Los innovadores, de
Walter Isaacson, repasa los triunfos, las derrotas, los deseos ocultos y
los miedos más íntimos de la alianza que durante siglos se entabló
entre el hombre y la máquina.
El 26 de
marzo que pasó, en una entrevista otorgada al medio australiano
Financial Review, Steve Wozniak, cofundador de la empresa Apple junto
con el ya fenecido y actual leyenda Steve Jobs, dio un pronóstico
bastante sombrío con respecto a los años por venir: “Las computadoras
van a reemplazar al hombre, sin duda”. La base para tal afirmación tenía
su razón científica: la Ley de Moore, establecida en 1965, tras un
artículo aparecido en la revista Electronics firmado por uno de los
fundadores de la empresa Intel, Gordon Moore, afirma que cada dos años
se duplica el número de transistores en un circuito integrado, haciendo
que las circuitos crezcan en capacidad, en líneas generales. Por esos
tiempos, el propio Moore ya predecía que, en un futuro no muy lejano,
los hombres utilizarían máquinas basadas en tecnología con microchips a
base de silicio, como los teléfonos personales y las computadoras
hogareñas –cosas que no existían en la agita década del ’60–, y que esas
máquinas, cada dos años, quedarían obsoletas por la mejora de la
tecnología que las sustenta. La ley también marca un límite:
aproximadamente, en la década de 2020, esta progresión alcanzaría su fin
y daría paso a una nueva tecnología que superaría el estado de los
avances científicos y comerciales contemporáneos: la era del silicio
daría paso a quién sabe bien qué cosa. Wozniak, como muchos otros, temen
lo peor: ese salto haría que las máquinas, las computadoras y los
desarrollos en Inteligencia Artificial lleguen al extremo tal de crear
un ser artificial capaz de superar y dominar al hombre. Como en una
clásica trama de ciencia ficción, nosotros jugaríamos el papel de los
dioses de la Antigüedad, superados, históricamente, en gracia y
beligerancia, por nuestras propias creaciones.
El problema de la Inteligencia Artificial, el desarrollo de la
computación y la historia de Internet son temas recurrentes en el último
libro de Walter Isaacson, Los innovadores, texto que se propone repasar
los aportes particulares de un gran número de científicos,
emprendedores e ingenieros que pusieron su granito de arena para llegar
al transistor de silicio, las PC, las páginas web, el correo electrónico
y los primeros, temblorosos pasos de la I.A. Detrás de la historización
de esas innovaciones y de la (no tan) tímida defensa del modelo
comercial del mundo norteamericano, lo que tenemos es el despliegue en
el tiempo de una obsesión que, como mínimo, se remonta al nacimiento de
la modernidad: la máquina como espejo del hombre.
Nos quedará a nosotros, le quedará a la propia máquina, inclinarse por el costado bueno o malo del asunto.
Una ciencia poética
Condesa de Lovelace, hija de Lord Byron, la primera programadora de la humanidad.
El primer momento de esta búsqueda de siglos se registra en los
comienzos del XIX en Inglaterra, cuando una entusiasta por las
matemáticas como Augusta Ada King, condesa de Lovelace, conocida
simplemente como Ada Lovelace, se vinculó con el trabajo de Charles
Babbage, un notable matemático hijo de un banquero, quien exhibía en una
serie de tertulias vespertinas organizadas en su casa un modelo parcial
de lo que él llamaba su “máquina diferencial”, un artilugio mecánico
que podía resolver complejas operaciones matemáticas (como lo son las
ecuaciones polinómicas). La máquina consistía en un conjunto de ejes
verticales con discos que podían girarse hasta cualquier posición
numérica. Los discos iban unidos a unas ruedas dentadas que giraban para
sumar el número elegido a un disco adyacente: así, los números de un
eje se sumaban al siguiente eje mientras otro eje contenía los
resultados parciales, permitiendo resolver cualquier tipo de polinomio.
La idea era bastante sencilla y propia de su época: a través de una sola
operación aritmética (la suma) y dividiendo en acciones mínimas los
cálculos necesarios para resolver un polinomio dado, se hacía factible
la solución de problemas de diversa complejidad. Era la división del
trabajo propia de los años de la revolución industrial aplicada a la
matemática.
Lovelace quedaría impresionada por el invento, pero sería la
siguiente obsesión de Babbage la que realmente la cautivaría: la
“máquina analítica”. La “diferencial” podía realizar sólo una operación
para resolver una función, pero ¿qué pasaría si una máquina fuera capaz
de realizar varias operaciones y resolver varias funciones con la misma
capacidad material? O sea, una máquina que pudiera hacer varias cosas
con el mismo equipo físico, pero respondiendo a diferentes
instrucciones, sin estar pegada estrictamente a una. Esas
“instrucciones” seguían el modelo del telar automático inventado a
comienzos del siglo XIX por el francés Joseph-Marie Jacquard, telar que
funcionaba a partir de tarjetas perforadas, las cuales controlaban el
movimiento de las varillas, activándolas alternativamente según los
agujeros de la tarjeta (una varilla pasa, la otra no), creando
diferentes patrones. La combinación de las ideas de Babbage con el
modelo de telar de Jacquard lograría algo adelantado cien años a su
tiempo: la “máquina analítica” es el primer antecedente de nuestras
netbooks, tablets y celulares.
