Dicen que nació en Aracataca en medio de un aguacero de diluvio y
consta que el día que murió tembló en la Ciudad de México y empezó a
llover en su pueblo natal, luego de siete meses y medio de sequía. Dicen
que al llegar a la Ciudad de México hace poco más de medio siglo,
Mercedes su esposa sintió que podrían hacer vida en un país capaz de
volver rojo al arroz para que supiera más sabroso y que ambos visitaron
Buenos Aires una sola vez, ya publicada la novela Cien años de soledad,en
1967, al inicio del sueño feliz donde los espectadores de un teatro se
ponían de pie para aplaudir a un escritor y consta que al escribir esa
novela, el escritor tendió una sábana en medio de la sala de su casa y
colocó un letrero que decía que allí, donde se iba apilando en
cuartillas blancas el siglo mural de la biografía de toda una estirpe
condenada a la soledad, se llamaba “La cueva de la Mafia” y que sus
hijos no podían entrar ni interrumpirlo y consta también que al recibir
el primer adelanto de regalías de esa misma novela, el autor pidió al
gerente del banco que le llevara a casa una maleta retacada con billetes
sueltos y que años después, minutos después de que alguien llamara
desde Estocolmo, en 1982, para informarle al escritor de que había sido
reconocido merecidamente con el Nobel de Literatura, bajó con Mercedes
su esposa al jardín, envueltos en batas —y él con zapatos blancos— y
consta todo esto, porque el mayor de sus hijos tomó la fotografía en el
instante exacto en el que el mundo dejó de ser el mismo de siempre.
Gabriel José de la Concordia García Márquez,
hijo del telegrafista de Aracataca, nieto y bisnieto de todas las
historias posibles que alimentan todos sus párrafos llega hoy al primer
año de los primeros cien años de una eternidad garantizada en millones
de lectores que han de recrear como enredadera de selva la vasta
literatura que transpiró desde que empezó a hilar palabras en tinta. Se
confirma su irrefrenable capacidad para narrar como nadie todo lo que
los demás comensales de una mesa miran sin observar sobre los manteles y
se apuntala la verdad de que por encima de todo lo dicho, arriba de
dimes y diretes, al margen o en torno a sus fidelidades y anécdotas,
andanzas y aventuras, Gabo dejó no un conjunto de libros inmortales o
varios volúmenes de artículos, crónicas y cuentos invaluables, sino una
literatura completa: una manera de leer el mundo que se vertía sobre las
yemas de los dedos al escribir cada letra sin preocupación por los
acentos o separaciones de sílabas.
A lo largo de un tiempo largo, jamás me dejó visitar su estudio, esa
nueva cueva donde seguía escribiendo como si sólo los nietos pudieran
comprobar las ocasiones en que por allí volaba un loro que parecía
hablar en canciones o el jarrón con rosas amarillas que servían de
amuleto infaltable para el escritor que desde joven era capaz de
convertir el género de crónica en “la verdad del cuento”, los cuentos en
anécdotas personales de todo aquel que los leyera y sus novelas en la
biografía íntima y entrañable de todo un continente. En la cueva
trashumante, como carreta de gitano que hipnotiza con imanes en
cualquier selva, Gabo escribió El amor en los tiempos del cólera, luego del Nobel y como quien se deja anunciar en la Maestranza de Sevilla luego de haber cortado un rabo.
Dicen que escribió una carta al padre de Mercedes desde París y quien
fuera su suegro ni la abrió y la guardó entre libros de un estante
quizá porque ya sabía que el remitente llegaría para casarse con quien
ya era la mujer de su vida, la madre de sus hijos y la abuela de sus
nietos, echando raíces de un árbol que floreció en el momento en que la
pareja de recién casados abordaba el día de su boda un avión para
Caracas, para un nuevo empleo de periodista y asegurándole al Sr. Barcha
que algún día el mundo entero reconocería que su hija se acababa de
casar con el mejor escritor del mundo y consta que años después en
México, a las afueras de una agencia de publicidad, el ya publicado
autor de tres libros afirmaría que en realidad escribía para que sus
amigos lo quisieran cada día más y más, tanto como se confirmó durante
la noche en que se fue de este mundo, por todo el mundo en las filas de
personas que lo lloraban leyéndolo en sus ejemplares y la lluvia de
miles de pétalos amarillos como mariposas que parecían llovizna de uno
de sus propios párrafos. Dicen los que lo leen ahora por primera vez en
sus vidas que en una página exacta Úrsula Iguarán muere en Jueves Santo y
que en ese párrafo consta que fue un día de tan intensos calores que
“los pájaros se estrellaban como perdigones y rompían las mallas
metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios” y consta que
el día que murió Gabo, un pájaro confundido se metió quién sabe cómo a
su casa y terminó estrellándose en la ventana de la habitación donde
empezaba su eternidad. También sucedió en Jueves Santo.
Nada más. Nada menos: la vida y literatura de Gabriel García Márquez
está impresa como un tatuaje inexplicable de azar y magias. Debo a la
generosa amistad de Mercedes Barcha, La Gaba, y a la
fraternidad incondicional de Rodrigo y Gonzalo García Barcha lo que
narro en estas líneas y lo que vivimos o leemos en la vida y obra de
Gabo: todo ello es ya memoria palpable e imaginación desatada por encima
y allende de toda consideración ajena a su Literatura con mayúsculas y
quizá por ello, el día que dicen que se fue, sin permiso y en silencio
conocí por primera vez la cueva donde escribía. Horas antes, minutos
después de su último suspiro, su hijo captó también en fotografía el
arco iris que pasó por encima del sillón donde le gustaba leer; de
noche, al filo de la madrugada del primer día que hoy apenas cumple un
año, yo mismo vi en penumbra lo que parecía la tipografía del silencio.
Efectivamente, son mariposas amarillas.
Jorge F. Hernández es autor de La Emperatriz de Lavapiés y colaborador de elpais.com, con la columna Cartas de Cuévano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario