Nacimos en la misma ciudad, Montevideo ("una ciudad triste// de
barcos y emigrantes// una ciudad fuera del espacio", escribí en el único
poema que dediqué a la ciudad) aunque en clases sociales diferentes: la
suya, más alta que la mía, y el mismo año. Pero la crisis y los ideales revolucionarios y el amor a la literatura nos hicieron "hermanos"
-su epíteto favorito-. No nos unió el amor, nos unió el espanto, como
dijo Jorge L. Borges: la crisis económica, política y social de los años
sesenta nos hizo recorrer caminos paralelos: creíamos que íbamos a
PODER, siguiendo los pasos de la Revolución Cubana, un rayo de esperanza
en una América Latina paupérrima, con grandes desigualdades y
caudillismos que se remontaban a la época de la colonización inglesa,
española, portuguesa. Para que tengan una idea de la crisis económica: a
principios del siglo XX, el peso uruguayo era casi equivalente al
dólar, pero en el año 1969, la inflación alcanzó el 1000% anual, igual
que Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial.
El crítico Angel Rama la bautizó la generación de la crisis, y
teníamos muchas cosas en común: la rebeldía, el deseo de cambiar el
mundo -especialmente América Latina- y la esperanza de un "hombre nuevo"
(lo de la mujer nueva siempre quedó oscurecido por el patriarcado de la
izquierda, revolucionaria en todo menos en género y en sexualidad). Eduardo era guapo, seductor, rubio y de ojos azules, excelente periodista y buen historiador.
Solidario, generoso, sufrió, sin embargo, un gran desengaño amoroso muy
joven: Silvia, la mujer con la que se casó antes de los veinte
(guapísima, valiente, aventurera y amante de la buena literatura, además
de guerrillera tupamara) lo abandonó con una hija pequeña. Silvia era
su nombre de guerra. No conocí nunca su verdadero nombre, aunque como el
azar no existe, es geometría celeste, cuando tuve que huir de
Montevideo en cuarenta y ocho horas, ante el aviso de que el ejército
venía a buscarme, y llegué a Barcelona con diez dólares en el bolsillo y
sin haber visto nunca una montaña, Silvia y su compañero de entonces
(otro tupamaro cuyo verdadero apellido, Ticas, conocí solo muchísimos
años después) me dieron albergue y protección en San Cugat, donde
estaban refugiados. Esto nunca lo supo Eduardo. Había tenido otras
mujeres, otras esposas, más hijos. Su última esposa había sido baleada
en un atentado, cuando viajaba en auto con su esposo, quien murió.
Él se fue de Montevideo antes que yo, a trabajar en la revista de izquierda más importante del Río de la Plata , 'Crisis'. Ya era amado por los lectores, gracias a su libro 'Las venas abiertas de América Latina', que se convirtió en una especie de Biblia para varias generaciones. Descubríamos
América Latina en sus páginas: la verdadera, la no oficial, la que
hablaba de los expoliados, de los pobres, de los indios, de los
desplazados. El libro se tradujo a muchas lenguas y creo que su carácter casi bíblico se expandió por todo el mundo.
Poco después, 'Crisis' también fue cerrada por los militares, sus redactores encarcelados y Eduardo consiguió escapar...
y llegó a Barcelona, igual que yo, con una mano atrás y otra adelante:
su libro no era conocido en España, víctima todavía de la represión
franquista.
Nos vimos a menudo en Barcelona, en Madrid, invitados a veces por una universidad o por el PSOE
a hablar de las dictaduras del Cono Sur. La uruguaya tenía una
dificultad: no había una cabeza visible, como Pinochet o Videla. Era
fantasmagórica, casi metafísica, como Dios, que está en todas partes
pero no se lo ve. Esto dificultaba los titulares periodísticos.
"Ayudalo, che, es un hermano", era un pedido habitual de Eduardo ante
cualquiera que llegara perseguido, salvado en el anca de un piojo, como
decíamos metafóricamente. Hasta que un día le dije: "Che, ¿y por qué no
lo ayudás vos?" harta de que mi casa fuera el consulado uruguayo en el
exilio. Además, yo era mujer. Una de las escasas mujeres escritoras
exiliadas. Y la izquierda era tan machista y homófoba como la derecha,
aunque -decían- eso se iba a arreglar después de la revolución. No: no
se arregló. Tuvo que ser España la pionera en abordar esos temas, y es
una deuda que siempre tendremos con la madre patria.
Eduardo añoraba Montevideo, y tenía muchas dificultades para escribir fuera de su ciudad natal.
Le faltaban los sobreentendidos, el entorno y la complicidad de los
lectores. Y crear nuevas complicidades es un trabajo difícil, doloroso y
casi siempre estéril.
A poco de caer la dictadura, Eduardo volvió a Montevideo y nos vimos pocas veces, desde entonces: yo leía todo lo que escribía y por suerte, me di cuenta de que había
evolucionado un poco en esos dos temas que la izquierda latinoamericana
no había abordado: las mujeres y la diversidad sexual.
Sé que su regreso fue bastante feliz. Y eso es lo que importa, hermano, volver a casa, esté donde esté la casa. Hermano.
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