El dios de la literatura exige bichos raros. Tipos tímidos,
atormentados, frígidos, tartamudos. Cierta sensiblería romántica –prima
hermana del gozo que nos causa ver las imágenes de nuestros ídolos vivos
poniendo cuernos, metiéndose un pase o en camino al sanatorio– dicta al
corazón del lector un deseo morboso respecto a los ídolos muertos: si
fue un genio, que al menos haya sido maniaco-depresivo. Si suicida,
mejor aún. Y entonces ahí tiene usted a Edgar Allan Poe, a Georg Trakl, a
Sylvia Plath, a Jorge Luis Borges... Y en primera fila, a Franz Kafka (1883-1924).
Kafka, ciertamente, no es cualquier freak literario. Kafka es el superfreak.
Según el dictamen ortodoxo, el más ignorado, anómalo, enfermo,
traumado; en fin, económica y emotivamente, el más jodido de los
escritores del siglo XX y acaso de la historia de la literatura. Y
tuberculoso (pues, ¿cómo no iba a ser tuberculoso, como todo escritor de
la época de las fotos en blanco y negro que merezca nuestro rendibú?).
Hablando de fotos en blanco y negro, ¿quién no conoce aquella de Kafka
anémico, de orejas puntiagudas, ojos abatidos y francamente desahuciado?
Es tan famosa como la otra del Che de las camisetas de moda. Y así como
justamente éste, y no otro, es el épico Che, ése, y no otro, es Kafka. Da igual si uno no lo ha leído jamás (¿es que acaso alguien lo lee?): todos conocemos bien al desventurado Franz Kafka.
Se celebran en Alemania los 125 años de su nacimiento (se celebrarán los 130, los 135, los 140, los 145 y así ad infinitum),
y las librerías se llenan de esa foto inmisericorde, de reediciones de
su obra, de estudios críticos, de guías turísticas de Praga. Los bestsellers indiscutibles son La metamorfosis y El proceso, y tampoco les va mal a las biografías de Klaus Wagenbach (Kafka. Imágenes de su vida, 1994, y Franz Kafka, 2002), Peter André-Alt (El eterno hijo, 2005) y Reiner Stach (Kafka. Los años de las decisiones, 2002, y Los años del conocimiento, 2008), ya auténticos (y merecidos) clásicos de la hagiografía kafkiana –y, a decir verdad, los únicos indispensables.
A éstos se les quiere sumar ahora un librito simpático, recién aparecido: Excavating Kafka
de James Hawes, escritor de renombre y académico especialista en Kafka.
A pesar del tono satírico del libro, Hawes tiene un objetivo muy serio y
delicado: nada menos que desbaratar la imagen tradicional de Kafka –lo
que él llama “el mito de K.”– y probar una tesis impía que le saca
sangre de los oídos a algunos adeptos apasionados: Kafka era un ser
humano. No un santo ni un ángel caído. Ni siquiera (¡ni siquiera!) un
pobre diablo.
El mito de K. se deja descomponer en sus elementos principales de
este modo: Kafka ordenó que todas sus obras fueran quemadas después de
su muerte; Kafka fue un completo desconocido durante su vida; Kafka
vivía traumatizado por un padre bestial; Kafka malvivía aplastado por un
trabajo burocrático deshumanizador y absurdo; Kafka vivió durante años
lisiado por la tuberculosis; Kafka era pobre y solitario, y un caso
perdido social; Kafka era un incompetente con las mujeres, condición que
marcó toda su vida...
Tan exitosa ha sido la carrera de este paradigma infernal, que incluso ha dado origen al término kafkiano,
neologismo tremebundo muy útil en situaciones espantosas e
impenetrables, como sacar el pasado judicial, estar paralizado en un
trancón u otras igual de escalofriantes que nadie, a fin de cuentas,
sabría describir de otro modo. Ya la definición de la Wikipedia
pone los pelos de punta: “El adjetivo ‘kafkiano’ denota un sentimiento
siniestro de oscura incertidumbre, una amenaza enigmática e inconcreta,
una impotencia frente a misteriosos poderes sombríos”.