Pero Charles Babbage y su “máquina analítica” necesitaban el apoyo
de la comunidad científica como trampolín para tener más financiamiento.
Babbage se enteró de que Ada Lovelace realizaría una traducción del
artículo del italiano Luigi Menabrea sobre la invención del querido
Charles para la publicación Scientific Memoirs, y éste convenció a lady
Lovelace de que le agregara a la publicación unas “notas” que reforzaran
la defensa de sus creaciones. Estas “notas” superarían en varias líneas
el artículo de Menabrea y se convertirían en un hito para el desarrollo
de la programación y del razonamiento científico en torno de la
Inteligencia Artificial. En ellas, Lovelace estudia las posibilidades de
una “máquina universal” que, como la “máquina analítica” de Babbage,
pudiera resolver no sólo una función concreta, sino cualquier función
dispuesta según la programación dada (la tarjeta perforada de Jacquard);
pero fue mucho más lejos que eso. Sostuvo que la máquina en cuestión
podía manejar cualquier tipo de lenguaje simbólico, no sólo el
matemático, apelando a la idea de que toda producción humana podía ser
resumida en un lenguaje formal y lógico. La pregunta que quedaba
flotando en el aire era obvia: ¿puede esta máquina, entonces, “pensar”?
Para Lovelace, no. La máquina podía realizar cualquier operación que se
le ordenase, pero no podía originar nada, no podía producir su propia
“tarjeta perforada”, por decirlo de alguna manera. Esta observación
pasaría a la historia como la “objeción de lady Lovelace”, según la
bautizó Alan Turing, responsable de otros hitos en el largo camino que
faltaba recorrer para llegar a la computadora moderna y dueño también de
su propio test para diferenciar la inteligencia humana de la
artificial.
Charlas Babbage no tendría financiamiento para terminar la máquina
diferencial (pese a haberlo obtenido en un principio por parte del
gobierno) ni para la analítica: moriría en 1871 sin ver ninguna de las
dos terminadas. Ada Lovelace, por su parte, murió en 1852 de cáncer de
útero, con apenas 36 años. Pidió que su tumba fuera ubicada al lado de
la de su padre, con quien vivió durante muy pocas semanas después de su
nacimiento, en 1815. Y es que Lord Byron, el poeta romántico por
antonomasia, prefirió seguir con su vida libertina y alejada de todo
tipo de imposición antes que serenarse en las rutinarias mieles de la
familia y el matrimonio. Annabella Milbanke, tal el nombre de la madre
de Ada y esposa de Byron, decidió alejarse del poeta y se encargó de que
la hija de ambos no saliera con el peligroso temple artístico del
progenitor, por eso la volcó obsesivamente a las matemáticas. ¿Quién iba
a decir que sería Lovelace, hija de Byron y maga matemática, la madre
de la programación, aquella que sentaría el germen de una posible
“ciencia poética” que combine imaginativamente lo mejor de dos mundos
teóricamente antagónicos?
Hacer un click
Paul Allen y Bill Gates, los futuros creadores de Microsoft.
Al menos en apariencia, la historia demuestra que la línea a seguir
(y el negocio rentable) no estaba tanto en el equipo físico, el
“hardware”, como en la programación, el conjunto de órdenes simples y
lógicas que podían alcanzar elaborados grados de complejidad, el
“software” ya avizorado por Lovelace. Baste un ejemplo para ilustrar la
cuestión: el uso de tarjetas perforadas como modo de organizar datos
volvería a aparecer en 1890, en Estados Unidos, cuando un simple
empleado de la Oficina de Censos, Herman Hollerith, decidiera copiar el
modelo de perforación que los guardas de los trenes llevaban adelante en
los vagones para acelerar el control de los datos recabados en el censo
vigente. Una tarea que demandaba varios años fue resuelta en sólo uno.
Hollerith, con espíritu emprendedor, decidió fundar en 1896 la empresa
Tabulating Machine Company con el objetivo de comercializar su invento.
En 1924, fusionada a otras empresas, pasaría a ser llamada International
Business Machine, o, sencillamente, IBM, compañía que sería la
principal responsable de numerosas invenciones a lo largo del siglo XX,
las cuales determinarían la aparición de la computadora personal (PC) a
comienzos de los ’80.
