impensables, de modo de expandir sus ideas y derrocar al régimen (verbigracia, la teoría) en que se enquistan.' Fischer mantenía la calma, sin mirar a Fodder. 'Es sólo una estrategia, Marvin. Eso es todo.'" Por cierto, el revuelo que causó la novela en el mundillo literario hispánico –la apuesta, ganada por la autora, a que una colección de irreverencias salvajemente hirientes contra la iconografía de los setenta, en un ambiente cultural dominado por representantes avejentados de ese campo ideológico, debía causar el máximo de impacto– parece justificar y confirmar el pasaje citado.

De todas maneras, no hace falta indagar mucho para sentir el nihilismo latente en estos enfoques. Ver la teoría como una táctica más, como telaraña, espolón o lengua pegajosa, es la condición para poder dramatizarla, pero también mina sus fundamentos. Todavía no se escribió, que yo sepa, una novela donde la teoría aparezca completamente desvinculada de cierta idea de verdad, pero una novela así se puede imaginar. Entretanto, un efecto del roman à théories actual es hacer aparecer cierto tono sepia, anticuado, en la novela moderna cualunque. Me refiero a las novelas de adolescentes airados, de oficinistas abúlicos, de exiliados que regresan marchitos, de amas de casa que acceden a un momento de violencia sexual o de contemplativos que se van al campo a superar un gran dolor, que son algo así como el medio pelo de la industria editorial. De repente, hacer como que los personajes no piensan, no segregan teoría –admitiendo que esa segregación puede ir desde sofisticaciones sobre la entropía hasta bocaditos de sabiduría del correo de lectoras de Cosmopolitan– parece una especie de amaneramiento, de estilización operática. En sus notas para El último magnate , Scott Fitzgerald anotó con mayúsculas enfáticas: ACCION ES PERSONAJE. Con la misma justicia se puede decir que acción es pensamiento. La busca de tramas, causas y efectos –la mecánica elemental de la teoría– estructura un día cualquiera de cualquier vida. Los hechos desnudos no constituyen la historia; las pasiones dominantes constituyen la historia, usando como material los hechos que encuentren a mano, y su forma es la de una reflexión cuya conclusión no aparece nunca. Debería ser posible –es posible– escribir una novela de puras peripecias que, en retrospectiva, deje la impresión de haber asistido a un largo razonamiento, a condición de que el peso emotivo esté en la pura necesidad de razonar, y no en el contenido "objetivo".

Algo de este escepticismo me parece encontrar en Los muertos , la notable novela que el español Jorge Carrión publicó este año. Narrada en un presente de comentario televisivo o de videojuego, la acción transcurre en una Nueva York de pesadilla, donde un misterioso recién llegado es hostigado por lo que parece, por momentos, una organización o secta, y por momentos agresores casuales. Llegado cierto punto, la narración es interrumpida por un artículo donde se revela la naturaleza ficticia de lo anterior, y se invita a reflexionar sobre la posible equivalencia entre el sufrimiento real y el ficticio, entre el duelo por la pérdida de seres reales y el que causa la muerte de un personaje de novela. Se invita a reflexionar, digo, más de lo que se reflexiona: función tradicional de los comentaristas culturales, en especial los que aparecen en televisión, que no en vano es el ámbito de la novela, como si Carrión quisiera quitar importancia a las conclusiones concretas que puedan derivarse de su fábula.

En cierta forma, esta indiferencia hacia el contenido tiene su precedente en Manuel Puig; en El beso de la mujer araña hay una finta muy hermosa, que Puig ejecuta sin más recursos que un manual de psicología freudiana; hoy hablaríamos de un copy-paste . Me refiero a las famosas notas a pie de página. La primera vez que ocurre, parece una referencia funcional: Valentín ha dicho que no sabe nada sobre los homosexuales, y la nota se refiere a los orígenes de la homosexualidad. La "nota" siguiente completa el relato de una película que queda trunco entre los personajes. En adelante, las notas guardan una relación lógica cada vez menos evidente, y una relación narrativa cada vez más sugestiva, con el lugar del texto donde se anota la llamada; a medida que aumenta el sufrimiento carcelario de los personajes, las notas hacen derivar la teoría sobre la homosexualidad hacia la cuestión de la represión. Cuando llega el final, la equivalencia íntima entre represión sexual y represión política se ha explicitado; pero, antes de eso, las notas a pie de página –que ni siquiera eran originales de Puig, sino extractos de teorías existentes– han creado un efecto de anticipación, la emoción de una revelación que va a producirse, que tiene la apariencia de una grave consideración ideológica, y que en rigor no es otra cosa que el amor de Molina por su compañero de celda.

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