10.2.15

Las vidas exageradas de Franz Kafka

¿Fue la vida virginal y atormentada de Franz Kafka un mito creado para vender libros?

Franz Kafka, autor checo que escribió en alemán, el idioma administrativo durante su vida social./elmalpensante.com
El dios de la literatura exige bichos raros. Tipos tímidos, atormentados, frígidos, tartamudos. Cierta sensiblería romántica –prima hermana del gozo que nos causa ver las imágenes de nuestros ídolos vivos poniendo cuernos, metiéndose un pase o en camino al sanatorio– dicta al corazón del lector un deseo morboso respecto a los ídolos muertos: si fue un genio, que al menos haya sido maniaco-depresivo. Si suicida, mejor aún. Y entonces ahí tiene usted a Edgar Allan Poe, a Georg Trakl, a Sylvia Plath, a Jorge Luis Borges... Y en primera fila, a Franz Kafka (1883-1924).
Kafka, ciertamente, no es cualquier freak literario. Kafka es el superfreak. Según el dictamen ortodoxo, el más ignorado, anómalo, enfermo, traumado; en fin, económica y emotivamente, el más jodido de los escritores del siglo XX y acaso de la historia de la literatura. Y tuberculoso (pues, ¿cómo no iba a ser tuberculoso, como todo escritor de la época de las fotos en blanco y negro que merezca nuestro rendibú?). Hablando de fotos en blanco y negro, ¿quién no conoce aquella de Kafka anémico, de orejas puntiagudas, ojos abatidos y francamente desahuciado? Es tan famosa como la otra del Che de las camisetas de moda. Y así como justamente éste, y no otro, es el épico Che, ése, y no otro, es Kafka. Da igual si uno no lo ha leído jamás (¿es que acaso alguien lo lee?): todos conocemos bien al desventurado Franz Kafka.
Se celebran en Alemania los 125 años de su nacimiento (se celebrarán los 130, los 135, los 140, los 145 y así ad infinitum), y las librerías se llenan de esa foto inmisericorde, de reediciones de su obra, de estudios críticos, de guías turísticas de Praga. Los bestsellers indiscutibles son La metamorfosis y El proceso, y tampoco les va mal a las biografías de Klaus Wagen­bach (Kafka. Imágenes de su vida, 1994, y Franz Kafka, 2002), Peter André-Alt (El eterno hijo, 2005) y Reiner Stach (Kafka. Los años de las decisiones, 2002, y Los años del conocimiento, 2008), ya auténticos (y merecidos) clásicos de la hagiografía kafkiana –y, a decir verdad, los únicos indispensables.
A éstos se les quiere sumar ahora un librito simpático, recién aparecido: Excavating Kafka de James Hawes, escritor de renombre y académico especialista en Kafka. A pesar del tono satírico del libro, Hawes tiene un objetivo muy serio y delicado: nada menos que desbaratar la imagen tradicional de Kafka –lo que él llama “el mito de K.”– y probar una tesis impía que le saca sangre de los oídos a algunos adeptos apasionados: Kafka era un ser humano. No un santo ni un ángel caído. Ni siquiera (¡ni siquiera!) un pobre diablo.
El mito de K. se deja descomponer en sus elementos principales de este modo: Kafka ordenó que todas sus obras fueran quemadas después de su muerte; Kafka fue un completo desconocido durante su vida; Kafka vivía traumatizado por un padre bestial; Kafka malvivía aplastado por un trabajo burocrático deshumanizador y absurdo; Kafka vivió durante años lisiado por la tuberculosis; Kafka era pobre y solitario, y un caso perdido social; Kafka era un incompetente con las mujeres, condición que marcó toda su vida...
Tan exitosa ha sido la carrera de este paradigma infernal, que incluso ha dado origen al término kafkiano, neologismo tremebundo muy útil en situaciones espantosas e impenetrables, como sacar el pasado judicial, estar paralizado en un trancón u otras igual de escalofriantes que nadie, a fin de cuentas, sabría describir de otro modo. Ya la definición de la Wikipedia pone los pelos de punta: “El adjetivo ‘kafkiano’ denota un sentimiento siniestro de oscura incertidumbre, una amenaza enigmática e inconcreta, una impotencia frente a misteriosos poderes sombríos”.