Si bien el libro de Isaacson apunta a revelar constantemente la
importancia de diferentes nombres dentro de una creación colectiva
extendida a lo largo de dos siglos, en no pocas oportunidades muestra
las rencillas de algunos contemporáneos por ganarle al otro, ya sea en
términos comerciales o de inventiva, o en ambas situaciones mezcladas.
La más resonante es, claro está, la disputa entre Bill Gates y Steve
Jobs, quienes, a lo largo de los ’80, entraron en conflicto por ver
quién desarrollaba el mejor y más elegante sistema operativo para el
manejo de las computadoras personales. Gates había desarrollado para IBM
el MS-DOS a partir de una base del programa comprada a un empleado de
una empresa de poca monta en Seattle, mientras que Jobs buscaba
deslumbrar al mundo con un sistema intuitivo que se aprovechara de la
interfaz gráfica posible gracias al desarrollo del hardware y el manejo
del mapa de bits. El sistema operativo basado en la metáfora del
“escritorio”, idea de los desarrolladores de Xerox retomada por Jobs,
deslumbraría al mundo en 1984 con la aparición del modelo Apple
Macintosh, mientras que, al poco tiempo, Bill Gates sacaría al mercado
un sistema organizado en función de la misma metáfora y con un fuerte
apoyo en lo visual: había nacido Windows. Aunque ambos se reclamaran la
autoría de ese principio, los dos habían recuperado (¿robado?, ¿comprado
de manera fraudulenta?) ideas anteriores y las habían sabido explotar
en su beneficio. Sea de una manera u otra, lo que habían dado a las
computadoras personales es la posibilidad de presentar una interfaz
amable que permitía un manejo mucho más cómodo por parte de un sinnúmero
de personas no necesariamente especialistas en computación. Los
empresarios de IBM estaban errados: lo que realmente definiría la
llegada de la computadora a la casa de cada una de las personas del
mundo no era tanto la composición de sus elementos físicos sino la
compleja red de secuencias lógicas que ahora podían desarrollarse con la
sencillez de hacer un click y mover un objeto de un lugar al otro en un
inmaterial escritorio hogareño.
Los innovadores. Los genios que inventaron el futuro Walter Isaacson Debate 608 páginas
De los sueños de Babbage y Ada Lovelace, pasando por los
razonamientos de Alan Turing, la invención del transistor a cargo de
William Shockley, Walter Brattain y John Bardeen, las reflexiones de
Vannevar Bush (responsable de idear el dispositivo de base de datos
Memex, antecedente teórico del concepto de hipertexto y, básicamente, de
Internet) hasta llegar a los avances de Jobs y Gates a finales del
siglo pasado y la novedad del siglo XXI del blogging y las páginas
“wiki” de libre modificación por parte del usuario (por algo la palabra
“wiki”, en hawaiano, significa “rápido”), cada momento del libro de
Walter Isaacson –un antiguo director del multimedio Times y ex
presidente de la CNN, responsable de una de las muchas biografías
dedicadas a Steve Jobs– trata de recuperar los bienes tecnológicos del
presente como parte de una herencia científica y filosófica que se
extiende a lo largo no sólo de los dos últimos siglos, sino de la
historia completa del hombre. Si bien la perspectiva es sesgada (sólo se
limita a analizar los casos norteamericanos o, como mucho, ingleses) y
tiende a ciertas formas de “consejo de marketing” (hay pasajes en donde,
incluso, parece recomendar formas de organizar el espacio de trabajo
para promover el libre intercambio de ideas entre los empleados), Los
innovadores es una dinámica y notable recuperación casi biográfica de
diversos avances que, a la larga, terminarían en el mundo que hoy
tenemos a disposición en cada botón que presionamos o en cada mensaje
(SMS, mail o tweet) que soltamos a la virtualidad de la red. Pero, tal
como adelantamos al principio, es presa también de un temor cada vez más
tangible por varios “futurólogos” que parten de especulaciones
racionales para tener un atisbo del mundo que viene.
El desarrollo de la tecnología parece borrar, progresivamente, la
antes nítida diferencia entre el hombre y la máquina, haciendo posible
lo que antes parecía imposible, tal como se demuestra con la aparición
de creaciones que, con una programación especial, pueden conectar un
dato cualquiera con cualquier otro sin necesidad de seguir patrones
lógicos rígidos o preestablecidos, haciendo el equivalente de lo que
hace el cerebro humano: imaginar, conectar de manera impensable y
novedosa dos saberes previos. Aunque el propio Isaacson determina que lo
que nos espera es una mutua colaboración entre humano y máquina para la
mejora de la civilización (al menos, en su formato occidental), cada
tanto aparecen voces un poco más pesimistas, cargadas muchas veces de
una cuota de resignación, que adelantan que el mundo por venir ya es
patrimonio de las mismas herramientas que usamos para construirlo. Pero
dejémosle al mañana el veredicto final.
Steve Wozniac y Steve Jobs en los comienzos de Apple.
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