Joseph Sheridan Le Fanu
El fantasma y el ensalmador
Al revisar los papeles de mi
respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por
espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco
en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como
éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas
tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba.
Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para
él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico
llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de
sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento
puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de
tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es
conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes,
los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más
refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está
muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el
cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de
su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed
abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se
encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y
respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por
la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas
ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas
para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables
expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla
entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan
violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan
al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su
difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el
último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su
amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo
y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd
por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían
citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se
encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al
lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto
reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los
detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea
necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien
hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que
a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su
parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas
palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables
por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos,
procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo
estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete
parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le
pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera
mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan
indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así
que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de
testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y
más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado
empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar
y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y
cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos,
porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa,
y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y
niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un
hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el
corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas
tierrecitas que pertenecían al señor de Phelim, debajo
del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de
noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las
piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo,
para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre
que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el
castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un
homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el
castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios
tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por
pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera
que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un
corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el
que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le
ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si
por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con
cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del
castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre,
varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó
el turno a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que
pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios
confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había
forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la
caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso
cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco
tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la
puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien
con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le
dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar
con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»-Vamos a encender fuego en el
salón.
»-¿No será mejor en el comedor?
-contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor
estaba en el salón.
»-No se puede encender fuego en
el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas -dice
Lawrence.
»-Pues entonces vamos a la
cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón
-va y dice mi padre.
»-Venga, Terry -dice
Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más
vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero
para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara
que tenía miedo.
»-Bueno, como a ti te parezca,
Lawrence -dice, y bajaron a la cocina hasta que
prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron
cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y
bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse
las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y
fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía
pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»-Pero hombre, ¿será posible que
te estés durmiendo? -dice mi padre.
»-No digas bobadas
-le contesta Larry-. Es que cierro
los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no
te metas donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el
hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)-,
y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho -le
dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada
hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que
estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría
haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba
quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha
oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello
la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de
nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que
terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un
condenado.
»-¡Maldita sea!
-dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz
de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos
coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para
espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría
a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre.
"No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera
yo igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando,
hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió
lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A
lo mejor me duermo si me lo propongo."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande
hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque
no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los
ojos del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban
fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita
sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale
lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta
llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el
ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y
silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal
bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo
fuerte que los sacudió. De repente se acabó la tormenta,
y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían
pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la
chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo
señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta.
Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro,
antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y
cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de
whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la
botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a
pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de
alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a
azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente
lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces
al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto,
que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante
tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que
el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un
ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»-¡Vaya, vaya! -dice
el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para
mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry
Neil?
»-A su disposición, señoría
-dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía,
porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a
su señoría.
»-Terence -dice
el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es
cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la
parroquia.
»-Gracias, señoría
-respondió mi padre, cobrando ánimos-.
Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su
señoría.
»-¿Que Dios me tenga en su
gloria? -dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de
ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás
cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-.
Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que
restregármelo por las narices a la primera de cambio -dice,
dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.
»-No soy más que un pobre
hombre, tonto e ignorante -le dice mi padre.
»-Desde luego que sí
-dice el señor-, pero para
escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir
hasta aquí, quiero decir en bajar -dice, y a pesar de lo
pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta-.
Escúchame bien, Terence Neil -dice-.
Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»-Sí que es verdad
-dice mi padre.
»-Y además, creo que siempre fui
un caballero correcto y sensato -dice el otro.
»-Así es como yo lo llamaría, sí
señor -dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda,
pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»-Pues aunque fui tan sobrio
como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y
aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y
caritativo e inhumano con los pobres -va y dice-,
no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.
»-Sí que es una lástima
-dice mi padre-. A lo mejor su
señoría debería hablar con el padre Murphy...
»-Calla la boca, deslenguado
-dice el señor-. No es en mi alma
en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un
caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas
cosas. No es mi alma lo que me molesta -dice sentándose
frente a mi padre-. Lo que tengo mal es la pierna
derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.
«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de
sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea
la cañada.)
»-¿No será que su señoría se
siente incómodo por haberlo matado?
»-Calla la boca, estúpido
-dice el señor-. Ahora te explico
por qué me molesta la pierna -dice-.
En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que
me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no
estaba acostumbrado antes -dice-;
y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta
muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace
demasiado calor -dice-. Tengo la
obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca.
Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar
seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es
lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un
par de tirones para ponerla en su sitio.
»-Pues, señoría, yo no me
atrevería a hacerle una cosa así a su señoría -dice mi
padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-.
Sólo lo hago con pobres hombres como yo.
»-No seas pelotillero
-dice el señor-. Aquí tienes la
pierna -dice, levantándola hacia mi padre-.
Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes
inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba
a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que
la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»-Tira fuerte, imbécil
-dice el señor.
»-Como mande su señoría
-dice mi padre.