Contra ese lloriqueo irresistible y culpable de tan buenas ventas es que escribe Hawes. Su tesis es que la imagen kafkiana del Kafka desesperado y virginal, del “solitario profeta de Praga”, es el constructo de una tradición –inocente pero obstinada– de lectores, comentaristas y del mercado cultural, iniciada deliberadamente por Max Brod, amigo íntimo y editor póstumo de Kafka. Un constructo que, en cuanto tal, poco tiene que ver con la realidad.
El desmonte del mito de K. se apoya en la simple presentación de algunos aspectos centrales de la vida de Kafka, evadiendo el vicio de leer todo según los parámetros patéticos dictados por el ícono tradicional. Este modo imparcial de lectura, así como sus resultados “revolucionarios”, no los descubrió Hawes, pero hay que admitir que éste escribe mejor y con más visión de mercado que sus colegas alemanes.
Tras un par de páginas el lector se encuentra con un Kafka poco convencional para muchos: un judío de habla alemana de Praga, hijo de un respetable hombre de negocios; un doctor del derecho con un trabajo bien pago en una compañía de seguros; un soltero deportista, saludable (aún), apuesto y enamoradizo (y por lo general bien correspondido); un prometedor escritor amparado por los más importantes editores alemanes del momento; un hábil negociante de su propia obra (Hawes interpreta la orden de Kafka a Brod de quemar todos sus escritos como una invitación a que los publicara); según la costumbre de los petimetres de la época (y Kafka era uno), un visitante recurrente de los burdeles de Praga (y de Dresde y de Leipzig); y la foto aquella omnipresente fue tomada en Berlín sólo ocho meses antes de su muerte en 1924, cuando su fin ya estaba marcado (por lo cual, según Hawes, no es representativa de su vida).
El eje de la demolición del mito –y el gancho publicitario del libro– va justamente en esa dirección: el redescubrimiento, en la Biblioteca Británica y la Biblioteca Bodleian en Oxford, de la llamada “pornografía kafkiana”, una colección de revistas algo picantes que Kafka mantenía bajo llave en una valija en casa de sus padres (y de la cual se tiene noticia hace muchos años).
Uno lee los titulares internacionales que anuncian la obra de Hawes –“Franz Kafka’s porn brought out of the closet”, “La métamorphose pornographique de Kafka”, “Kafka Pornograph?”– se frota las manos y se imagina alguna revelación salvaje de la vida sexual del bueno y tullido de Franz. Hawes mismo habla de material “oscuro y chocante”. Y no. Nada particularmente perverso, nada escabroso, nada emocionante. A fin de cuentas no era para tanto (pero es que hay que vender los libros). El “porno de Kafka” es una colección en la mejor tradición europea de los men’s magazines aristocráticos: con textos de célebres escritores e ilustraciones preciosistas de damas semidesnudas y animales extravagantes (haciendo cosas extravagantes). Al connaisseur del porno contemporáneo le provocan si acaso una sonrisita.
Así las cosas, uno bien se puede preguntar si este repertorio de chismes y escándalos poco escandalosos –y ya conocidos de hace tiempo– tiene algún valor real. Lo tiene. Para los amantes de la literatura, desacralizar a Kafka tiene efectos directos sobre la interpretación de sus textos. (Hawes ofrece un par de muestras germinales.) Bajarlo del pedestal sobrenatural, admitir que tenía pasiones y angustias sencillamente humanas, olvidar, en últimas, a Kafka, puede resultar en nuevas y refrescantes (irónicas, humorísticas) formas de entender su obra. Al fin y al cabo, así lo leyeron sus contemporáneos, y cada biografía nos recuerda que se reían. Sin sentir lástima por él, y sin obligarse a pasar cada página con un nudo en la garganta.

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