Un capítulo de la historia de la Constitución de Colombia de 1991 que
está aún por escribirse tiene que ver con la participación del Premio
Nobel de Literatura en el proceso constituyente más participativo de
nuestra historia reciente.
Gabriel García Márquez dijo alguna vez que “lo peor que le puede
pasar a una Constitución es que le mamen gallo”. Eso en colombiano puro
significa que la irrespeten, o como diría Ronald Dworkin, uno de los
grandes tratadistas del derecho público moderno, que no tomen en serio
los derechos consagrados en el texto constitucional. Esa preocupación
por el imperio de la ley y el estado de derecho lo llevó a interesarse
por el momento cumbre de la historia política de un pueblo: cuando se
hace su Constitución.
El proceso constituyente de 1991 fue el resultado de una propuesta de
reforma de la Constitución que surgió promovida por un movimiento
estudiantil que se generó después del magnicidio en agosto de 1989 de
Luis Carlos Galán, el candidato que iba a ganar las elecciones en 1990 y
cuya propuesta de reconciliar la ética con la política marcó su
destino.
La Nueva Constitución de Colombia le puso definitivamente la lápida a
los restos del llamado Frente Nacional que terminó bloqueando el
sistema político por cuenta de un bipartidismo que bien describió el
Coronel Aureliano Buendía: “La única diferencia entre liberales y
conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los
conservadores a misa de ocho”.
García Márquez no fue ajeno a la trascendencia del momento que vivía
el país. De hecho, los estudiantes que promovimos la Asamblea
Constituyente estuvimos a punto de conseguir que Gabo fuera la cabeza de
lista del Movimiento Estudiantil a dicha Asamblea.
Se trataba de abrir el escenario político y quien mejor que él para
encauzar los vientos de cambio que Colombia experimentaba después de uno
de los momentos más oscuros de su historia. Tuvimos varias
conversaciones telefónicas con el Nobel, semanas antes de la inscripción
de la lista, pero el secuestro de varios periodistas por el Cartel de
Medellín en septiembre de 1990 empeoró las condiciones de seguridad del
país e impidió lo que hubiera sido un fenómeno electoral de
imprevisibles consecuencias. Todo ello lo relataría el mismo en Noticia de un secuestro.
Meses después, la Asamblea se instalaba con una multiplicidad de
actores recién llegados a la política, rompiendo así el monopolio
clásico de los partidos tradicionales.
Sin embargo, no desfalleció en su empeño por ser partícipe de ese
hecho histórico al punto que, como cuenta Humberto de la Calle, no solo
se interesó en la redacción del proyecto constitucional del Gobierno
sino que hizo propuestas de artículos para la nueva Constitución que
fueron relevantes para el debate constituyente.
No se trataba solo de la revisión final gramatical y de estilo del
texto aprobado, como también lo hizo nuestro Instituto de la Lengua,
sino de normas sustantivas de derechos que hicieran de la Carta Política
un documento vivo, presente y digno de respeto. De hecho, hoy se
reconoce que la magnitud del consenso político que produjo la
“Constitución de los derechos” del 91 es el más grande que se haya
conocido en décadas.
Nada de ello fue producto del azar. Para quienes conocen su
biografía, bien saben que fue estudiante de Derecho por pocos años en la
Universidad Nacional de Colombia y que esa carrera se truncó por cuenta
de “el bogotazo”, el 9 de abril de 1948 después del asesinato de Jorge
Eliecer Gaitán. Había decidido estudiar Derecho solo por complacer a su
padre y el cierre de la Universidad a partir de esa fecha, sirvió de
coartada perfecta para que se dedicara a leer poesía y novelas en lugar
de recitar códigos de memoria.
Además, porque, como lo destaca Enrique Krauze, el primer y gran
regalo de su abuelo, el legendario Coronel Márquez a su nieto Gabriel no
fue una pistola sino un diccionario. El abuelo militar de la Guerra de
los Mil Días, sabía que en Colombia —una república de gramáticos como
alguien decía— la palabra y los diccionarios son instrumentos de saber y
de poder.
Desde allí se volvió coleccionista y lector impenitente de
diccionarios. Décadas después, recuerdo haberle oído su fascinación por
un diccionario de criminología que se había devorado y aprendido antes
de escribir Crónica de una muerte anunciada.
Pero lo relevante hoy, en el primer aniversario de su muerte, prueba
irrefutable de la vigencia de su palabra, fue su propuesta de un texto
para la nueva Constitución, que al final no fue aprobado, en el tema por
el cual conspiró desde que nació, según sus propias palabras: “La paz
es condición esencial de todo derecho y es deber irrenunciable de los
colombianos alcanzarla y preservarla”. Una fórmula que, como todo lo
suyo, hoy podría iluminar los debates acerca de la justicia transicional
que busca Colombia para cerrar su acuerdo de paz.
Fernando Carrillo Flórez es el embajador de Colombia en España.
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