Contra ese lloriqueo irresistible y culpable de tan buenas ventas
es que escribe Hawes. Su tesis es que la imagen kafkiana del Kafka
desesperado y virginal, del “solitario profeta de Praga”, es el
constructo de una tradición –inocente pero obstinada– de lectores,
comentaristas y del mercado cultural, iniciada deliberadamente por Max
Brod, amigo íntimo y editor póstumo de Kafka. Un constructo que, en
cuanto tal, poco tiene que ver con la realidad.
El desmonte del mito de K. se apoya en la simple presentación de
algunos aspectos centrales de la vida de Kafka, evadiendo el vicio de
leer todo según los parámetros patéticos dictados por el ícono
tradicional. Este modo imparcial de lectura, así como sus resultados
“revolucionarios”, no los descubrió Hawes, pero hay que admitir que éste
escribe mejor y con más visión de mercado que sus colegas alemanes.
Tras un par de páginas el lector se encuentra con un Kafka poco
convencional para muchos: un judío de habla alemana de Praga, hijo de un
respetable hombre de negocios; un doctor del derecho con un trabajo
bien pago en una compañía de seguros; un soltero deportista, saludable
(aún), apuesto y enamoradizo (y por lo general bien correspondido); un
prometedor escritor amparado por los más importantes editores alemanes
del momento; un hábil negociante de su propia obra (Hawes interpreta la
orden de Kafka a Brod de quemar todos sus escritos como una invitación a que los publicara); según la costumbre de los petimetres de la época (y Kafka era
uno), un visitante recurrente de los burdeles de Praga (y de Dresde y
de Leipzig); y la foto aquella omnipresente fue tomada en Berlín sólo
ocho meses antes de su muerte en 1924, cuando su fin ya estaba marcado (por lo cual, según Hawes, no es representativa de su vida).
El eje de la demolición del mito –y el gancho publicitario del
libro– va justamente en esa dirección: el redescubrimiento, en la
Biblioteca Británica y la Biblioteca Bodleian en Oxford, de la llamada
“pornografía kafkiana”, una colección de revistas algo picantes que
Kafka mantenía bajo llave en una valija en casa de sus padres (y de la
cual se tiene noticia hace muchos años).
Uno lee los titulares internacionales que anuncian la obra de Hawes
–“Franz Kafka’s porn brought out of the closet”, “La métamorphose
pornographique de Kafka”, “Kafka Pornograph?”– se frota las manos y se
imagina alguna revelación salvaje de la vida sexual del bueno y tullido
de Franz. Hawes mismo habla de material “oscuro y chocante”. Y no. Nada
particularmente perverso, nada escabroso, nada emocionante. A fin de
cuentas no era para tanto (pero es que hay que vender los libros). El
“porno de Kafka” es una colección en la mejor tradición europea de los men’s magazines
aristocráticos: con textos de célebres escritores e ilustraciones
preciosistas de damas semidesnudas y animales extravagantes (haciendo
cosas extravagantes). Al connaisseur del porno contemporáneo le provocan si acaso una sonrisita.
Así las cosas, uno bien se puede preguntar si este repertorio de
chismes y escándalos poco escandalosos –y ya conocidos de hace tiempo–
tiene algún valor real. Lo tiene. Para los amantes de la literatura,
desacralizar a Kafka tiene efectos directos sobre la interpretación de
sus textos. (Hawes ofrece un par de muestras germinales.) Bajarlo del
pedestal sobrenatural, admitir que tenía pasiones y angustias
sencillamente humanas, olvidar, en últimas, a Kafka, puede
resultar en nuevas y refrescantes (irónicas, humorísticas) formas de
entender su obra. Al fin y al cabo, así lo leyeron sus contemporáneos, y
cada biografía nos recuerda que se reían. Sin sentir lástima por él, y sin obligarse a pasar cada página con un nudo en la garganta.
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