»-Más fuerte -dice
el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»-Voy a beber un traguito para
darme ánimos -dice el señor, acercando la mano a la
botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era,
metió la pata, porque cogió la otra botella . -A tu
salud, Terence -dice-, y sigue
tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de
agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un
grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y
pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio
un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo
de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el
alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de
espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla
que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y
roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día
hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba
poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea
el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una
pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.»
Joseph Thomas Sheridan Le Fanu (Dublín, 28 de agosto de 1814 – ibídem, 7 de febrero de 1873). Escritor irlandés de cuentos y novelas de misterio. Sus historias de fantasmas representan uno de los primeros ejemplos del género de horror en su forma moderna, en la cual, como en su relato Schalken el pintor, no siempre triunfa la virtud ni se ofrece una explicación sencilla de los fenómenos sobrenaturales.
Sheridan Le Fanu nació en el seno de una familia de alcurnia de procedencia hugonote. Su abuela, Alice Sheridan Le Fanu, y el hijo de ésta, Richard Brinsley Sheridan, tío segundo de J. Sheridan Le Fanu, fueron ambos dramaturgos, y su sobrina, Rhoda Broughton, novelista de éxito.
Estudió Derecho en el Trinity College de Dublín, donde fue nombrado auditor de la Sociedad Histórica. Pero a Le Fanu no le agradaban las leyes y se pasó al periodismo. A partir de ese momento y hasta su muerte publicó multitud de relatos. Desde 1861 hasta 1869, editó el Dublin University Magazine, que publicó muchos de sus trabajos por entregas. Perteneció a la plantilla de varios periódicos, incluyendo el ya mentado Dublin University Magazine y el Dublin Evening Mail, hasta su muerte, que se produjo en la ciudad que lo vio nacer, Dublín, el 7 de febrero de 1873.
Las intrigas de Le Fanu, de gran intensidad, están perfectamente
construidas. Su especialidad consistía en la recreación de «atmósferas» y
«efectos» más que en el mero susto, con frecuencia dentro de un formato
de misterio. La lectura de novelas como Carmilla sobre una mujer vampiro, de trama muy efectiva, influyó poderosamente en Bram Stoker para su Drácula.
Uno de sus primeros trabajos, Un episodio en la historia de la familia Tyrone (1839), pudo a su vez haber sido inspirado por Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. A veces se ha afirmado que Le Fanu es el padre del cuento de fantasmas irlandés en época victoriana. A juzgar por la trascendencia de su obra, es sorprendente que su aportación no haya sido mejor considerada.
Sus historias más conocidas, leídas aún hoy con asiduidad, son la novela macabra de misterio titulada Tío Silas (1864), La rosa y la llave (1871), y la muy celebrada colección En un vidrio misterioso (1872), que contiene Carmilla, así como Té verde y El conocido, dos famosos relatos de enigmáticos sucesos aparentemente convocados por una oscura culpa.
Otras ficciones de Le Fanu: Los papeles de Purcell, dividido en tres volúmenes; La casa junto al cementerio (1863); La mano de Wylder (1864); Guy Deverell (1865); Vidas encantadas (1868); El misterio de Wyvern (1869), y la publicación póstuma El vigilante y otras historias macabras (1894), otra colección de cuentos.
Para ese otro gran representante del cuento de miedo que es M. R. James,
Le Fanu figura en primera fila como autor de narraciones de fantasmas. Este es mi firme veredicto después de leer todos los relatos sobrenaturales suyos que he logrado encontrar. Nadie dispone la escena mejor que él, nadie acierta en el eficaz detalle con más habilidad.
Henry James, por su parte, escribió:
Teníamos la acostumbrada novela del señor Le Fanu junto a la cama, la lectura ideal para después de medianoche en una casa de campo.
Existe un extenso análisis crítico de la obra de este escritor debido a la pluma del estudioso Jack Sullivan: Elegantes pesadillas: el cuento de fantasmas desde Le Fanu hasta Blackwood (1978).
En castellano, de Sheridan Le Fanu: La habitación del dragón volador y otros cuentos de terror y misterio. Ed. Valdemar, 1998. Las obras de este autor figuran asimismo en la mayoría de las antologías del género macabro.
En catalán, de Sheridan Le Fanu: Te verd (traducción de Roser Berdagué). Editorial Laertes, 2000 y Carmilla (con prólogo de Julià Guillamon y traducción de Roser Berdagué). Editorial Laertes, 1998, 5.ª ed. Bibliografía.Un capítulo en la historia de la familia Tyrone (1839). La casa junto al cementerio (1863). La mano de Wylder (1864). Tío Silas (1864). Guy Deverell (1865). Vidas encantadas (1868). La profecía de Cloostedd (1868). El misterio de Wyvern (1869). La rosa y la llave (1871).En un vidrio misterioso (1872). La posada del dragón volador (1872). Carmilla (1872). El vigilante y otros cuentos de terror (1894, póstumo). El pacto de Sir Dominick.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com.Foto:Internet.
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