Quizás uno de los mayores aportes de Gabriel García Márquez
al oficio periodístico, más allá de los valores de su obra de no
ficción, haya sido el de sostener, a lo largo de su vida, que él era,
sobre todo, un periodista, y en dar muestras —con hechos concretos, con
declaraciones en las que decía cosas como “Aprendí a escribir cuentos
escribiendo crónicas y reportajes” o “El periodismo me ayudó a
escribir”— de que lo decía en serio. Empezó a ejercer el oficio cuando
tenía 20 años, en El Universal, de Cartagena de Indias, y desde
entonces y hasta su último emprendimiento periodístico, cuando en 1998
compró la revista colombiana Cambio,todos sus actos indicaron
que para él el periodismo no era un ganapán ni un oficio bastardo, sino
una forma de la literatura a la que valía la pena entregarle la vocación
y la vida.
Si se hace un paralelo entre su obra periodística y su obra de ficción se ve que, por ejemplo, mientras trabajaba en El Espectador, de Bogotá (y daba forma en 1955 a las veinte entregas consecutivas de lo que sería después el libro Relato de un náufrago), o era corresponsal de Prensa Latina, escribía El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora. Aún después de Cien años de soledad, la novela de 1967 que lo puso bajo los reflectores, siguió publicando artículos en El tiempo, de Colombia, y después en EL PAÍS, de España. A un año de la aparición de El amor en los tiempos del cólera, en 1985, publicó un libro de no ficción: Miguel Littin, clandestino en Chile. Y, cuando ya no necesitaba demostrarle a nadie lo que podía hacer, investigó y escribió Noticia de un secuestro,
en 1996. Fue uno de los pocos autores latinoamericanos de su generación
—otro, insoslayable, es Mario Vargas Llosa—, que creyó que el
periodismo bien hecho podía llegar a ser un arte, y que actuó en
consecuencia. Cuando ganó el Nobel, en 1982, convocó al argentino Tomás
Eloy Martínez para hacer, con el dinero del premio, un periódico que iba
a llamarse El Otro, y que no llegó a existir. En 1992 formó parte de QAP,
un noticiero televisivo de mucho éxito en Colombia. Finalmente, en
1994, cuando hacía doce años que había ganado el premio Nobel y
veintisiete que había escrito Cien años de soledad, creó la
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Llevaba casi tres décadas en
el centro del escenario, recibiendo todo tipo de honores como escritor
de ficción y, sin embargo, decidió apoyar un proyecto destinado a gente
que vive de contar historias reales para estimular “las vocaciones, la
ética y la buena narración en el periodismo”. Desde entonces, la
Fundación trabaja de diversas formas —sobre todo, aunque no sólo,
organizando talleres para periodistas— en torno a ese mandato. Hoy, el
panorama de la crónica en habla hispana no es idílico, pero tampoco el
peor de todos los posibles. El premio que otorga la Fundación —reeditado
en 2013 bajo el nombre de Gabriel García Márquez—, se transformó en uno
de los más prestigiosos y mejor dotados del oficio. En los últimos
años, casi todas las casas editoriales tienen una colección de crónica y
varias revistas del continente americano —El Malpensante, Etiqueta Negra, Soho, Anfibia, Gatopardo—,
cultivan el género. Para las nuevas generaciones, los referentes del
oficio ya no son sólo Tom Wolfe o Truman Capote, sino también —quizás
sobre todo- periodistas de habla hispana, muchos de los cuales han sido
sus maestros en talleres de la Fundación: Alma Guillermoprieto, Martin
Caparrós, Alberto Salcedo Ramos, Juan Villoro. Es difícil pensar el
estado de la no ficción en América Latina sin tener en cuenta ese gesto
de García Márquez que, veinte años atrás, decidió crear esta fundación
para periodistas cuando, con todo su nombre, con todo su poder, pudo
haber hecho otra cosa: un festival de cine, un premio de novela, o nada.
Si hoy muchos periodistas de nuevas generaciones se dedican a su oficio
sin sentir que necesitan validar su trabajo con, además, una potente
obra de ficción, es, en buena parte, gracias a ese gesto.
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